Aquí, al alcance de mi mano, semioculto por un montón de periódicos, revistas extranjeras, recortes, apuntes y cuartillas a medio llenar, yace el libro nuevo, todavía sin abrir, intacto, tal como lo arroje una noche, con la intención firme, alegre, de encararme con él al otro día. Y ya han pasado muchos, y el querido huésped permanece aún en el abandono del espíritu, en silencioso reproche, lastimado con mi indiferencia, triste con mi olvido. Son estrofas de un poeta amado, muchos pedazos de vida concentrados en algunas páginas, fragmentos de dolores y rayos de esperanzas, unidos por el hilo invisible de una inspiración robusta y comprehensiva. En la alta noche, cuando todo calla, parece como que de aquel volumen se eleva un himno sonoro y vibrante, una harmonía de colores, una irradiación de notas: es el sollozo que surge de una pálida tumba abandonada.
Aquel libro tiene para mí todas las alegrías y todos los tormentos de un paraíso siempre lejos, cuando más cercano: son mías esas horas de felicidad, que nunca, tal vez, podré vivir; ahí están, en mi poder: me basta extender la mano, romper con el puñal de marfil las frágiles alitas que ocultan su secreto… ¡Cuántas veces he dicho: esta noche! Y he esperado la ausencia de la luz, con el ansia curiosa de una cita de amor. Y luego, ronda negra de espectros que se interpone, letales hastíos, cansancios infinitos, desalientos invencibles, haciéndome presa, afianzándose en mi espíritu, precipitándome quién sabe en cuáles dantescas simas, muy profundas, muy sombrías, en las que rodaba de tumbo en tumbo, como águila herida por un rayo de sol. Buen amigo, fiel y silencioso, ¡cuántas veces he faltado a tu cita! Mientras tú, centinela de mis largas veladas de lucha, has debido reírte interiormente, con carcajada irónica, al yerme revolotear alrededor de la Memoria de un Estado o rebuscar períodos de incisiva elocuencia con que dar relieve a un suelto de gacetilla. ¡Oh tú, mi buen amigo! Hoy no puedo acercar a mis labios la copa que me brindas, en que has disuelto perlas y flores; no es la hora del banquete: espera, espera un día aún, en tu quietud triste y silenciosa, mi fiel, mi doloroso olvidado a quien no olvido.
Cada vez que la prensa diaria, en su cliché obligado, me anuncia que algún poeta naciente ha ido a anidar bajo el alero de una hoja política, llevo mi recuerdo a aquel libro, a aquel libro nuevo que ha envejecido al alcance de mi mano, semioculto por un montón de periódicos, revistas extranjeras, apuntes y cuartillas a medio llenar, y que yace todavía sin abrir, intacto, tal como lo arrojé, una noche, con la intención alegre de encararme con él al otro día. Yo iría al encuentro de este nuevo hermano, me abrazaría a sus rodillas y le diría: Tú tienes fe, tu espíritu está inundado de luz, tu corazón está hecho para amar, y de un golpe, de un solo cruel golpe vas a arrojar tus fuerzas, tus energías, tus ideales, tus noches de claro de luna, tus rosadas auroras, tus horizontes de cielo azul, tus serenatas, a este monstruo que todo lo devora, que nunca está ahíto, que desgasta actividades y que tritura cerebros en su rodar eterno y en su eterno arrollamiento. Pero el joven poeta me contestaría: ¿Y qué Ya sé que hay algo bello en este mundo: amar; pero sé también que hay algo indispensable: vivir. Amar es hermoso: vivir es necesario. Es triste que la estatua se convierta en muñeco de barro y la luz en sombra; pero hay un hombre que se llama el sastre; hay un hombre que se llama el fondista; hay algo más que todo esto: hay una casita allá, en un suburbio, en donde esperan unas cabecitas rubias…
–¡Olvida, poeta, tus horizontes de cielo azul y tus noches de claro de luna! Y tú, mi bueno, mi silencioso amigo, que yaces entre recortes y cuartillas, no rías interiormente con tu irónica carcajada, al verme revolotear alrededor de la Memoria de un Estado o rebuscar períodos de incisiva elocuencia con que dar relieve a un suelto de gacetilla. ¡Oh tú, mi buen amigo! hoy no puedo acercar a mis labios la copa que me brindas, en que has disuelto flores y perlas; no es la hora del banquete; espera, espera un día aún, en tu quietud triste y silenciosa, mi fiel, mi doloroso olvidado a quien no olvido… |