I
Teodora había alcanzado esa edad en que el espíritu, presa de extrañas alucinaciones, busca en los espacios fulgores desconocidos y en las flores aromas especiales. Sus ojos, abrillantados y radiantes, reflejaban la curiosidad de un alma inquieta, nacida para ser contemplada de rodillas.
Llegó al altar cuando el primer albor de la adolescencia iluminaba apenas su semblante. Allí, en aquella alcoba en donde el ángel de la dicha coloca sigilosamente su dedo en los labios, había encontrado a un hombre frío y reservado, impregnado el espíritu de problemas trascendentales, de casos patológicos, de dudas científicas.
Había pasado de su clínica a la cámara nupcial bruscamente, sin transición alguna, y se encontraba en los brazos de aquella niña como en su cátedra, delante de sus discípulos, en los solemnes momentos de una operación quirúrgica.
Teodora lloró sus desengaños mucho tiempo. Después, la costumbre había alejado las sombras que se proyectaron en su espíritu y la asediaron durante algunos años.
Todas las mañanas veía alejarse a su marido, siempre silencioso, siempre pensativo, después de una noche de insomnio, consultando al reflejo del pálido reverbero que alumbraba tenuemente la cama de palo de rosa en que descansaba ella, las obras de los maestros, sin que sus ojos, posados en aquellas páginas, revelaran una sola idea mundana, un solo destello de vida.
Todos los días, al sonar la una de la tarde, el coche del doctor estremecía las vidrieras de la casa.
Momentos después, imprimía sus labios helados y descoloridos en la pensativa frente de la esposa.
Comían en silencio, y él penetraba en su gabinete de estudio para no salir hasta hora muy avanzada de la tarde, cuando ya el último rayo había dejado de dorar las cumbres de las montañas.
Teodora paseaba en el bosque su amarga melancolía, y cuando las tinieblas de la noche, confundiéndose con las de su alma, envolvían los caprichosos contornos de los árboles, el coche ganaba las calles de la población, y penetraba en aquel hogar sombrío y taciturno que no turbaba el menor ruido en su reposo.
Una noche Teodora no volvió.
A la mañana siguiente, en el salón de la señora… , corría de boca en boca la noticia de que la hermosa T… , esposa del célebre doctor M… , había abandonado el domicilio conyugal en compañía de un conocido Lovelace, cuyas seducciones mundanales habíanle hecho héroe de numerosas aventuras.
En la solitaria casa de la calle de… la vida no había cambiado.
Todas las tardes, a la una, el ruido de un coche estremecía las vidrieras del edificio, y el doctor, frío y silencioso, traspasaba el dintel de aquella puerta, que volvía a cerrarse al darle paso.
El transeúnte que a las altas horas de la noche cruzaba aquella apartada vía pública y fijaba su vista en el edificio podía vislumbrar un pálido rayo de luz que se desprendía de uno de los balcones.
Era el doctor que estudiaba.
II
Aquella noche el doctor había velado más que de costumbre.
Un círculo obscuro circundaba sus ojos, que parecían más cavernosos que nunca. En el fondo de aquellos huecos se adivinaban, mejor que se veían, dos pupilas fijas en un cielo plomizo de melancolía vaga y taciturna.
Salió. Leves gotas de una lluvia finísima caían en los charcos de las aceras, produciendo pequeñas ondulaciones que se borraban un momento para dibujarse de nuevo. Los coches salpicaban de lodo a los transeúntes.
Las pesadas ruedas de los carros se hundían en el fango con un chasquido glutinoso.
En el hospital, los alumnos esperaban al doctor, haciéndose mutuas confidencias de sus aventuras de callejuela. El aire húmedo de la mañana no se hacía sentir en aquella atmósfera impregnada de ácido fénico. Un paso lento y acompasado resonó en los corredores; los cuchicheos cesaron: era el doctor.
Cuando entró en la cátedra seguido de sus discípulos, la impasible fisonomía del médico se iluminó por un momento. Sus ojos brillaron como dos ascuas de fuego, su tez marchita se coloreó un instante, su frente se levantó orgullosa y firme, y con voz sonora y metálica comenzó su explicación:
–Señores…
Se trataba del envenenamiento por cianuro.
El doctor pretendía seguir las huellas de la intoxicación por el veneno, e investigar ciertos fenómenos que podían haberse escapado a la experiencia.
Un alumno interrumpió al profesor. Precisamente se había llevado la noche anterior al anfiteatro el cadáver de una mujer intoxicada por el cianuro, en una madriguera de la prostitución. El cuerpo esperaba la autopsia.
Animado por la fiebre de la ciencia, aquel hombre de hielo abandonó el sillón de la cátedra, y, seguido siempre de sus discípulos, penetró en la sala de disecciones.
Una plancha de mármol blanco, opacada por una leve capa grasosa, se alzaba en aquella habitación amplia, a la que daban luz dos anchas ventanas, por donde un rayo de sol, que había roto en aquel momento la obscura prisión de nubes que lo tenía envuelto, penetraba alegremente, yendo a herir un amarillento cráneo, abandonado en el rincón más apartado de la estancia.
El doctor había retirado de su bolsa de operaciones un bisturí flexible y delgado como la lengua de una víbora. Era otro hombre, su rostro resplandecía; un fulgor extraño iluminaba aquella frente obscurecida por los insomnios; su boca se plegaba por una sonrisa de amor propio satisfecho; su nariz aspiraba con deleite aquel aire cargado de emanaciones de sangre humana.
Trajeron el cadáver.
Era el de una mujer joven y hermosa; sus formas habían sido holladas por el placer sin que perdieran el primitivo encanto de sus líneas. El vicio hizo rodar aquel montón de carne blanca y tersa, de suaves contornos y virginales redondeces.
El doctor se acercó y una palidez mortal cubrió su semblante.
Aquel cadáver era el de Teodora.
Vaciló un momento…
La misma extraña claridad que alumbraba un poco antes sus facciones, marchitas y fatigadas, apareció de nuevo en su rostro.
Se acercó a la plancha, y, buscando en el cuerpo un espacio determinado, hizo la primera incisión con el bisturí. |