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Manuel Díaz Rodríguez

"Azul pálido"

Biografía de Manuel Díaz Rodríguez en Wikipedia

 
 
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 
Azul pálido
 

Es cierto que en el primer instante, cuando me fue confirmada la noticia y tuve que rendirme a la evidencia de los hechos, protesté a gritos, lloré y maldije. El desengaño me hirió en la sombra, traidoramente y con demasiada brusquedad, para no desesperarme, como, en efecto, me desesperé, hasta volverme loco. Pero esa locura mia sólo duró una noche. Después, vinieron días melancólicos y pálidos. Nube de tristeza envolvió durante esos días mi alma, y de la misma nube de tristeza bajó el rocio del consuelo. Dolor y melancolías cristalizáronse, a la postre, en un pensamiento consolador y generoso. Muy pronto volvió la sonrisa a mis labios, y volví a ser bueno.

¿Por qué y contra quién me rebelaba? Rebelarse contra el destino es pura insensatez. ¿Tenía acaso el derecho de acusar a nadie? Figúrate que un ser bueno, cualquiera que él sea, se complazca en derramar en tu corazón, durante mucho tiempo, sin que hagas esfuerzo ninguno para ello, el tesoro de sus bondades, y que un día, de improviso, porque tal es su deseo, interrumpa su obra de caridad y amor y te deje entregado a ti mismo..., ¿tendrías derecho a reprocharle nada? Harías algo semejante a lo que hice: Altivo y noble, como eres, te refugiarías en la fortaleza de tu orgullo, guardando siempre, en lo íntimo de la conciencia, un caudal de gratitud para quien te colmó de beneficios.

Dirás que en todo eso no hay nada semejante a lo que me ha sucedido. Pónme atención y verás que, en el fondo, es una misma cosa. Se trata, sin duda, de un engaño, de una mentira manejada con habilidad suma, con arte maquiavélico, que es arte de mujeres; pero no puedes negarme que de engaños y mentiras resulta a veces algo muy bueno. Pues bien; a la mentira de esa mujer debo mucho, quizás todo lo que ahora valgo. Su mentira habría sido crimen repugnante si ella la hubiera prolongado con esa misma perfección que te choca, hasta más allá de la Vicaría. En sus manos estuvo hacerme la risa y la murmuración de la multitud, en sus manos estuvo el clavarme en la frente la corona del ridículo; pero ella, con tacto exquisito y maravilloso, supo detenerse en el instante necesario, en el límite justo, más allá del cual no iba a quedarle sino el recuerdo de haber sido honrada. Yo, por este solo hecho, le debo gratitud. Pero, además, su mentira fue salvadora. Sin ella, ¿qué habría sido de mí durante los tres últimos años? Arruinado, herido de la adversidad, casi completamente solo, víctima del desaliento, quién sabe en qué surco habría caído a morir, obscuro y miserable. Su mentira me alzó del polvo y me sostuvo, me comunicó energías, me llenó de esperanzas, dio un fin a mi existencia y me hizo trabajar con entusiasmo, con furia, hasta que rehice, como lo sabes muy bien, una posición que había perdido y una fortuna que había arrojado, en un delirio de prodigalidad, a los cuatro vientos. En más de una ocasión probé la amargura de los reveses; pero al fin y al cabo conocí también la alegría do la victoria. Mi triunfo lo debo a su mentira. ¡Y qué triunfo! No sólo he rehecho mi fortuna, sino que me he rehecho a mí mismo, física y moralmente. Y ahora, porque esa mujer no quiere seguir mintiendo y me ha causado, al revelarme el vacío de su amor, un momento de tortura, una noche de negra desesperación y algunos días tristes, ¿quieres que maldiga de ella? ¿Qué es todo el mal que me ha hecho, sino breve instante penoso, comparado con tres años de esperanzas y lucha, tres años de vida, en una palabra?

Maldecir de ella sería, por otra parte, maldecir de mí mismo, o de lo mejor de mi mismo, del pedacito de alma, todo fragancia y virtud, en donde guardo como en un relicario precioso mis primeros ensueños de amor y el perfume de los primeros besos.

La vida no es otra cosa que una serie de ilusiones, y la vida mejor es aquella en la cual las ilusiones se han conservado casi intactas. Por eso no quiero menoscabar esa última ilusión mía, la más hermosa y más fecunda en bienes que he tenido. Si por tal menoscabo ha de padecer alguien, no seré yo quien padezca, sino ella, que fue la que asestó el golpe.

Creo que en todo lo acaecido no hay para mí ni la sombra de una injuria, pero si ésta existiera, estoy dispuesto a perdonarla. Largo tiempo he estado recibiendo beneficios, ricas prendas y dádivas de amor, y bien puede permitírseme que trate siquiera de pagar la deuda contraída con un poco de nobleza que me sobra.

Y bien puedo mostrarme magnánimo, pues de los personajes que figuraron en ese drama pequeño y sin ruido, soy el menos perdidoso, por más que parezcan desmentirme las apariencias. No te supongo tan cándido como para creer, así como creen muchos, que el hombre que me ha sustituído, según dicen, en el corazoncito voluble de mi antigua novia, es el que realmente gana. Él, a los ojos de casi todos, es el vencedor, yo el vencido. Sin embargo, yo, el vencido, compadezco a mi adversario afortunado. Y no es mi soberbia la que habla. Cada vez que me encuentre por las calles y me vea frente a frente, ese hombre sentirá en lo más hondo la bofetada de la humillación, y echará sangre su orgullo. Veloces y terribles, como centellas, lo traspasarán mil pensamientos amargos. Pensará que yo fui el primero; pensará que para mi fue toda la frescura del alma de la que es hoy prometida suya, cuando esa alma no era sino botón entreabierto. En cada una de sus delicias de amante caerá una gota de veneno. Cada vez que ella le vea o le sonría amorosamente, pensará que para mí tuvo sonrisas y miradas iguales, y cuando en el vergel bien cultivado del amor abran las rosas de los besos, por lo menos le sobrecogerá la duda de si fueron para mí los primeros besos que dio su boca de virgen. Y conocerá la peor de las torturas; rabiar de impotencia, considerando que con los poderes y todos los tesoros de la tierra, no alcanzaría a arrebatarme la frescura que robé a un alma, ni borrar de mi memoria y de mis labios la vaga huella de unos besos.. Poco ai poco, la sierpe de los celos irá en él creciendo y abrasándose el amor, hasta matarlo.

Como ves, nada tengo que envidiar al que, según las apariencias, me ha vencido. Ojalá disfrute de su triunfo. Con toda sinceridad te digo que en mi alma no germinan deseos malos de venganzas futuras. ¿A qué he de perturbar la existencia de nadie, si todavía soy bastante joven y puedo reconstruirme otra ilusión, tal vez más hermosa y perdurable, en cuyo palacio encantado viva feliz? Todavía soy bastante joven y puedo mantener corazón abierto a una nueva esperanza, a un ideal más puro.

Vas probablemente a decirme incorregible y loco, viéndome resuelto ya, todavía bajo el golpe de un desengaño reciente, a dejarme seducir y extraviar por un nuevo espejismo de amor. Me parece haberte dicho que hay mentiras, las cuales, en vez de sernos dañosas, hácennos mucho bien. Y es inútil que me aconsejes, como siempre lo haces, el no pensar en amoríos vanos, sino en ocuparme en cosas serias. ¿Crees que exista ocupación más seria que la de abreviar el espacio de hastío y de dolor que nos separa de la tumba? Pues la mejor manera de abreviar ese trayecto doloroso, es llenarlo de ilusiones y de amor.

¿Que el amor es mentira? No importa. En todo caso, es en la vida del hombre lo que es el azul en el cielo y en los mares; mentira, pero la más encantadora y bella de las mentiras.

 

Publicado en "Cervantes" (Madrid. 1916)

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