El sol caía a plomo sobre la ancha carretera, uno de esos caminos oficiales de Castilla en cuyas lindes busca inútilmente el viajero un árbol que le preste sombra o un arroyo donde calmar su sed. Campos agostados, planicies incultas, áridos y desiguales montículos, mucha luz en el cielo y poca alegría en la tierra: he aquí el espectáculo ofrecido por aquella naturaleza sedienta, amodorrada, codiciosa de aire y de frescura, en la que el silencio hubiera reinado en absoluto a no ser por alguna que otra banda de codornices, las cuales, alzándose de entre los rastrojos, cruzábanlos presurosamente con un rumor no interrumpido de gritos salvajes y de vigorosos aleteos, levantando una nube de polvo, que se transformaba en lluvia de oro al caer herida por los rayos del sol.
Tarde calurosa de Agosto, que convertía en inhospitalario desierto el camino y los campos que lo circundaban, era aquélla; y perdida en este desierto, sufriendo el bochorno que abrasaba la atmósfera, asfixiándose con el polvo por ella misma levantado al proseguir su rumbo, veíase una pequeña y miserable caravana, que hubiese puesto piedad en los ojos y amargura en el corazón de quien la mirase atentamente; pero los hombres suelen mirar estas cosas sin verlas; para ellas no existen otros ojos ni otro amparo que los de Dios; y hasta Dios suele distraerse muchas veces.
Constituían la caravana una mujer, un burro y tres niños.
La mujer iba delante, descalza de pie y pierna, cubierta de andrajos y de polvo, moviéndose con fatigosa lentitud, entreabriendo la boca para respirar el aire que penetraba en sus pulmones, y sosteniendo en sus brazos a un niño de pocos meses, envuelto en un jirón de lienzo remendado y sucio; el niño estrujaba con sus manecitas el pecho de la madre, y tiraba de él, sujetándolo con sus labios, para extraer el jugo que generosamente le ofrecía. La mujer era joven, y hubiera sido también hermosa, a juzgar por sus ojos negros y brillantes, por sus labios rojos, por su dentadura blanca e igual y por la esbeltez de su cuerpo entero, si la miseria, al apoderarse de ella, no la hubiese deformado y envejecido, curtiendo su cutis, arrugándolo prematuramente, enflaqueciendo sus carnes y enmarañando su cabellera, que se pegaba entonces a una frente ennegrecida y sudorosa; la pobre criatura pudo ser bella; pero de su belleza no queda más rastro que el de sus pupilas, expresivas y negras, clavadas con profundo amor en el rostro moreno de su hijo.
Detrás de ella marchaba el asno, sucio, flaco y ceniciento pollino, de vientre angosto y lomo huesudo, con las orejas gachas, el rabo caído y las patas llenas de esparavanes, sosteniendo por carga única dos anchos alforjones que caían a uno y otro lado de la albarda; dentro de ellos, sobre un montón de trapos y papeles, iban dos niños, que se servían mutuamente de contrapeso, ofreciendo a la vez doloroso contraste, pues mientras el más joven dormía con la cara echada hacia atrás, la sonrisa en la boca y la salud en las mejillas, el mayor, de edad de cinco años, retorciéndose sobre el inconcebible camastro, miraba a su madre con ojos muy abiertos, extraviados por la fiebre, y contraía sus labios a impulsos de internos dolores, y agonizaba de calentura bajo aquella atmósfera de plomo.
¿Quiénes eran? ¿De dónde venían? ¿Por qué atravesaban el estéril camino con una criatura enferma al lado y un sol implacable en el cielo, los individuos de aquella caravana?
¿Quiénes eran? Una familia de zíngaros huérfana de padre, que recorría Europa implorando la pública caridad. ¿De dónde venían? Del inmediato pueblo, en el que no pudo detenerse la mujer un instante siquiera para llenar su cántaro vacío, porque los aldeanos la habían amenazado con golpearla, a ella, a la miserable, a la vagabunda, a la bruja, a la gitana, si no partía inmediatamente de allí, sin alimento, sin agua, sin reposo, con su hijo enfermo, con sus pies heridos, con su pecho exhausto, maldita de Dios y perseguida de los hombres; y la infeliz mujer, amedrentada, sola, sin sostén, sin ayuda, abandonó la aldea y prosiguió su marcha entre el polvo y el calor, volviendo de cuando en cuando los ojos para contemplar a su hijo enfermo, y clavándolos después, con expresión amarga y rencorosa, en el distante lugarejo, del que sólo podía distinguirse la torre de la iglesia destacando en el espacio su contorno gris.
* * *
El niño enfermo, incorporándose trabajosamente sobre la alforja que le servía de cama, extendió sus brazos en dirección de la joven, y dijo con voz débil:
—¡Madre!
La zíngara respondió al llamamiento, dirigiéndose precipitadamente al sitio que ocupaba el muchacho.
—¿Qué quieres, hijo mío?—murmuró, dejando al niño de pecho junto a su hermano dormido, y rodeando con sus brazos la garganta del enfermo.
—Agua—respondió éste.—Dame agua... tengo mucha sed...; ¡me quema aquí!
Y señalaba con un dedo su pecho tembloroso y desnudo.
—¡Agua!—gritó la madre con espanto.—¡Agua!... ¿Dónde encontrarla, hijo?
—¡Agua!—repuso el niño.—¡Me muero de sed!...
Y entreabría sus labios abrasados por la fiebre, y miraba a su madre con miradas tan suplicantes, tan llenas de amargura, que ésta se puso pálida y rompió en sollozos.
Era su hijo, la carne de su carne, el que reclamaba un socorro del que dependía acaso su existencia; y ella, su madre, no podía prestárselo; en vano registró con ansia en el interior del cantaruelo; estaba vacío, no quedaba ni una gota de agua en su fondo; la mujer miró al cielo, en el cielo no había una nube; registró después el camino solitario, los campos de trigo, las planicies, las praderas, el horizonte entero; en fin, ¡nada!, no encontró nada. Aquella tierra sedienta parecía decir a la zíngara, mostrándole sus fauces contraídas y secas: «¿Agua para tu hijo?... Aquí no hay agua para nadie. ¡Que se muera de sed como yo!» Y la zíngara, abrazando el cuerpo del muchacho, repetía con gesto de fiera y ademán de loca:
—¡No hay nada! ¡no puedo darte nada! ¿Dónde voy a encontrar ahora agua, hijo mío?...
¡Pobre mujer!... Allí no brotaba más que un manantial: el de su llanto.
De pronto la zíngara sonrió, con una sonrisa de esperanza; a cuatro pasos del grupo alzábase la caseta de un peón caminero; su puerta cerrada, como sus ventanas, predecía la ausencia del dueño; pero acaso estaría dentro alguien que pudiera atender sus súplicas, y la joven golpeó nerviosamente aquella puerta inmóvil. Sus afanes fueron inútiles; nadie vino en su auxilio tampoco.
Rendida de llamar, sin saber lo que hacía, dió vuelta a los muros, y cuando llegaba a la espalda de la casa, vió con placer y con asombro, recostada contra la tapia y protegida por la sombra de ésta, una cazuela llena de agua. La mujer miró esto; pero no pudo mirar—a tal extremo la cegaban la sorpresa y el júbilo—que al mismo tiempo que ella, y movido por iguales deseos, se dirigía hacia el cacharro un mastín enorme, con el pelo erizado, la boca abierta, la baba colgando y los ojos codiciosos y brillantes.
Al distinguir a la mujer, el perro lanzó un gruñido; la zíngara levantó la cabeza, y comprendiendo las intenciones del animal, apresuró el paso; uno y otra llegaron a la vez al lado del cacharro, y se detuvieron un instante para contemplarle en ademán de desafío; la mujer extendió el brazo, y su enemigo, al advertir el movimiento, acortó distancia y se puso delante de la cazuela con las pupilas encendidas y enseñando los dientes.
No pensaba en huir; hallábase dispuesto a defender aquel cacharro lleno de agua.
—¡Ah, tú también!—gritó la zíngara contemplando a su adversario con rabia.—¡Pues no lo tendrás!
Y descargó un vigoroso puñetazo sobre el hocico del mastín.
Este dió un salto, apoyó sobre el pecho de la joven sus patas delanteras, la obligó a caer al suelo e hizo presa en su hombro. La zíngara lanzó un grito de dolor y de furia; y, sin acobardarse, frenética, desesperada, cogiendo con ambas manos la garganta de su enemigo, apretó con rabia, con ira, con frenesí, con heroico y brutal arranque, mientras el perro le desgarraba el hombro con sus afilados colmillos.
La lucha siguió breves instantes empeñada, silenciosa, terrible; los dos combatientes se revolcaban por el suelo, dispuestos a vencer, y procurando conseguirlo, para lo cual clavaba el perro sus colmillos en los hombros de la mujer, y clavaba ésta sus dedos en la musculosa garganta del mastín...
De pronto el perro exhaló un quejido doloroso, abrió la boca, y cayó de espaldas. Los dedos de la zíngara lo habían ahogado.
Esta se alzó del suelo jadeante, pálida; su corpiño, roto en jirones, dejaba al descubierto su pecho y sus hombros, en los que aparecían tres heridas anchas y profundas; por los labios de aquellas heridas brotaban tres hilos de sangre.
Pero la zíngara no hizo caso; dió con el pie al cadáver de su enemigo; cogió la cazuela, objeto de la lucha; corrió en busca de su hijo, y sin cuidarse ni acordarse siquiera de sus heridas, ni de sus sufrimientos, ni de la sangre que corría por sus hombros, abrillantada por los rayos del sol, acercó el cacharro a los labios del enfermo y le dijo con sonrisa alegre y voz cariñosa:
—Aquí tienes agua, ¡bebe, hijo mío! |