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José Echegaray

"La Semana Santa de Pascualín"

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Música: Rodrigo - A la sombra de Torre Bermeja
 
La Semana Santa de Pascualín
 

La vieja catedral era toda alegría.

Por dentro la iluminaban centenares de cirios, cuyas llamas eran como estrellas encendidas en aquel cielo de sombras que bajo las altas naves, en las capillas, en el coro y en los retablos se extendía misterioso.

Pero aquellas luces, el incienso, el órgano y el murmullo religioso de la muchedumbre lo llenaban todo de alegría.

Era como un paño negro cruzado por rayos luminosos, vibraciones sonoras, dibujos de plegarias y nubes difuminadas de incienso.

Aquella catedral tan vieja, tan obscura de ordinario, tan húmeda, tan silenciosa y tan triste, palpitaba en esta ocasión con alborozos místicos y hasta con risas infantiles que debían ser risas de ángeles.

Y todo brillaba: las piedras carcomidas, el dorado de las verjas, el oro de los altares, la plata de los candelabros y las franjas de las colgaduras.

Era el interior de una tumba en que despierta la vida con besos místicos y aleteos celestiales.

Y por fuera, la catedral era también toda alegría; el cielo azul y espléndido, el sol brillante; y aquel frente tan lleno de rosetones, arcos, doseletes, santos y apóstoles, formaba un hervidero de luz y hasta de movimiento, en que apóstoles sin narices, santos sin cabeza, ángeles con las alas tronchadas y por todas partes mil adornos churriguerescos parecían danzar por la caprichosa fachada bajo el regocijado influjo de la luz solar y del abrillantado cielo.

Era un Domingo de Ramos y pronto iba a empezar la bendición de las palmas.

En la ancha plaza y contra los severos sillares del palacio episcopal había un puesto a manera de tienda ambulante de palmas.

Las más altas, las más gallardas, las más vistosas, como enorme tapiz se extendían sobre el muro sostenidas por largas líneas de bramante. La pared obscura, mohosa y carcomida, las palmas amarillas y doradas al sol, era como un caprichoso bordado de oro sobre piedra.

Las demás palmas, más modestas y de menor precio, por lo tanto, formaban haces y manojos sobre la acera.

Mucha gente, mujeres y niños sobre todo, compraban palmas para entrar con ellas a recibir la bendición.

Contemplando la escena estaba un chiquillo de siete a ocho años, desarrapado y flacucho.

Todo en él era miseria y palidez; harapos sucios y revueltos; cabellera revuelta y sucia; solo había en el pequeñuelo dos puntos brillantes: los ojos. Eran como dos estrellas que se hubieran caído del cielo en un estercolero.

Se llamaba Pascualín.

Nunca se supo quién fue su padre. Su madre era una pobre mujer; una pordiosera, cuando no ganaba dos reales y la comida de ella y del chico por fregar los suelos de las casas; en este último caso ascendía: era una asistenta.

En verano algo daba el oficio. En invierno daba menos, porque se fregaba menos también.

Pero la pobre mujer siempre andaba entre agua. En el verano arrastraba las rodillas por los pisos encharcados. En el invierno arrastraba los pies por los charcos de la calle. Por eso padecía la infeliz en invierno y en verano de dolores reumáticos.

Su casa siempre era un rincón improvisado.

Por la época a que nos referimos dormían en una casucha de tablas construida en un solar.

Aquella mañana se escapó Pascualín y se fue a la plaza del Obispo a contemplar las palmas que otros chicos más felices compraban para entrar con ellas triunfantes por la ancha puerta de la catedral entre dos filas murales de apóstoles desnarigados.

Pascualín contemplaba las palmas con ojos ardientes, encendidos por el deseo.

Qué hermosas eran con sus entretejidos, con sus rosetones, con sus lazos, con sus flores, con sus hojas de abanico, con su labor primorosa y fantástica que era lo más hermoso que Pascualín había visto; una sobre todo, una entre todas, ¡qué primor y qué maravilla!

Pascualín la miraba y la miraba. Ya sabía que no había de ser para él; pero no quería que nadie la comprase, porque mientras estuviera contra el muro podía estarla mirando. Pero ¡ay!, cuando otro niño se la llevara, la había perdido para siempre.

Por eso cuando se acercaba algún comprador, el corazón se le encogía a Pascualín. «¿Se fijaría en aquella palma? ¡Cómo no había de fijarse si era la más hermosa!».

Afortunadamente, por ser muy hermosa era muy cara. Y pasaba tiempo y la palma se iba librando de la venta y a Pascualín se le iba ensanchando el corazón.

De pronto, un caballero se fijó en la palma y la compró, y se llevaba la palma de las palmas.

Pascualín no pudo contenerse y rompió a llorar.

El caballero se fijó en él; se acercó bondadoso; le cogió las manitas y le preguntó por qué lloraba.

Pascualín explicó como supo, de mala manera, su pasión, sus esperanzas, sus angustias, su dolor inmenso. Sí; un dolor muy grande en un corazón muy chiquito, que es cuando el dolor debe doler más, porque no tiene donde extenderse y está muy comprimido.

El caballero se conmovió: entre la Semana de Pasión y Semana Santa hay muchos que se conmueven más que en el resto del año.

Ello es que se conmovió el caballero, y tendiéndole la palma le dijo:

—Toma; es tuya: si puedes, entra con ella en la catedral para que te la bendigan.

Y comprando otra palma, se fue con ella.

Pascualín se quedó cogido a su palma, sin poder casi sostenerla y dominado por la alegría y por la gratitud.

Quiso decir algo; no supo: le besó la mano al caballero, besó la palma, se la echó al hombro, y más bien arrastrándola que llevándola echó a correr hacia la catedral y en ella penetró triunfalmente por entre la doble fila de apóstoles que parecían mirarle de reojo y torcer sus labios de piedra para conservar la debida gravedad apostólica y no soltar la carcajada.

 

Cuando fue a su casa, empezó para él la Semana Santa que hasta entonces había sido Domingo de Ramos.

Había entrado con palma en la catedral; se acercaba al camino de la amargura.

Su madre le quería a su manera y era una manera muy brutal.

Unas veces se lo comía a besos; otras veces le azotaba de lo lindo; siempre pensaba en él.

En cuanto echó la vista a la soberbia palma, calculó que podía venderla lo menos por treinta reales, y que con aquella suma tenían para comer seis o siete días.

Hubo llantos; hubo golpes; y al fin la madre se llevó la palma para venderla, y Pascualín se quedó llorando como un desesperado.

Cuando acabó de llorar, no porque se le acabase la pena, sino porque se le acabaron las lágrimas, se escapó de casa. Esto hacía siempre que su madre le zurraba, y en tres o cuatro días no daba cuenta de su persona.

Salió, pues, de casa; pasó el puente; se metió por los arrabales, y ya casi en el campo entró en el patio de una casa de labor, donde solía jugar con una chiquilla de su edad aproximamente.

Allí estaba la chiquilla, que se llamaba Paca, junto al brocal de un pozo, entretenida en tirar piedrecitas al agua; y junto al brocal se puso Pascualín para contarle sus penas a Paca.

De pronto se detuvo y se echó a reír; y era que el chiquillo sabía de memoria la Semana Santa y sus tres procesiones, y se le ocurrió que Paca y él estaban haciendo el Paso de la samaritana y de Jesús junto al pozo.

¡Pero qué diferencia! ¡Él tan feo, Paca tan pobretona y la piedra del pozo tan tosca!

En cambio, el Jesús del paso ¡qué hermoso y qué hermosa la samaritana, y cuánto lujo, y cuánta pedrería, y el pozo de cristal, con garrucha de oro y cubo de oro y de cristal!

Decididamente, ellos eran un paso muy miserable.

Además, Paca era una samaritana muy mala. Le dijo a Pascualín que entre Perico y ella habían proyectado robar aquella noche un gallo a una vecina, y le propuso que les ayudase.

Pascualín se negó, porque en el fondo era honradote; pero Paca le llamó mandria y tonto, y rogándole y entreteniéndole llegó la noche, y los dos se fueron a una arboleda próxima donde encontraron a Perico.

Continuaba la Semana Santa para el pobre chiquillo, porque en la arboleda sufrió miedos y angustias y tentaciones.

Allí en la sombra le pintó Paca la hermosura del gallo; la erguida cabeza, la encarnada cresta, las elegantes plumas de la cola, y luego la carnosa pechuga y las patas y las menudencias en una enorme cazuela de arroz que le guisaría la tía Calambres.

No era el imperio del mundo; no era la planicie cubierta de espléndidos campos y sembrada de soberbias ciudades con torres y palacios y murallas; pero era una cazuela de arroz, que vale tanto y que es más sabrosa, y sobre cuya dorada superficie saldrían los ricos despojos del gallo.

La tentación era fuerte, pero Pascualín resistió.

¿De qué le sirvió resistir, si después de perpetrado el robo, en que él no tomó parte, le sorprendieron en compañía de los dos verdaderos ladrones, y no por sus culpas, sino por culpas ajenas, fue a parar a la cárcel después de haber recibido una buena tanda de mojicones del dueño del gallo?

Y continuó la Pasión de Pascualín, pero una Pasión muy rara y muy revuelta.

El gallo no cantó porque le habían apretado el pescuezo; pero le negó Perico, y más hizo que negarle, que le acusó como el verdadero autor del robo.

Y allá en el patio de la cárcel, no entre dos ladrones, sino entre muchos ladronzuelos y rateros, pasó el Viernes Santo llorando amargamente y pensando que por primera vez en su vida no podía ver la procesión de la mañana.

Aquel paso tan hermoso de la Cena con Cristo y los apóstoles y la mesa llena de riquísimos manjares. Aquel paso de la Oración del Huerto con aquel Cristo de rostro celestial y túnica de terciopelo morado; y aquel ángel, asombro de los inteligentes y asombro también de Pascualín, que no dejaba de tener su instinto artístico. Aquel paso del Prendimiento y aquel beso de Judas en que tanto se fijaba Pascualín, diciéndole a su madre todos los años: «Mira, mira, madre, no le besa con toda la boca como me besas tú a mí, cuando me besas, sino que le besa de costado con una esquina de la boca. Mira al traidor, y qué beso tan encogido da».

«¿Y por qué San Pedro —pensaba Pascualín— no dejará caer la espada que siempre está amenazando y nunca da?».

Y después, el Cristo de la columna; y después, el paso de la Caída con aquellos sayones tan feos; y después, la Dolorosa; y después, la Verónica.

«Todo esto estará ahora pasando por la calle —murmuraba Pascualín—. Todo irá entre penitentes con cruz, y nazarenos con caperuza, y música y tropa y alegría, que muchos caramelos he recogido otros años, y aquí este año metido por esa maldita samaritana, digo, por esa maldita Paca, y ese condenado de Perico que debía llamarse Judas».

Conque revolviendo en su pequeña cabeza todas estas ideas y todos estos recuerdos, y acongojándose por su madre, que hecha una Dolorosa le estaría buscando por todas partes, Pascualín se echó a llorar.

Le rodearon los demás granujas, y cuando se enteraron del motivo de sus penas, tuvieron una idea diabólica.

«¿Por no ver la procesión estás llorando? Calla, tonto, que vas a verla». Y le convirtieron en pequeño Cristo, y le ataron a una reja, y le azotaron, y no teniendo espinas a mano, le pusieron una especie de corona de cuerdas de esparto, que le enredaba el pelo y le arañaba la frente; y le cargaron con una cruz improvisada hecha de unos maderos que por allá encontraron; y los muy judíos le pasearon por el patio en procesión entre escarnios y golpes.

No le crucificaron —aunque la crucifixión formaba parte del programa y los granujas eran muy capaces de rematar el martirio del pobre Pascualín— porque al oír los lamentos del niño acudieron unos mozos de la cárcel y se lo llevaron casi sin sentido, desnudo casi, con las espaldas sangrientas, sangrienta la frente, empañados los ojos, manchada de lágrimas la flaca y pálida cara; hecho, en verdad, un Cristo chiquitito; y cuando así le metieron en la cama, pensaba el niño de una manera vaga, como en un delirio, con la chispa de pensamiento que le quedaba en la cabecita: «Ya concluyó mi procesión de la mañana del Viernes Santo: ahora empieza mi procesión del Santo Sepulcro».

Pero aquella cama en nada se parecía a la del Viernes Santo por la noche; ni aquella cama era una de cristal con muchos faroles encendidos; ni veía alrededor señores con hachas; ni oía músicas dulcísimas: solo al cabo de muchas horas se encontró con su madre que le besaba llorando.

La procesión del Viernes Santo del pobre Pascualín, lo repetimos, en nada se parecía a la del Hijo de Dios, sino en que había encontrado su Dolorosa.

Todo Cristo grande o pequeño tiene una madre que llore por él.

Pero ya suenan las campanas; ya resucita Dios, y también Pascualín tuvo su Sábado de Gloria.

Que al fin despertó entre los brazos de su madre, que preguntando por todas partes y a todo el mundo había dado con aquel caballero que le regaló la palma a Pascualín, y este señor le sacó de la cárcel, bien castigado por pecados que no cometió. Después subió a la gloria de una nueva vida, bajo la protección del compasivo caballero, que fue para la madre y el hijo segunda Providencia.

Y así fue la Semana Santa de Pascualín: como él chiquitita, mísera como él; pero con lágrimas y dolores y tentaciones y esperanzas, y al fin resurrección.

 

La ilustración artística, 1901

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