Y la veía, la veía siempre, allá, en el fondo de la vaga onda de incienso, la roja cabellera esparcida, los labios carnosos, húmedos de besos, las pupilas lucientes, interponiéndose entre su trémula plegaria y la lívida faz del Cristo, que oscilaba entre las flámulas de los cirios. Y el mísero cerraba los ojos, se dejaba ir en aquella corriente perfumada de flores frescas que rebosaban los vasos, en aquel adormecimiento vaporoso, mientras el órgano desplegaba sus alas sonoras, su himno amenazante como la voz de una tormenta lejana. ¡Ah! ¡Aquella visión! ¡Aquella visión impía! Llegaba a sus oídos la oleada susurrante de los rezos, el ronquido atenuado de la multitud que llenaba el templo y que lo arrullaba un momento como un rumor de palmas en un bosque tropical. Y la vibradora campanilla hacía inclinar las cabezas, como una hoz que tronchara un campo de trigos, y el susurro se iba extinguiendo, hasta perderse en los sigilosos ecos de las bóvedas silenciosas. Entreabría entonces los párpados y la mirada se le perdía en irisaciones de luz, en blancas ráfagas, en matices movedizos. La pedrería de su túnica resplandecía como un sol, y en sus manos diáfanas la Hostia se alzaba con transparencias de rayo de luna. Y entre ella y Él, se alzaba siempre la provocativa cabeza de roja cabellera y de boca carnosa; la visión aterradora, la de sus eternas noches de insomnio, la de los besos apasionados y pupilas lucientes… Y su memoria huía de sus labios, en donde la oración se posaba como un ave; viajaba soñadora, errante, mientras el Cristo de faz lívida contemplaba desde lo alto el naufragio de aquella alma.
Era Abril; en los campos, el soplo de la primavera había hecho estallar los gérmenes y circular sangre joven por los añosos troncos: era Abril. En las ventanas, las enredaderas tejían sus marcos de verdura, y las ráfagas arrastraban caricias de vírgenes ideales. Allá, en la blanca casita sonrosada por los primeros rayos del sol, esperaba impaciente la amada cabeza de rojizos destellos, la loca pasión selvática de aquel espíritu, la desposada de sus primeros ensueños… Y después, la traición, el abandono, las eternas noches, el hundimiento de la vida, el ansia de soledad y el misticismo envolviéndolo con sus negros crespones. Después… después…
Aquella otra mañana de otro Abril triunfante: la campana haciendo oír su lento tañido, la multitud invadiendo el templo, la oleada de los rezos, y el joven oficiante con los ojos extraviados y los labios mudos a la plegaria, elevando la Hostia entre sus manos diáfanas, en tanto que allá, en el fondo de la vaga onda de incienso, se alzaba la provocativa visión, la impía, la maldita, poniendo en sus labios la tentación de un beso largo y apasionado, en un segundo de indefinible deleite nunca gozado… Y el órgano desplegaba sus alas sonoras, su himno amenazante, como la voz de una tormenta lejana.
AMOR, CURA, TENTACION
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