En un país tan lejano que perdió el nombre y en un tiempo tan distante que parece olvidado, sucedió esta pequeña historia; tan pequeña, que podría grabarse con la punta de una aguja en el ángulo de un libro.
Y fue que un puñado de hombres, levantando bandera de rebeldía, resolvió luchar sin descanso hasta abatir la iniquidad de los poderosos que oprimían al país. Padecieron hambre, sed, tortura. Padecieron la roja herida de la incomprensión y el latigazo verdeoscuro de la envidia. Padecieron también el dolor austero de los bronces lamentables, y la pena sutil del llanto que no puede manifestarse.
Y luchando, sufriendo, cayendo cien veces para cien veces levantarse, se hicieron fuertes como osos, audaces como tigres en acecho.
Y entre ellos iba un joven de perfil delicado y corazón ardiente, que luchando y sufriendo como todos, con frecuencia preguntaba:
—¿ Será posible alcanzar la región donde se cierne el águila caudal?
Y sucedió que estos hombres entraron al corazón del pueblo. Y un día de días los poderosos fueron derribados de su trono de iniquidad. El pueblo fue libre, la justicia volvió a ser aposento general para todos, porque los vencedores, de común acuerdo, resolvieron expulsar al privilegio y al abuso. Y como el Mal huyera de los horizontes del país, los nuevos gobernantes que conquistaron esforzadamente la dicha del pueblo dijeron:
—Ya no hay iniquidad, ya no injusticia. ¿Para qué mantener nuestra fuerza de combate y de mudanza? Disolvámosla.
Y llamando al pueblo a la gran plaza circular de festivales, tan ancha que las gentes no se reconocían de un extremo a otro, erigieron una pira altísima con leños olorosos sacados de sus bosques más fragantes.
Y con ayuda del pueblo fueron arrojando a las llamas purpúreas todo cuanto les sirviera en su lucha de treinta años: códigos, estatutos, libros. Y las llamas purpúreas lo quemaron todo; las sobrias vestiduras talares, las viejas armas ennoblecidas por el rubí de las heridas; los fieles muebles desgastados por el roce de los mismos dedos.
Y aunque algunos veteranos se enjugaban las lágrimas dolidos por esa ruptura con su pasado de gloria, el Jefe de Hombres los increpó:
—No lamentarse, guerreros que ya no lo sois —dijo—. Nuestra lucha terminó. El Mal ha perecido para siempre, ahora debemos organizarnos para la paz y la alegría.
Y a los que preguntaban qué sería de los trofeos, qué del heroísmo que guardaban sus pechos, se les manifestó que cuando los pueblos son felices el heroísmo y los trofeos duermen en las tumbas.
Y todos quedaron tranquilos y felices. Y millares de caras resplandecían de júbilo, como si millares de espejos devolvieran la alegría de las llamas que subían por escalas invisibles al cielo.
Entonces Axel, el joven de perfil delicado, acercándose al Jefe de Hombres le gritó con voz airada:
—Maestro —exclamó— yo te seguí porque proclamaste la búsqueda de un ideal, la emoción aventurera de la lucha. Yo no sufrí tanto como los otros, pero ¿cómo podría vivir sin ese ideal, sin que aliente en mi pecho la emoción de la aventura? Al abolir nuestra causa, truncaste mi esperanza. Me has roto el Corazón. ¿Y qué puede hacer un hombre sin corazón?
Y antes que nadie pudiera impedirlo se arrojó a la hoguera en voluntaria inmolación. Y al fundirse cuerpo juvenil en el delirio de las llamas, parecía un héroe de oro saliendo al encuentro de su destino. Y de los leños olorosos de la pira subía una música intrépida, que vacilaba entre el dolor que gime y la cólera que estalla.
Cuando el pueblo comprendió la distancia que lo separaba de Axel, el inmolado, muchos sollozaron sintiendo que también se les rompía el corazón.
Porque la desaparición del último héroe es lo más grave que puede acontecerle a un pueblo.
Y allí, en lo alto, donde las sierpes de fuego de la hoguera se hundían, en el cielo profundísimo, un águila caudal volaba en grandes círculos concéntricos.
Y un relámpago dijo a la montaña que el águila tenía la mirada ardiente y atrevida de los ojos de Axel.
(La enmascarada y otras narraciones) |