Fernando Díez de Medina en AlbaLearning

Fernando Díez de Medina

"El aventurero"

Biografía de Fernando Díez de Medina en Andes

 
 
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Música: Beethoven - Six Bagatelles Op.126 - 5: Quasi allegretto
 
El aventurero
 

Vivo en el Ande misterioso, rodeado de montañas en el día y de estrellas por la noche.

Yo fuí un buscador de aventuras, en busca siempre de lo desconocido. Trepaba cumbres, me internaba por selvas remotas, cruzaba los ríos encima de un débil madero: en esa época no había obstáculo que no me sintiese capaz de salvar. Anduve… Anduve… Si desdoblara lo andado en una cinta imaginaria, tal vez resultarían muchas vueltas al mundo. Es increíble lo que puede recorrer un hombre. ¿Cuántos son mis años? Perdí la cuenta. Un alma inquieta, un cuerpo intrépido, no dan referencia del tiempo: avanzan. Si contara todo lo ocurrido desde que abandoné la casa paterna, nadie lo creería. Anduve... Anduve… Hallé varios tesoros y los perdí: ahora siento que se me va el mejor: la juventud. Antes que la memoria flaquee suelo entretenerme en recordar los días pasados. Ya no tengo la antigua energía que me llevó por inaccesibles parajes, en busca de cosas irreales. Antes vivía de mis sueños, ahora sueño mi vida. El cuerpo, cansado, se niega a seguir el rumbo violento del espíritu. Y estoy aquí, anclado en la meseta. De tiempo en tiempo, los indios me traen sustento; lo que falta lo tomo en el lago o lo cazo en el monte. Siempre hay leña y carne en el bosque, agua en el torrente. ¿Qué más podría desear?

Mi cabaña mira a la cordillera por el este y al Titikaka por el poniente. Nada me une al mundo de los hombres. ¿Qué pasa en las ciudades? Perdí la cuenta de los días. Por aquí no pasan viajeros ni vehículos; todo transcurre en calma. Sólo de tarde en tarde cruza un indio con su poncho policromo. Estoy solo en el paisaje cuya lengua finísima aprendí en largas horas de silencio. Nadie puede hacerme el menor daño; no me preocupo tampoco por nadie. Se dirá que es egoísmo. No, no lo es. Hice tanto ya por los demás que me cansé de servirlos, de su eterna ingratitud. Ya no busco nada porque me aburrí de perseguirlo todo. ¿Por qué se hurga el gran móvil en los grandes personajes? ¡Bah! Si contara una parte, sólo una pequeña parte de mi vida, muchos conquistadores quedarían pálidos… Las mejores aventuras no se escriben; se pierden en el río de la sangre. Contar, ¿para qué contar? Esa necesidad interna de provocar la admiración ajena, se apacigua o desaparece con la nieve de los años. Pienso qué poder alcanzaría aquel que comprendiera la fuerza de la soledad en el paisaje y la fuerza del silencio en el hombre.

Suele ocurrir que cuando parto a cortar leña, cantando una antigua canción de infancia, algo se rebela en mi interior:

—Amigo: ¿era esto lo soñado?

Mas yo río con fuerza, río alegremente, y respondo sin cólera, como se contesta a un compañero temeroso:

—¡Calla tonto! La vida es el sueño mejor. Vivamos.

Allá los hombres se afanan levantando viviendas que no tardan en abandonar. Ganan y pierden fortunas. Están al acecho del poder y del placer. Viven torturados por mil fatigas, mil pequeños compromisos que los aprisionan en su malla de orden y de horarios. ¡Pobrecillos, esclavos del deseo! Ignoran el don bendito de ser libre y ser solo. Yo que fuí un tiempo como ellos, medito y comparo: esto es mejor, es definitivamente superior. El solitario está más cerca de Dios. ¡Qué bueno es respirar el aire a pulmón lleno, amarlo todo y vivir desligado de trabas exteriores!

Entonces acometo con vigor al tronco que me dará su energía para calentar el cuerpo aterido. Porque la noche altiplánica es brava: silba sin cesar el viento, se cuela por las rendijas de la puerta, introduce el tumulto en el techo de paja. Al amanecer, bajo el trallazo del frío, las piedras suelen reventar; demonial desintegración. Pero yo puedo subsistir en la inmensa soledad mesetil. Me defiendo del frío que hostiga desde fuera y del fuego que roe por dentro. Sé que un día me hallarán tendido a la puerta de mi cabaña; no importa. Prefiero vivir sin amo mis últimos días.

Sé que no debo hacerme ilusiones, pero no puedo domar la sangre antigua: a veces me parece que algo llama a mi puerta...Toques sutiles, imperceptibles, esos vagos sones amortiguados que el corazón recoge mejor que las orejas. Entonces cojo la escopeta, silbo a "Kollu" y nos internamos por el bosque a la busca de un nuevo enigma. Porque para el solitario todo es novedad, todo acicate.

El viejo rival me hostiga sin descanso. A veces tarda en volver mas regresa siempre. Si salgo a su encuentro, él se aleja con paso ligero; si retorno a la cabaña, él vuelve furtivamente sobre mis pasos. Cuando no llama, acecha desde lejos. "Kollu" le muestra los dientes, gruñe; luego va a esconderse a la perrera que yo le hice, porque le tiene un miedo inexplicable. Pero él se ríe de ambos, prende la inquietud en mi sangre y nos ronda con paso de lobo.

No hay nadie en la cabaña, aparte de mi perro y yo. No hay nadie, pero él está ahí.

Así es el misterio.

Como la montaña no tengo amigos: supe bastarme. Soy feliz a mi manera, aunque no se pueda ser enteramente dichoso cuando las fuerzas declinan y el alma pierde su ímpetu jovial. Más hay horas que compensan de toda flaqueza. Y cuando la luna asoma detrás de los neveros lejanos, mientras fumo en mi hermosa pipa de caoba, no me cambiaría con nadie.

En otras ocasiones, si el frío es muy intenso, al fulgor de la hoguera pienso en los hechos pasados. ¡Ja, ja, ja! Si supieran lo que yo ví, lo que yo hice… Podría estar, ahora, en un trono, manejando millones de hombres que temblarían al oír mi voz. Pero el más grande no es el que triunfa, sino el que renuncia. ¿Qué importa hundirse en el olvido? Mi desprendimiento es mi grandeza. Por eso no leo libros; nada pueden decir más alto que mi experiencia o mi fantasía. Y mis tesoros, que nadie puede robarme porque carecen de forma y de peso, son siempre proteicos, inagotables. Me sustentan.

Amontono leña, prendo fuego, fumo y pienso. Siempre en las cosas pasadas, porque las que vendrán no tienen importancia. ¿Por qué agitarse, por qué luchar? Lo tuve todo y todo lo perdí. Pocos saben que el secreto de mi fuerza fué la serenidad tras la victoria o la derrota. Lo que emprendí fué con pasión, furiosamente, tenazmente. Más cuando comprendía que un asunto estaba terminado, le volteaba espaldas Cualquiera que fuera el resultado. Nunca me dejé amarrar por nada: ni por el dolor ni por el placer. Y si digo que me siento cerca de los dioses, no es por estúpido orgullo, sino porque tengo conciencia de mi valer; ¡Cuántas heridas le hice al mundo, sin que él me las devolviese! Moví tantos hombres, desencadené tantas pasiones, que no bastarían los años de mi vida para contar mis aventuras. ¡Ja, ja, ja! Con sólo proponérmelo, haría temblar a muchos personajes, empalidecerían autores famosos. Pero callo y muevo mi mundo de recuerdos sólo en mi vieja imaginación vertiginosa. ¿Qué sería del hombre si no pudiera recordar, si no pudiera fabular?

Es inútil agitarse, es por demás luchar. Los árboles, fijos en el suelo, apenas se mueven cuando el viento los mece. Nada de cuanto vive alcanza la majestad de la montaña. Una pequeña piedra inmóvil en su dura quietud, parece más dichosa que el hombre eternamente inquieto. El fuego de las horas intensas es un mantoncito de pavesas. ¿Qué queda del pasado? Primero pavesas, después nada.

"Kollu" se echa a mis pies, se ovilla y me mira por el rabillo del ojo; atisba, espera. Aguarda sin dejar de atisbar, porque fiel camarada es el que se entrega en la vigilancia. Y él conoce mis sobresaltos bruscos y está dispuesto siempre a seguirme donde sea. Yo acaricio su pelaje fino, y otra mano increíble recorre el lomo desigual, áspero y suave de mis recuerdos.

Otras veces, cuando el insomnio me tiene despierto, un intruso turba mi reposo. Es un joven de cuerpo atlético, sonrisa insolente, que mira todo como si fuera el dueño del mundo. Me parece que lo quiero y lo detesto al mismo tiempo. Se sienta frente a mi, me mira con sus ojos burlones; rara vez deja escapar palabra. De pronto sonríe y yo pienso que hace mofa de mis canas. Su mirada entre burlona y compasiva me irrita. Lo miro con enojo. Pero el intruso desvía los ojos, mira al suelo, después los levanta hacia mí tranquilo. No, no quiere burlarse. Es como si quisiera decirme algo y sin embargo nada dice. Callamos. Yo lo miro, receloso. ¿Quién es, qué me recuerda su cara? Pienso en mi mejor amigo, creo descubrir rasgos de algún antiguo adversario, hasta me parece que se asemeja al joven que yo fuí. ¿Quién puede ser? Una extraña ternura y una creciente irritación me conmueven. Entonces grito con fuerza:

—Muchacho: ¿qué se busca?

Más él se hunde en la sombra como si la tierra se lo hubiese tragado. Y tarda días en volver.

Así es el intruso.

Hay días que me siento con el vigor de antaño. Hago largas correrías por el lago, exploro el monte, recibo confidencias de los pájaros. Pero esto es cada vez más raro; lentas fatigas impiden que vaya muy lejos. Yesos días vuelven pocas veces.

Miro el Titikaka distante, los neveros lejanos. Ese mar interior, la eternal cordillera. Me gozo pisando la tierra, dura y hostil como yegua que exige ser domada para el extraño; morosa y amorosa para su habitante. ¿Quién alcanza tamaña antigüedad? Un día el hombre fué tan grande como el mundo que nacía; otro será tan pequeño como la tierra que decline. Hombre, piedra, árbol, animal. ¿Qué más da? Arriba danzan las constelaciones, abajo las estaciones se repiten. Todo gira, se desvanece, vuelve a suceder. ¿Por qué angustiarse? Mañana el calmoso podría ser un trompo. La cuna mecida entre altos cerros conoce mejor la fugacidad de los seres. Aquí el rumor del mundo se agiganta como el sonido en las curvas de una caracola inverosímil: todo es, todo dejará de ser, debe volver todo. Hasta el monte inmutable. ¿Por qué inquietarse? Es ley de Wirakocha la mudanza, y nadie puede sustraerse a la palingenesia original.

La montaña es subjetiva: he aquí su arcano. Apesar de sus grandes líneas, de su presencia inmensa, amarla y entenderla, conjugar con ella es cosa interior.

Estoy filosofando, estoy envejeciendo.

¿Quién dijo la palabra absurda? Sólo declina el que se siente morir. El hombre tiene la edad de su impulso. Aunque mis piernas se resistan a conducirme, yo tengo todavía el anhelo de correr de volar y detrás de las cosas, a la vuelta de cada minuto, hay algo indefinible que me llama y me espera…

Pregunto a "Kollu" muchas cosas, porque se puede hablar sin palabras; comunicarse hondamente, íntimamente, como se acercan tierra y cielo cuando la noche tiende su manto de azabache. "Kollu" sabe cuándo estoy en trance de confidencia. Leo respuestas asombrosas en sus ojos zarcos.

También me sumo en la inmovilidad del yogui. Deseo, deseo intensamente. Luego venzo el límite del deseo y desasido de todo querer alcanzo las fronteras de maya: me parece que todo se desvanece en la rueda del mundo. Y es como si el mundo sólo fuese una forma de mi pensamiento. Luego me arranco a esa quietud nirvánica, salgo a cazar, me siento ágil bien plantado sobre mis piernas vigorosas. Y entonces me opongo a los teólogos y a los pensadores, que dicen que el cuerpo es la cárcel del alma. No, no es así: el cuerpo es el faro 18
del alma. Y bendigo la hermosura del cielo, la ternura de la tierra, la belleza sagaz de la arboleda; todo eso que entrando por los sentidos remueve y levanta mi espíritu. No puede existir mundo mejor que el conocido, aunque la criatura sea mísera y sufra.
Goces tiene el paisaje, revelaciones el tiempo que no alcanzan los jóvenes. Sólo el que ha vivido, el que ha rodado mucho, comprende mucho.

Anoche, mientras el humo de mi pipa se perdía en la claridad del aire, tuve un presentimiento:

—Tendremos visita...

"Kollu" movió la cabeza en señal de asentimiento.

La mañana pasó sin novedad. Me entretuve reforzando la protección de los almácigos, recolecté pequeños guijarros negros, afilé mi cuchillo de caza. Traje dos patitos del lago que devoramos prestamente. Estuve mucho rato tendido bajo los rayos del sol invernal, absorbiendo luz y calor por todos los poros. ¿No es extraordinario el lento fluir de las horas? Por la meseta las cosas cautivan sin oprimir. No pasa nada, no soy esclavo, todo anda bien. Sólo el Viento, lánguido a veces, a veces colérico y cortante, turba la inmensa quietud del paisaje.

Al atardecer, cuando el sol aun brillaba fuertemente, alguien bajó del monte y vino a mi encuentro. Reconocí el cuerpo atlético, la sonrisa insolente.

Se sentó a mi lado, sobre el tronco de un eucalipto recién abatido. Estuvimos callados, como si no tuviéramos nada que decirnos. Luego prendí la hoguera y vimos cómo su hermosa llama pasaba del pálido azafrán al amarillo ardiente, conforme la noche fué desplazando a la tarde. No le pregunté quién era. ¿Para qué? Me era familiar y desconocido a la vez. No tenía en realidad sobre qué interrogarlo, pero me habría gustado saber qué pensaba.

De pronto, sin proferir palabra, el joven sacó un puñal buído del cinto, entreabrió mi camisa de lana y sobre mi piel curtida hizo varias incisiones. No sentí dolor alguno; brotaron gotitas de sangre que amenazaban solidificarse. El comenzó a trabajar con ellas como un experto lapidario con sus gemas: las golpeó, las estiró, las contrajo, buscando proporciones, redondeando ángulos, hasta obtener la fina conformación final.

Cuando su tarea hubo terminado, me las puso en la diestra y dijo sencillamente:

—Tómelas; son suyas.

Sorprendido las cogí. Eran breves rubíes centelleantes, y mirándolos fijamente advertí que ya nada tenían de gotas de sangre. Y se me ocurrió que en cada cual estaba contenida una de las mejores aventuras de mi pasado tumultuoso. Me pareció reconocer una vieja voz familiar que subía por el laberinto de mis venas.

Quise agradecerles mas ya el intruso se perdía en el monte. Un silencio de alas fabulosas fué cayendo en torno a la cabaña. Cuando la calma volvió a mi espíritus los rubíes encendidos se agitaban en el cuenco de mis manos como queriendo hablar.

Los miro, los miro largamente… Pero desde aquella noche los miro sólo a la luz de la hoguera, porque en el día son como piedras frías: no dicen nada. ¿Cuántas historias extraordinarias saldrían de su abismo escarlata? Acaso un día las cuente.

En los últimos tiempos ya no ha vuelto ninguno de los dos. Ni el intruso invisible que inquietaba mis sueños ni el muchacho. ¿Qué será? Siento como si hubiera perdido dos compañeros aunque siempre estaba lidiando con ambos. Más no me aflijo porque, prefiero estar solo y sé que cualquier rato alguno de ellos volverá. O bien otro ser incógnito que me traerá nuevas incitaciones.

Me estoy poniendo viejo. A veces pierdo mi poder de evocar y llamar figuras lejanas. Pero otras un viento de vida fuerte me conmueve. "Kollu" gruñe alarmado: un soplo de misterio viene del bosque. Me levanto, cojo la escopeta y seguido por el mastín me interno en el monte.

La tarde está tranquila, silenciosa. Pronto vendrá el otoño y las hojas vestirán de púrpura. Avanzo, avanzo... Mis piernas flaquean y sigo avanzado. Presiento que cuando llegue el minuto de la última caída, no me hallarán al pie de mi cabaña, sino lejos de ella, porque ocultas energías me proyectan siempre más allá, más allá...

Cuando el sol pone tintes de bronce en las cumbres, mi corazón se pone a cantar.

La senda se vuelve más empinada, la luz declina. Quisiera encontrarme otra vez con el Cóndor Blanco que me derribó con un golpe de sus alas poderosas. O volver a descubrir la ruta del tesoro del Inca que yo mismo borré porque nunca me interesó el dinero. Y adivino que detrás de los eucaliptos que la noche negrea, una muchacha espera mi llegada; presiento sus ojos oscuros y su risa de oro.

—¡Niña encantadora! —grito colocándome las manos a modo de bocina resonante —¿Me aguardabas?

Nadie responde. Pero yo sigo internándome en el bosque, en busca de la dicha inesperada. Cada vez más cerca, cada vez más lejos. Así fué siempre. Porque la alegría pertenece al que no tiene prisa, y el que busca en el día puede seguir buscando por los caminos de la noche. Porque el tiempo no existe en la tierra, sino en el corazón del hombre. Y el que avanza al encuentro de su inquietud, siente que su inquietud viene hacia él.

Así es el Misterio.

 

(La enmascarada y otras narraciones)

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