Carlos Díaz Dufóo en AlbaLearning

Carlos Díaz Dufóo

"La muerte del maestro"

Cuentos nerviosos

Biografía de Carlos Díaz Dufóo en AlbaLearning

 
 
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Música: Dutilleux - Sonata - 2. Lied
 
La muerte del "maestro"
 

Se exhibe actualmente, en uno de los escaparates de esta capital, un traje del Espartero, muerto en la Plaza de Madrid el mes de Mayo último.

Singular coincidencia: mientras el público madrileño recogía los últimos alientos del joven torero, un pintor español de mérito –Villegas– conquistaba en la Exposición de Viena la medalla de oro para su cuadro La muerte del «Maestro». Tengo a la vista una fotografía de este lienzo: una capilla; a la izquierda un retablo, cubierto de flores: al fondo, una verja de hierro, la barrera, y un jirón de cielo enrojecido por el sol: en el primer término, una camilla, y sobre la blanca almohada una cabeza lívida, correcta, de ojos profundos, dormidos, nariz firme y frente despejada: sobre esta faz ensombrecida por la profunda tiniebla de un noche eterna, el perfil sonrosado de la maja: mantilla blanca sobre la negra, lustrosa cabellera, la tez todavía animada por los lances de la corrida, en los labios una plegaria y en la mirada el siniestro brillo de hetaira romana que alienta al gladiador: en pie, el sacerdote murmura las preces de los agonizantes; y en segundo término, en, torno de este grupo, la cuadrilla toda –chulillos de capa recamada de oro, picadores de calzón amarillo, mozos con su blusilla roja– inmóvil, aterrada, sombría, las monterillas en las manos unos, otros alzando, al entrar, los anchos sombreros de sanguíneo pompón, en la mano de un banderillero el rehilete arrancado del morrillo del animal, contempla el último triste parpadeo de un alma que se va, mientras allá, a lo lejos, se adivina, se siente, el colérico vocerío de un público ebrio de tragedia, que pide más sangre. Tal es La muerte del Maestro».

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El matador se ha ceñido la fajilla de seda, enroscada como una serpiente alrededor de su cintura, ha asomado su silueta arrogante y flexible a un espejo, la ha sonreído, ha besado los cabellos de su amante y espera, fumando un cigarrillo, la llegada de los suyos.

Ya está aquí el reluciente landau, se detiene a la puerta de la casa; él ha abrazado por última vez –¡ay! tal ve por última– a la pálida gitanilla, que ahoga un sollozo en su garganta, se acerca a la camita de palo de rosa, alza las cortinillas de gasa y deposita un beso, –un suspiro o una lágrima,– en la morena cabecita rizada que duerme su sueño de ángel, mientras el padre se apresta a aplacar con su sangre a la muchedumbre que invade ya la plaza, que grita, que gesticula, que se embravece y blasfema. Y arriba, el sol despide flechazos de luz y sacude su clámide de oro de montaña a montaña.

¿Qué triste esta misa de la capilla de la plaza! El sacerdote eleva la Santa Forma, en tanto que la multitud vocifera y la banda esparce las armonías de un pasodoble: chispean los trajes de aquellos hombres y se irisan; culebrean los matices y la luz se descompone, salta, brinca, corretea locamente sobre músculos de acero y torsos atléticos. Ya las frentes se elevan, ya las rodillas se alzan, ya las vibradoras notas del clarín pregonan la lucha, ya el entusiasmo se desborda, ya la sangre corre!…

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Y después… la camilla que soporta una cabeza lívida, la maja de mantilla blanca y cabellos negros, el sacerdote que reza su última plegaria, la cuadrilla sombría y aterrada, un retazo de cielo alumbrado por un brochazo de sol, y allá lejos, el vocerío de la muchedumbre que pide más sangre.

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Y en tanto la cabecita de rizos negros duerme en la cama de palo de rosa su sueño de ángel y sonríe dulcemente a alguna vaga visión que ha venido a depositar en su frente un beso, un suspiro o una lágrima.

 

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