Nineta había ido al bosque para cortar flores con el propósito de regalarlas a su madre que se encontraba enferma. Tan preocupada y triste estaba la niña que se extravió y, al intentar el regreso, con un gran mazo de flores, se apercibió que había perdido la senda que debía conducirla a su casita color ámbar, con sus techos de teja, que se divisa allá en lo alto de la loma. Por más que se propone, no consigue dar con el camino.
Oprimido su corazoncito por profunda pena, Nineta comenzó a suspirar y a llorar. Desalentada, pensando siempre en su madre enferma, se dejó caer sobre la hierba. Pensaba la niña que en su casa debían estar inquietos por su tardanza, pensaba en que antes que las primeras tinieblas de la noche cercana obscurecieran el bosque, ella debía hallarse entre los suyos, junto a su madre que sufre.
Prisca, espíritu de la alegría que se ha refugiado en aquella floresta, no puede soportar las lágrimas y sollozos de la niña y, con voz dulce, la invita al olvido y le pide que vuelva a sonreír, que el dolor no pertenece a la infancia. Pero Nineta no la escuchó. Ella no podía olvidar a su madre adolorida, y en lugar de sonreír, de calmar su llanto, se desesperaba. —¡Madre mía! ¡Madre mía! — clamaba a gran voz la niña, como si en aquel llamado hubiera de encontrar la única fuerza que podría calmarla y protegerla. Al terminar la invocación de aquel nombre amado, la niña se puso do pie y, al ir a recoger las flores que había dejado en el suelo, vio a un ángel que traía en las manos un haz de flores blancas y raras, de un extraño y delicioso perfume.—Toma, niña,—le dijo, al mismo tiempo que dejaba caer sobre ella algunas de las flores que llevaba.—Te traigo las flores de la alegría y con ellas el presagio de un día feliz. Cuando retornes a tu casa, hallarás mejor a tu mamá. Yo te guiaré en el camino a seguir, y dentro de media hora podrás ofrecer a tu madre las flores con que la obsequias todos los años en la víspera de Navidad.
Nineta nada respondió y siguió al ángel sin atreverse siquiera a mirarlo, tal era el respeto que le infundía.
Llegó a su casa, después de separarse del ángel a la entrada del bosque, en momentos que su padre, lleno de temor por su tardanza, se aprestaba a ir en su busca.
Al verla regresar sana y salva con aquella ofrenda florida, después de besarla cariñosamente, le dijo:—Nena mía, no podrás ver a mamá en este momento porque duerme con un sueño tranquilo y reparador. Ahora, come, acuéstate en seguida y luego, a media noche, cuando las campanas de todo el nmndo anuncien el arribo largamente esperado, yo iré a buscarte. El Gran Niño habrá nacido, y entonces tú podrás ofrecer a tu mamá tus besos y tus flores.
La niña hizo cuanto su padre le indicaba; pero antes de acostarse, colocó en uno de sus zapatitos la consabida carta de Navidad, escrita en estos términos: «Niño Jesús, traéme de regalo, una muñeca grande, muy grande». Te adora y te bendice; — Nineta»
En balde fue su intento de que los ojitos no se le cerraran a fin de aguardar despierta la llegada del Niño Dios con la muñeca. Rendida por el cansancio y por las emociones experimentadas durante el día, Nineta se durmió sosegada y dulcemente. Mas antes de medianoche, el ir y venir de las gentes que pasaban cerca de su ventana, en dirección a la iglesia, la despertó. Inmediatamente vino a su memoria el recuerdo de su madre enferma y, en la creencia de que su padre, respetando su sueño, no la llevaría cerca de ella, saltó de la cama y sin vestirse siquiera, se dirigió apresuradamente hacia la habitación de aquélla. ¡Cuál no sería su sorpresa cuando vio al entrar una linda cunita con cortinados rosa cubiertos de tul! Se acercó a ella despacio, muy despacio, y mayor fue aún su asombro al ver que dormía en ella una preciosa muñeca cuya carita no era de cera, sino de carne y hueso como ella. ¡Era el regalo de Navidad que el Niño Jesús hacía a Nineta en aquella venturosa Nochebuena!
Adelia Di Carlo.
Caras y caretas (Buenos Aires). 22-12-1917, n.º 1.003 |