El mar: arriba, en lo profundo de un cielo plomizo, el sol arroja bocanadas de luz, asoma su faz rojiza de ebrio en el espejo de una inmensidad que se esfuma en la línea indecisa del horizonte. Las olas arrastran plantas marinas, que semejan cabelleras flotantes de cadáveres sumergidos en las aguas.
El barco marcha pesadamente; parece presa de la somnolencia en que yace el Océano; el chirrido de la hélice gime quién sabe cual extraña canción de dolor infinito; es un quejido lúgubre y taciturno que recuerda el lamento de un hombre que agoniza en la cama de un hospital. La máquina resopla con fuerza, como un gigante aplastado por un peso enorme.
En la proa, un cuadro heterogéneo: marineros semidesnudos, de espaldas relucientes y torsos lustrosos; perros errabundos que husmean escudillas; vacas, de ojos entornados, gallinas, carneros, mucho ir y venir; abigarramiento de colores; gritos e imprecaciones, cantos y blasfemias.
En el entrepuente, el capitán soporta con indiferencia los rayos del sol y el reflejo de las aguas; pequeño, nervioso, mirada penetrante, hecha para sondear el infinito.
El barco camina sobre un lago de fuego; culebrea la luz sobre la extensión de las aguas y cada ola que avanza tiene la apariencia de un chorro de sangre. El aire sopla en ráfagas asfixiantes, aliento de hornaza que azota el negro vapor de la chimenea y en él se funde con delicia.
Los gritos, las canciones, los juramentos van extinguiéndose: un sopor de siesta se ha apoderado del buque; diríase que siente pereza de andar; vacila como un beodo, da un traspiés, vuelve a enderezarse, se reclina sobre el agua, como deseoso de buscar en ella frescura.
De pronto, una detonación, un alarido, una columna cárdena de humo, algo como un sacudimiento nervioso en el organismo de un titán…
Un salto prodigioso… un segundo de vacilación en la carrera sofocada del monstruo, algo así como un aleteo de un águila herida en mitad de su vuelo… Y gritos, y gemidos, y oraciones, y blasfemias, esta vez lanzadas en el paroxismo de una desesperación impotente y colérica.
El hombre del entrepuente se ha precipitado: salva escaleras angostas colgadas sobre el abismo, pasadizos obscuros, pretiles estrechos, y desciende, desciende siempre, como debió descender el ángel de la soberbia herido por la ira de Jeovah. Una bocaza enorme se abre a sus pies: un soplo de infierno se eleva del hueco. El hombre se detiene, y mira a través de las tinieblas: el espectáculo es siniestro.
En el fondo, en medio de un hacinamiento de objetos informes, hay una cosa que gime y se estremece: es un cuerpo humano convertido en una masa palpitante: aquello no tiene ojos, ni cabellos; los brazos y las piernas han sido arrancados, y el tronco, cubierto de llagas y de úlceras, se sacude convulsivamente. Sobre este montón de sangre y carne se inclinan dos o tres cabezas humanas.
El hombre del entrepuente se arroja en la negra boca; ya es una figura más en el grupo. Y, rápidamente, se da cuenta de la situación: es el flux de una caldera que ha hecho explosión, hiriendo a un maquinista.
Se inclina a su vez, y sus ojos tropiezan en la obscuridad con la mirada de otro hombre que está arrodillado: es el médico. Permanecen un momento así, las pupilas penetrándose de luz; después, el hombre que está arrodillado se levanta, y con voz tenue, a dos pasos de la masa que se sigue retorciendo, se entabla un breve diálogo, de rápidas palabras:
–Está perdido.
–¿Durará?…
–Seis horas, a lo sumo.
–¿Así?
–Así.
Nada más. Luego, el hombre del entrepuente, frío, sereno, toma de su cintura un revólver, lo amartilla con lentitud, se inclina de nuevo hacia el moribundo, y aplica la fría boca del arma en el lugar del corazón…
Pasan unos segundos… la sombra de una duda hinca su garra en el corazón de aquel hombre… Se incorpora lentamente, desamartilla el arma y la vuelve a colocar en su cintura.
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Seis horas después moría el herido. Y el capitán, en el entrepuente, sondeando el infinito, en un crepúsculo de rosa y oro, preguntaba a su conciencia si la maldad y la piedad pueden llegar a confundirse alguna vez en la vida. |