Clemenceau acaba de recoger en su reciente obra La melée sociale un hecho desolador, una dolorosa página de este cansado fin de siglo: el suicidio de un niño de doce años. La triste enfermedad ya mina las blancas conciencias, las almas diáfanas, ya no hay niños en esta etapa de la vida humana; la desesperanza enturbia los primeros sueños, y en la amada cunita las blondas cabezas se mecen en un deseo de escaparse de la vida, en un febril anhelo de huir muy lejos, al viaje sombrío, al irreparable, en una necesidad de reposo eterno. Nuestros niños son viejos, nacen al mundo con treinta años, en sus sonrisas hay rastros de lágrimas y en sus miradas húmedas punza un amargo desconsuelo. Les comunicamos por inexorable ley hereditaria el acerbo sufrimiento de una sensibilidad enfermiza. ¡Oh, bellas auroras de serenos horizontes y límpido azul de cielo! ¿Ya no iluminaréis más los nacientes ensueños de nuestros hijos?
Una inmensa fatiga ha aguzado nuestro sistema nervioso, lo ha apurado, y las impresiones, quintaesenciadas, repercuten en nuestro organismo con extraordinaria viveza. El golpe de rechazo hiere a los amados pequeñuelos, a quienes confinamos a torturas inexplicables, a conmociones extrañas. Hemos condenado a muerte a esos queridos seres, que llevan invisible cadena que los aprisiona. Cuando el Oswaldo de Los Aparecidos, de Ibsen, se siente deprimido, en toda la fuerza de su juventud, en toda la energía de las primeras luchas, acude a la ciencia que le dice: «Tienes algo vermoulu desde tu nacimiento». El virus ponzoñoso corre en la sangre fresca, bajo la suave epidermis, salta y bulle en oleadas negras. La vida, que derrocharnos con la insubstancialidad de un pródigo, va acortando la de estos niños abatidos y pálidos que se sienten profundamente tristes, en esta gran renovación de fuerzas que palpita en la naturaleza. Llevan consigo un legado que los martiriza, y un día, en que las rosas han comenzado a abrirse y los alientos de la primavera esparcen un soplo reparador y saludable, el ángel experimenta la nostalgia de las comarcas lejanas, y abandona su lecho tibio en donde os labios han ido a colgar su nido de besos.
¡Ah, blanca urnita cubierta de flores que atraviesas la ciudad en un vuelo rápido! Allá van nuestras pasadas orgías o nuestras hondas crisis. No hemos podido, no, ofrecer una vida sana a la nueva simiente; el grano brota del surco débil y sin fuerzas.
Pero los que quedan ¿tendrán las bellas risas, las francas, las que suenan como chorros de monedas de oro cayendo sobre ánfora de cristal? Que rían, Señor, que dejen correr la bulliciosa corriente de sus frescas carcajadas! Y quisiéramos arrancar tinieblas de sus almas y arrojarlas al antro de donde salieron. ¿Por qué no hemos sido menos felices para que ellas lo fuesen más? ¿Por qué no hemos gozado más de la existencia para que ellos sufrieran menos?
Y a cada nuevo amanecer sondeamos la infantil cabecita de ondas doradas para descubrir si estallan dentro de ella los gérmenes del mal que padecemos, si detrás de la tenue claridad que preludia al día se anuncian las violentas tormentas que nos conmueven. ¡Ah, si nos fuera dable desterrar la idea de aquel cerebro que vibra su ritmo de vida y a la que la curiosidad, –la gran pérfida, – se asoma por momentos! Inmovilizar aquella conciencia, suspender aquella emotividad en un sueño de hadas, en un sopor vago e indeciso, qué ideal imposible!
No te enfrentes jamás al problema, niño de los blondos cabellos, no te acerques a la esfinge que ha desgastado nuestras energías y debilitado nuestra fe. Y pensamos tenerlos todavía en nuestros brazos, arrullarlos en una caricia salvadora, conservarlos en esa etapa de somnolencia inconsciente que los aparta de la vida.
Pero el niño se pone triste, ya en sus pupilas se condensan las lágrimas y hay veleidades en su sonrisa; y entonces, ¡oh Dios! protestamos contra esa ley de dolor por la cual se perpetúa la especie, larva de humanidad arrojada a través de los tiempos.
¡Oh, mi niño, mi buen niño, no estés nunca triste! Que yo pueda saldar mi amarga cuenta con la vida, pero que no pase nunca a tus tranquilas noches, que el trágico fantasma no cruce en tu camino, que no turbe una arruga el sereno lago en que navegas. Cuando en la noche oigo un grito tuyo rasgando la tiniebla, siento acudir llanto a mis ojos, y me pregunto qué nuevo sacrificio, qué otra tortura será necesario que padezca para desvanecer la visión aterradora. Siniestra leyenda, eres cruel, eres implacable: los pecados de los padres pasarán a los hijos. Y tú, poeta, tenías razón: «Dar vida así, ¿no es un crimen?» ¿Somos todos culpables de ese gran delito de perpetuar la vida? Y ellos, los condenados de antemano, ¿no pudieran como el Segismundo de La vida es sueño, pedirnos cuenta de nuestro pecado?
Pero ya su respiración se calma, ya no oigo el ruido de hojas de rosa que produce su cuerpecito al agitarse bajo las sábanas, ya reina una inmensa quietud en su alcoba… El nuevo día lo sorprenderá riendo. Ríe, ríe todavía, mi buen ángel. Aun no vives, puesto que aun no sufres, puesto que aun no lloras. |