A Adrián Castillo
...Y soñé...soñé... — La noche; arriba, el ojo sangriento de Orión, como un inmenso carbunclo, arrojando al infinito sus reflejos cárdenos, sus cintilaciones de púrpura. — En la llanura, extensa y silenciosa, montones de cuerpos, hondas bocazas abiertas, cadáveres destrozados, vueltos al cielo los rostros lívidos; y charcos de escarlata, lagos de sangre, rojos uniformes, aquí y allá, como gigantescas amapolas. En el fondo, el esqueleto de un viejo castillo, agrietado, cubierto de úlceras, proyectando su angulosa silueta en la planicie. — El parpadeo de una hoguera, el fogonazo de un fusil rezagado.
Y me acerqué sigilosamente. — De los huecos del torvo edificio, un reflejo de áscua, un rayo bermejo, como la pupila de un centauro, ponía una chispa de incendio en la masa de piedra.— Y en los fosos, cadáveres, siempre cadáveres, con las entrañas abiertas, las sardónicas testas cercenadas, en una mueca burlesca.
De lo alto de la ventana iluminada, pendiendiente una escala de seda, retorciéndose, como un reptil de fuego, a merced del aliento envenenado de las charcas.— Y me izé, me izé, trabajosamente, mientras allá, a flor de tierra, una luna enorme, semejante a una hostia de sangre, se carcajeaba, reía, con risa infernal, hasta sofocarse, con tosca alegría de beodo.
Me izé, me izé. Mis arterias latían, las sienes me golpeaban, aspiraba como niebla de hornaza. Hice un supremo esfuerzo y llegué al alféizar; la luz centellaba detrás de un viejo cortinaje de damasco. — Abajo, la luna se asomaba a las corrientes carmíneas, se bañaba en las ondas sanguinolentas, y el ojo de Orión aguzaba siempre, sobre mi cabeza, su saeta vibradora ds resplandores. — Aparté las cortinas y penetré en la estancia.
Grandes tapicerías rojizas, un lecbo antiguo, y sobre el lecho, una mujer: oleadas de cabellos rubios, labios entreabiertos, ardorosos, en los que palpitaba el beso, mirada lasciva, en el seno una camelia, y el bello busto incitante envuelto en ondas de luz roja, esparcida de un globo que un sarcástico Mefisto elevaba entre bus garras. Y allí, en una mesilla cubierta de tafilete, ventrudas botellas a medio vaciar, copas en las que el licor se irizaba, hervía en burbujas cárdenas.
Me adelanté, y aquella mujer me tendió sus brazos, y su boca, fragua de amor, aspiró con deleite la llama de mis labios. Y en medio de aquella caricia devorante, que me sofocaba, el sardónico Mefisto lanzó al espacio su globo, que se rompió en átomos de luz, cayó en rocío de granates, como una lluvia de lágrimas de fuego, y el cielo se trocó en un lienzo de púrpura por el que las estrellas se deslizaban como luciérnaga de oro...
Al amanecer, me encontraron debajo de una mesa, envuelto en una capa de pétalos de rosas, deshojadas la noche del festín.
Revista azul. México 7 de junio de 1896. Num. 6 |