Desprendióse aquel fragmento de la enorme masa del Sol, y rodó por lo Infinito hasta quedar prendido en la zona de la atracción, hacia el foco luminoso. Se movió pesadamente sobre sí mismo, y, dando sus primeros traspiés por el espacio, comenzó su interminable carrera a través del tiempo. Pasaron muchos millares de siglos; las nubes lloraron largamente sobre el nuevo peregrino; vapor de gases lo envolvió a modo de encaje sutil; el agua y el fuego riñeron horrible combate, y al disiparse las brumas que rodeaban aquel globo, una ligera película obscurecía a trechos la materia ígnea.
Es la India; el río sagrado, semejante a un reptil gigantesco, revuelve sus plateadas escamas, en las que se reflejan los picachos del Himalaya, por entre las sinuosidades del valle. Vapor de fuego se eleva en las charcas; en los aires, el ave de rapiña grazna ferozmente al descubrir su presa; la serpiente se arrastra en ondulaciones vagas.
Cada sombra es la muerte; el claro en el bosque es el peligro; el árbol envenena: el pantano asfixia; la roca, desnuda y hosca, destaca sus líneas entre un semillero de flores; el viento arrastra polen y abrasa cuanto toca.
Un puñado de nubes, monstruo de fantasmas, roza levemente la superficie de la tierra: el rayo se condensa en sus entrañas, y grietas enormes se abren al beso de aquel negro gigante, que al impulso del viento ora entreteje guirnaldas, ya se revuelca y gira, o bien tiende caprichoso manto para deshacerse y chocar en menudos pedazos.
La tribu se ha refugiado en el interior de las cavernas; maldice o reza: ¡quién sabe! Ha arrojado a la fiera de su guarida; ha reñido con ella combate a muerte, la ha despojado de su piel, que le ha servido para preparar su primer lecho.
Un día, el rayo comunicó su fuego a una selva: la tribu admiró el prodigio y desde entonces fue el primer dios. Más tarde, Budda Muni habría de iluminar aquellas conciencias. Pero aun el héroe no aparecía a libertar a los que sufren. Todo era informe. La tribu carecía de dios; los misterios no habían sido revelados, ni el carro del ídolo de Jagrenat aplastaba con sus pesadas ruedas a las víctimas que se arrojaban a su paso.
La tribu marchaba al azar; la tormenta la hacía refugiarse en las cavernas; el sol la lanzaba fuera de las profundidades de la tierra. Un día abandonaba el valle; otro descendía de la montaña para saquear a otra tribu y devorar sus frutas, esparcidas por la tierra.
La guerra entonces era a muerte; un cautivo habría sido un estómago más que alimentar, y el alimento era escaso en aquellos primeros días de la especie humana.
Allá, lejos, como un peligro de cuya proximidad nadie se da cuenta, pero del que sabe la existencia, habitaban unos hombres que hacían producir la tierra. Estos no hacían correrías: vivían en un pedazo de terreno, adheridos a él, surcándolo de líneas cabalísticas e inclinándose dos veces por año para recoger los granos y extraer las raíces.
La tribu había oído hablar vagamente de todo esto, en sus excursiones de merodeo. Pero la tribu no había encontrado a su paso a estos hombres.
Se contentaba con saber que existían. ¿Dónde? Tal vez detrás de aquellas montanas, desde cuyos vértices un rojizo crepúsculo descubrió una inmensa extensión de agua que parecía confundirse con el cielo y ser absorbida por él.
Sakya velaba el sueño de Varuni. Anochecía: el aire, tibio y transparente, perfumes embriagantes, el follaje cubriendo aquel grupo de idilio primitivo.
Varuni dormía: él, henchido de pasión de bestia, contemplaba con ojo feroz y tierno al mismo tiempo a su compañera de embriaguez salvaje. Varuni dormía y un embrión de respeto mantenía a Sakya inmóvil, atento, a su lado, bestia que reposa su hartazgo, y que se aproxima al hombre por gradaciones sucesivas.
Así pasaron horas; no muchas. La luna como una antorcha pálida, bordaba con su claridad taciturna aquel cuadro. De pronto, sordo rumor se eleva en medio de la calma de la noche; pisadas de fiera hollando el bosque, reptiles que se adelantan con precaución: Sakya aplica el oído a la tierra y escucha.
Se levanta: no, no son fieras. Su oído está acostumbrado a todos los rumores; desde el que produce el viento al acariciar los árboles hasta la garra del tigre al posarse en la roca, todos le son familiares. El peligro es inminente.
Son hombres.
No es la tribu; son hombres que Sakya desconoce. Un desconocido es un enemigo, lo que se ignora es hostil. Y Sakya hiere con su pie, brutalmente, a Varuni. De un salto está a su lado. Ahora escuchan los dos.
Hay que huir: escalar los primeros eslabones de la montaña, trepar por ella, asirse de cantil a cantil, deslizarse por un reborde que limita un abismo, y penetrar en lo profundo de alguna cueva, boca infernal que contrajo con sonrisa siniestra una conmoción volcánica. ¡Y se lanzan!
Una lluvia de piedras los envuelve en su fuga. Rebotan sobre sus carnes, se incrustan en ellas, las salpican de sangre, abren surcos; pero los fugitivos no se detienen. De pronto, Varuni vacila: su pecho se oprime, un punto rojizo aparece en sus labios, y cae pesadamente como cuerpo inerte. Sakya exhala un alarido; se inclina sobre ella, concentra sus fuerzas, la recoge, y una piedra choca contra su frente y pierde la conciencia de su ser, abandonando su presa al desprender sus brazos.
Cuando Sakya recobra la vida, el sol ha dorado ya la cima del Himalaya.
Un valle inmenso cruzado de líneas paralelas se extiende ante sus ojos. La tierra, removida, surcada, ofrece un espectáculo nuevo.
Un extraño aparato llama su atención: es una tienda fabricada con pieles, una caverna también, pero robada a las bestias feroces.
Un grupo de hombres se alza a la entrada de aquel nuevo hogar humano.
Sakya quiere entrar, pero aquellos hombres le detienen. Su instinto le dice que allí está Varuni, como su instinto le dice que ha caído en poder de los hombres que trabajan la tierra.
****
El sacrificio de su vida no es nada, mil veces su tribu ha reñido con la tribu que ha encontrado a su paso, y siempre la lucha ha sido a muerte.
¿Para qué sirve el enemigo vencido?
Y Sakya se entrega fríamente en las manos de aquellos hombres.
¿Qué extraño suplicio van a emplear? Sakya no lo sabe, pero le es indiferente.
Ya le arrastran fuera de la tienda, lo llevan a los linderos del campo, y poniendo en sus manos un instrumento extraño, lo obligan, a golpes de látigo, a dejar impresa en la tierra una de aquellas líneas sin fin, inflexivas y severas.
Y aquel día, mientras Varuni era forzada por los primeros amos, Sakya, el primer esclavo, lloró amargamente en el risueño valle fecundado por las aguas del río sagrado. |