Entre nublos y estremecimientos contemplé, por última vez,
«El lecho de la alcoba,
reflejado en el fondo de sus ojos»...
y ahito, extenuado, di media vuelta y me quedé como un idiota, mirando directamente el mismo lecho, amarillento, quietado, vulgarísimo, de aquella sórdida posada de amor, a la que impulsado por el celo me había llevado una pobre muchacha insignificante.
No era aquello muy digno de contemplación, que digamos, sobre todo faltándole el alinde del amoroso espejo exaltado por el poeta.
Mis pulmones, contraídos aún por lo incómodo de la última postura y por lo violento del espasmo pasado, iban lentamente dilatándose, tragando, ansiosos, en ávidas bocanadas, el tibio aire de la alcoba, viciado por hedores y perfumes, tan acres los unos como los otros.
Encendí un cigarrillo, fumé, desperecéme como un bárbaro aburrido y satisfecho, y al volver la cara tropecé con la de ella, demacradilla y sudorosa.
Jadeaba la chiquilla aún, buena mujercita, linda y complaciente, sin vislumbres de burdel ni resabios de lupanar; antes, modosita y correcta. Mi oído percibía claramente el alborotado golpeteo de su corazón, que hacía retemblar los rizos de encaje de su camisita modesta, por cuyo rasgado descote asomaba su carne tibia, turgente aún, deliciosamente aromática. Parecía boba.
Sus grandes ojos, abiertos exageradamente, se fijaban con insistencia en los amorcillos de latón de la cabecera de la cama, con su patita rota uno de ellos, mirándolos arrobada, de abajo a arriba, en su escorzada postura, con dislocadas miradas que brotaban de sus pasmados ojos, resbalaban por su frente y se filtraban por la maraña de rizos de sus revueltos cabellos. El pecho, alto; la cabeza caída hacia atrás, más baja que la almohada, que se arrugaba, chafada, bajo sus desnudos hombros... Y continuaba el éxtasis.
Bobo yo, aun más bobo que ella, me sorprendí contemplando a la contemplativa, y de este arrobo nos hubiera sacado el trompetazo del juicio final, si no me hiciera despertar de él y volver en mí un extraño acontecimiento. La mocita lloraba.
Sí, no cabía duda. Asomándose por la rasgada comisura de sus párpados, vi un lagrimón como una pecera, que tembló un momento asido a las pestañas del rabillo del ojo y resbaló por su sien, yendo a esconderse detrás de su encarnada orejita, que parecía un pétalo de rosa.
¡Caray!... «Animalia, post coitum, trista»; bueno, pero por muy «animalia» que fuere la moza, no creo yo que la cosa fuese para tanto. Apoyándome en el codo, me incorporé para ver mejor, para convencerme de que no era ilusión mía aquella reacción inesperada.
Ella, al notar mi curiosidad, cerró los ojos, y un doloroso mohín se dibujó en sus labios, mientras las lágrimas bañaban sus mejillas. iDiantre de muchacha!
—¿Qué tienes?—le pregunté.
—¡Nada, déjame!—me contestó, tratando de ocultar la carita con uno de sus brazos.
—Nada, no—insistí—. A ti te pasa algo... ¿Qué mirabas con tanta atención?
—Miraba—musitó lanzando un profundo suspiro—, miraba la cama... Sabe Dios cómo habrá venido a parar aquí esta pobre cama, que encierra para mí un mundo de recuerdos... La habrán comprado en alguna prendería... Esta cama la compró mi padre; en ella nací yo; y sobre ella amortajé a mi madre...
¡Tonterías!...
Publicado en la Revista Flirt (Madrid). 29/6/1922, n.º 21 |