Sí, mi buena amiga, no me seducen esas esculturas de carne, espíritus tranquilos que tienen la limpidez de los arroyuelos, almas que están siempre en oración, que viven una existencia de éxtasis, de arrobamiento místico, de ensueño vagoroso y tibio. Son flores de invernadero, organismos débiles que no conocen la dicha contenida en estos repentinos incendios de rebeldía que estallan en los temperamentos fortificados por la lucha y para luchar creados. La dulce serenidad de la vida, la que se arrastra pesadamente y huye del ruido y se recata, acaba por parecer fatigosa. Se duerme agradablemente a. la sombra de una añosa encina cuyas ramas se columpian como incensarios; pero es hermoso también ver cómo el azul del cielo se resquebraja y figura en el obscuro de lo infinito, como espada flamígera, el relámpago, y el rayo agrieta la extensa bóveda. De estos bruscos cambios de luz, de estos rápidos saltos, se- forma la felicidad, que es un contraste… Qué castigo cruel, qué dura pena la de contemplar una naturaleza uniforme y presenciar el mismo panorama!
La tarde cae: en el viejo bosque los ruidos se van apagando, como envueltos por una ligera gasa, como opacados por un velo de niebla; las últimas aves, las rezagadas, trazan en el aire sus firmas cabalísticas, sus misteriosas leyendas; y allá, a lo lejos, blanquea el humo de la casa y punza la claridad rojiza del espacioso hogar, que guía al caminante. ¡Ah, el sabroso beso que estalla en vuestra boca y los flexibles brazos que ciñen vuestros cuellos! Os asomáis a las diáfanas pupilas como a un río que arrastra arena de oro; escucháis el latido de aquel corazón en donde vibra rítmicamente el amor; podéis en aquella frente espigar las ideas, sorprender los sueños. ¡Y luego, todo en su sitio! La poltrona donde la dejasteis, el taburete a los pies, el gato ronroneando plácidamente, el libro abierto en la misma página, el ramo de boj proyectando su fantástica sombra sobre el muró, la pipa a vuestro alcance.., todo lo mismo que aquella alma, todo catalogado, los afectos como los muebles, las sonrisas como los objetos. Podéis llevar vuestra cuenta: uno, dos, tres… nada falta. ¡Sí, algo falta! os falta una ráfaga de viento que apague la alegre llamarada, destroce la pipa, vuelva la página del libro, desprenda el ramo de boj y asuste al gato; os falta una mirada de reproche, un beso negado; falta un oasis doloroso en aquel desierto de la dicha.
Así, mi buena amiga, por ausencia de sensaciones, por no renovar el aire, mueren muchos amores. Un cansancio enorme se apodera de los espíritus, esa carencia de actividad los consume poco a poco, y un día se sienten poseídos el dolor inmenso de no sentir dolores. Somos crueles, somos injustos con la primera, eterna tragedia de nuestra alma; aquella primera mujer que nos engañó la que ha dejado sedimentos amargos en la copa de la esperanza, nos hizo sufrir mucho, pero nos hizo mucho bien. ¿A dónde os habéis ido, generosos impulsos, abnegaciones desbordantes, piedad suprema, heroico sacrificio? Buenas lágrimas que os caían sobre el corazón, sollozos ahogados en la almohada, noches de fiebre, ¿dónde estáis? ¡Qué lejos! ¡Qué lejos!… ¡Y todavía maldecimos aquel recuerdo!
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Amar sencillamente, plácidamente, es sano, es higiénico; se conserva el hígado, se adquieren hábitos recomendables, –el uso de las zapatillas dentro de casa, el gorro de dormir, la bata, –todo esto conserva la vida, no ocasiona desarreglos en las vías digestivas; pero ¿ésto es amor? ¡Oh desconsuelo! ¡Acomodar esta página humana a las funciones de un reloj de sobremesa! La manecilla señala invariablemente las horas, la campana hace oír su sonido estridente; se le da cuerda cada veinticuatro horas.., y asunto arreglado.
No, la buena casita perdida en el bosque, la que os brinda paz y fuego, la de los besos cronométricos, os oprime como una cárcel, os arrebata fuerzas, os desgasta, os aniquila. Un día, acabáis por estrangular al gato, hacer añicos la pipa, arrojar el libro a las llamas, tirar la poltrona por los aires y huir de los brazos flexibles que os ciñen el cuello.
Es hermoso escuchar la confesión ruborosa de la niña a quien amáis. Pero es mucho más hermoso todavía oír decir a la mujer que os ama: ¡Oh, te aborrezco! |