Carlos Díaz Dufóo en AlbaLearning

Carlos Díaz Dufóo

"Catalepsia"

Cuentos nerviosos

Biografía de Carlos Díaz Dufóo en AlbaLearning

 
 
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Música: Dutilleux - Sonata - 2. Lied
 
Catalepsia
 

Giró mi espíritu sobre sí mismo, aleteó un momento, y, como pájaro herido, cayó repentinamente. Caía, rodaba, en medio de la alta noche; me deslizaba en la sombra, con sensación de un inmenso vacío, con la conciencia de mi caída, una caída eterna… eterna… eterna…

Mi alma estaba triste, muy triste; quería llorar y no podía. ¡Ay! no tenía ojos. ¡Mis ojos! ¡Devolvedme mis ojos! ¿Sabéis lo que es querer llorar y no tener ojos?…

Caía, caía siempre. Pasó una estrella. Quise afianzarme. ¡Ay! no tenía brazos. ¡Mis brazos! ¿Sabéis lo que es tener voluntad y no tener brazos?…

Y caía… caía…

De pronto dieron las cinco en el reloj de la iglesia.

¡Una… dos… tres… cuatro… cinco!…

¡Y me sentí allí, rígido, inmóvil!

¡Era yo! Me sentía encerrado en aquella armadura de acero. ¡Mi cuerpo!

Había encontrado mi cuerpo.

El alma se acercó temblando y se posó sobre mis labios, fríos helados.

¡Qué fría es la muerte!

Y una plática sin palabras se entabló entre aquel cuerpo inanimado y aquella alma sola.

Ya no caía. Era el reposo, la nada, ¡La nada!… un tropel de tinieblas… un frío horrible, penetrando hasta la médula de los huesos… Y luego, el vacío, un profundo vacío dentro de aquel cuerpo; la sangre sin ritmos de vida en las arterias, el corazón insensible, como ave asfixiada, el pulmón sin su resoplido de fragua, y por encima de aquellos despojos, el alma flotando como una virgen que sobrenada en un naufragio.

Oía… soplo leve de voces humanas, fragmentos de palabras: «una noche en vela», «a las seis… », frases sueltas, risas, y también sollozos, allá lejos, muy lejos, a donde sólo alcanza el oído de los muertos.

Velaban mi cuerpo. Allí estaban, en diálogo insubstancial, al lado de mi espíritu. El chisporroteo de los cirios penetraba en mi cadáver, culebreando a lo largo de la espina dorsal.

Entonces, un deseo loco, una ansia desesperada me hizo presa: mi alma quería ver a mi cuerpo, contemplar por última vez a aquella envoltura, darle un adiós postrero, besar aquellos labios sin aliento, revolotear dulcemente sobre aquellos restos, asomarse a sus ojos como el suicida se asoma al fondo del abismo… ¡Era mío aquel cuerpo! Y una inmensa desesperación se apoderó de mi alma, una rabia insensata. ¡Llegué a la imprecación!… ¡Llegué a la blasfemia!… y los cirios seguían chisporroteando lúgubremente, mientras los hombres ahogaban su aburrimiento en el raudal de su incolora charla.

Amanecía: lo oí decir a uno de ellos. ¡Cosa extraña! La luz del día penetraba en mi alma con claridades resplandecientes; me sentía inundado de ella. No la veía; sentíala como debe sentir el ciego el nacimiento del sol. Salpicábame de motitas rojas que giraban como las chispas de un tren en movimiento. Ya formaban círculos concéntricos alrededor de un punto brillante; ya se balanceaban en guirnaldas; ora se arremolinaban como salpicaduras de espuma que arrojara un mar de fuego, bien se elevaban en columnas para caer desmenuzadas en rocío luminoso. Y aquel beso de luz, en aquella alborada tibia de primavera, vino a herir la frente inmóvil de mi cadáver.

Amanecía: se alzaban de la calle esos mil ruidos que toma la vida para palpitar dentro de todas las conciencias, para fundirse en todos los corazones, preludio del himno de la creación, ascendiendo lentamente hasta el cielo. Y mi alma, arrodillada al lado de mi cuerpo, subía también, se elevaba en el salmo santo que canta la vida; mi alma sentía la dicha, la inmensa dicha de vivir. Y aquellos hombres allí, espiando mi cuerpo con avideces de ave de rapiña, clavando las garras de sus risas ahogadas en mi carne de cementerio.

Luego… una agitación inesperada… Pasos que se aproximan, resonantes, tacones de beodo en la losa de un sepulcro… Gritos de dolor sublime, cuerpos que se desploman… el ruido de una tapa al caer sobre una caja… ¡Otra vez el frío, el horrible frío, que entra en mi médula!… ¡Y la sensación del vacío… de un vacío inmenso, prolongándose en la tiniebla!…

Daban las seis en el reloj de la iglesia. ¡Una… dos… tres… cuatro… cinco… seis!

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