Lanzó su pensamiento como flecha vertiginosa que tomaba fuerza de sí misma. Detrás de la flecha iba él — cuerpo, alma, idea, o maya la ilusión — devorando el espacio azul. Lejos, muy lejos, fulguraban estrellas de tamaño inusitado. Sus oídos recogían una música rara, nuevísima:¿sería la rotación musical de los astros? Avanzaba, avanzaba… A veces sorteando grandes cuerpos celestes o asteroides que se aproximaban, lo esquivaban y huían velocísimos. Ni frío, ni vientos glaciales, ni la fricción quemante de la velocidad. Avanzaba gozoso, victorioso ignorando por qué ni hacia dónde.
Una conciencia supratemporal parecía susurrar: “Atraviesa, atraviesa años, siglos, evos, eones...”
Lo conducía un vehículo o una fuerza invisible. Sólo sentía su propio cuerpo. Pero ella estaba detrás, o adentro y lo impelía aceleradamente por el espacio. ¿Aceleradamente, en modo vertiginoso? Términos estrechos, porque más allá de las velocidades conocidas o imaginadas, se trataba de un moverse rapidísimo, intensísimo, casi indescriptible, que disolvía toda resistencia material y sin embargo, aun siendo parte, protagonista de la exhalación, él se mantenía tranquilo en la fuga fabulosa a través de la expansión eónica. El huracán, mucho más que el huracán...! Y él en su centro, en el "ojo" inalterado que avanza también con la furia descompuesta de los elementos pero quieto, imperturbable, sin que la furiosa carrera suspendiera la percepción de sus sentidos.
Una idea acudió a su mente: el universo en expansión. No era ya un hombre, un ser vivo, sino tal vez un astro, un planeta, una estrella, una centella de gas y fuego cruzando el vacío infinito.
¿Por qué, entonces, funcionaba su conciencia, su limitada conciencia humana? ¿Y cómo su pequeña inteligencia podía integrarse a la hondura abismal del universo, cuyos mundos y galaxias huyen unos de otros a velocidades espantables, y no obstante seguir pensando como un ser terrenal?
Soñaba... No, no soñaba. Porque era algo real, vivo, no asible, no detenible, pero evidente y comprensible. Inmensos vacíos oscuros alternaban con agolpamientos centelleantes de materia galáctica. O pasaba cerca de inmensos o reducidos esferoides que cruzaban el espacio sin rozarlo. Subía, bajaba, giraba en curvas grandísimas hacia diestra y siniestra, sintiendo que el monstruo
sideral giraba con él.
Por un instante pensó que el universo no existía: todo cuanto veía rodar y alejarse eran sólo proyecciones de su mente que creaba y movía al coloso sideral. Pero luego regresaba a la física cósmica: todo evidente, inobjetable, como lo revelaran telescopios y aparatos electrónicos.
Estrellas, galaxias, cuasares, millones y millones de fenómenos celestes. Todo evidente. Como las grandes bolas de fuego que aparecían y desaparecían velozmente. Lo que no podía comprender era por qué tan pronto se sentía un ser microscópico, infinitamente pequeño, hundido en la vastedad del cosmos, como de súbito parecía dilatarse en magnitudes pavorosas; entonces atraía hacia sí mundos y galaxias, podía verlos en curva proyección y era como si el universo se entregara a su poder.
Movía una mano y lo rodeaba la esencial negrura del vacío esencial. Seguía avanzando, en pavorosa soledad: él y la fuga infinita. Nada más. Movía otra mano y se suscitaban núcleos flamígeros, como si los astros acudieran a su llamado, mas sin perder distancias entre sí.
Una lente mágica comprimía y dilataba el cosmos sideral, a medida de su deseo. Y sus ojos, los estupefactos, recogían visiones increíbles de planos superpuestos y oquedades cóncavas, de precipitaciones angulares y ásperas curvaturas sombrías, de redes intrincadas de luces, de vastas coagulaciones estelares, de todo lo cual fluía una portentosa matemática de cuatro, cinco, seis dimensiones. Absurdo y certidumbre a la vez.
Quiso detenerse y su sólo deseo frenó la carrera. Ahora estaba suspendido o asentado en el espacio. Solo, tranquilo, feliz. Contemplaba no el vacío negro o gris de los astronautas, sino unos cielos azules, azulísimos, surcados de hermosas nubes blancas y cúmulos sombríos, de cuyos vientres surgían el trueno y el relámpago. ¡Cómo en la Tierra! Pero aquí él podía regirlos a voluntad. Y a una seña suya o por un simple anhelo, esferoides de oro se acercaban enseñando sus relieves admirables. Mundos, mundos... infinitamente más grandes y más bellos y atrayentes que el planeta Tierra. Y él estaba ahí, parado en el centro del universo, como si una música secreta sostuviera su armoniosa lucidez, en tanto más allá, a no muy grande distancia del área que parecía estarle reservada, rugía frenética la danza de soles y galaxias.
Era el Rey del Universo. Era, era... ¿Era Dios?
Cuando entraron a despertarlo, hacía tres horas que el abuelo estaba muerto. Sentado en su lecho, tenía los ojos abiertos. El hijo que se aproximó a cerrarlos no dijo a nadie que al acercarse a ellos, despedían una luz de luces: blanca, verdiazul, púrpura, topacio, celeste, oro y chispas negras.
Nadie supo, tampoco, que el abuelo proseguía su fuga a la eternidad, mientras Lucifer y el Arcángel se disputaban su alma.
(El guerrillero y la luna. Narraciones) |