Allá, en el tranquilo café, en donde a ocasiones me place apurar lentamente un bock, olvidado en una mesa apartada, en un perezoso alejamiento, lo veo llegar, el amplio sombrero inclinado, la boca iluminada por una buena sonrisa, las pupilas encendidas al reflejo de una vejez sana y alegre, –la plácida vejez de que habla Lamartine,– sentarse, y apurar a pequeños sorbos una bebida de irisaciones ambarinas. El dueño del establecimiento, –rechoncho, bajo, cabeza trasquilada de clown,– lo recibe con una risotada: ¡Oh Italia! –Y él acentúa su sonrisa, inclina todavía más caballerescamente su chistera y deja vagar por su rostro una oleada de recuerdos.
¡Italia! Qué melancólicamente resuena en su oído el nombre de la patria lejana! Y se deja ir en una ráfaga de remembranzas: la vasta sala iluminada, el patio rebosante de alas negras y de encajes blancos, los palcos deslumbrantes de pedrería; en las alturas, la gran masa, el terrible burgués con sus cóleras estruendosas y sus vociferaciones iracundas; y por el pequeño agujero del telón se anotan nombres conocidos: El príncipe A… , el marqués L… , M… , el terrible crítico… y el golpe seco del director de orquesta dando la voz de alerta a sus batallones…
–Y chispean sus ojos como dos carbones encendidos a la evocación del cuadro.
Ahora se ve ante un público delirante que lo hace salir a la escena, lo aclama, loco, sugestionado.
Vuelve de nuevo a vivir aquella vida de éxtasis y de delirios a la que había consagrado todas sus energías, todas sus vitalidades, y que poco a poco lo fue desgastando, hundiendo. ¡Ah! es hermoso esto, es hermoso este sacrificio de todos los días, de todos los momentos para caer vencido, muerto en vida, y ver cómo se despiertan otras energías y se elevan otros ídolos y se desencadenan otros aplausos. Es hermoso, sí, porque a cada nueva ovación, a cada brillante éxito, el pasado rompe su lápida, rasga el velo de nieblas que lo encubre y se destaca luminosamente.
Boga la argentada barquilla sobre un mar de rosas y deja estela de carcajadas y de besos. Allá va la vencedora, la ilustre, al aire los flotantes estandartes como cabellera de una Venus del Tiziano; allá va la que lleva a su bordo a los poetas, a los dioses de la juventud, a los paladines del amor. Avanza cargada de idilios tiernos y de sutiles madrigales, hasta perderse en la curva del Océano, en crepúsculo rosado, de nítidas limpideces y espejismos tersos. Allá va la ilustre, allá va la vencedora.
Pero ¡ay! un día el héroe que tripula el menudo esquife, asoma su faz sobre la transparencia de las aguas y como Rip-Rip descubre que su dorada barba ya es de plata y que los verdes pámpanos no coronan ya sus sienes. Así, ¿todo ha concluido? Los gritos de victoria, las aclamaciones populares, las músicas marciales, las felicitaciones entusiastas… ¿Ya en la copa de los brindis no hay más que lágrimas?
El cielo está azul, la mañana serena, como el día que del puerto partiste, ¡oh navegante! El mismo buen sol manda su escuadrón de átomos cárdenos a través de los espacios, la ola teje su encaje de espumas, y a lo lejos la tierra, la anhelada tierra prometida, se esfuma en una indecisión soñadora. Eres el mismo, ¡oh mar! ¡oh sol! eres el mismo. Sólo tú has cambiado: tú llevas contigo otro. Placer del recuerdo, por ti vivimos, por ti somos. Y ahora ¿qué nos resta? La dulce sonrisa plácida del viejo maestro, el chambergo de medio lado, el olvidado café en el que apuramos escondidos nuestra bebida de irisaciones ambarinas.
¡Italia! El viejo maestro, el que en otros días paseó su gloria triunfal de ciudad en ciudad y de nación en nación, se refugia en el pequeño cementerio en el que duermen sus muertecitos el eterno sueño. Tal vez él deseaba ir a terminar allí la jornada, obscuramente, humildemente, como ahora va a ese café que no le dice nada de su existencia, de sus grandes alegrías. Todas las primaveras el suelo se cubría de flores, mientras él proseguía su loca carrera, delirante. Y se le representa aquel lugar del profundo olvido como una aspiración irrealizable como un imposible sueño.
Y el viejo maestro se sonríe con su bondad sana, en el fondo de aquel café olvidado, solo, mientras su pensamiento se escapa lejos, muy lejos, en un abandono de la realidad, y el cantinero le lanza su burlesca frase de inconsciente sarcasmo: ¡Oh Italia! |