COMO DESDE LA CAMA SIN PODER LEVANTARTE porque los huesos, porque la fiebre, por la amarillenta pared que te da de frente -cerca de la foto donde a tu lado en otros tiempos está colgando la primera iguana que cazaste- ves bajar negrísima y simétrica una araña, y entrecerrando entonces los ojos, ya que no puedes levantarte para aplastarla, destruirla totalmente, reducirla al asqueroso jugo que las infla, viajas otra vez, como si fuera una obsesión, otra vez más, a los verdores lujuriantes de aquel trópico veracruzano después del carnaval y donde también una araña, otra araña, donde has llegado muy joven, muy pleno de vitalidad y pensando que tienen que pasarte muchas cosas, muchas cosas, para tener que contarles un día a tus nietos, como antes también tu abuelo te contaba, mientras ahora piensas, viendo bajar esa araña, que si hubieras tenido hijos, si hubieras tenido aunque fuera un hijo, podrías también, pronto, tener esos nietos, uno solo, un nieto rubiecito, de cabellos rizados -como tu fuiste- a quien contarle que estabas esa noche en Veracruz bajo los cocoteros, plateado el mar de luna y rugiente de absurdas olas, cuando la araña. Porque mientras yaces -la fiebre, los huesos- viéndola descender desde la cama asquerosa, agigantándose su sombra en el desteñido papel del muro, quisieras tener la fuerza, el ánimo, para levantarte y aplastarla de un solo golpe certero. Amiguito rubio, le dirías, otra cosa es con guitarra. Cuando se ha tenido el pecho entero, los brazos, las piernas, reducidos a pus por los malditos jejenes, cuando antes de salir de la carpa en la mañana se ha sentido el aguijonazo asesino del alacrán al meter el pie en la bota y se ha tenido que aguantar veinte días delirantes también de cama, calores, fríos, sequedades, así medio como entre la vida y la muerte, porque los antibióticos, nietecito, no existían; cuando frente a la cama de tu hotelucho en Querétaro al despertar está quieta sobre la puerta la tarántula que te ha hecho vela y de afuera llegan los compases de estoy bajo de una palmera, en la noche playera, suspirando por ti mientras te levantas sigiloso y caminas haciéndote el tonto hasta que asestas certeramente el zapatazo y se te enfría ya el sudor; cuando has visto morir entre delirios a un indio porque internándose lago adentro en su bote pescador lo pica en el brazo ese modesto zancudo de patas largas que produce la fiebre palúdica; cuando hasta las inocentes escolopendras están llenas de ponzoña, entonces, jovencito, rubio, no le puede andar uno con risitas a nin&n bicho, ni tenerles compasión, aunque muchas veces tengan que pagar justos por pecadores, porque en el trópico es ver al bicho y matarlo reflejamente. Cuestión de supervivencia.
Contarle también -ya más crecido, el cabello más oscuro y mis liso- que una noche te has ido a la playa, has tirado al suelo de la plaza tu máscara, entre chayas, entre serpentinas y matracas enloquecedoras y cornetas, entre papagayos, entre los olores húmedos de las glicinas que van cubriendo enteras las viejas casas, de las buganvillas, del ron, del sudor masivo y ondulante del carnaval, entre griterios y ebrios cantos y cuchillos, la has tirado al suelo, tu mascara de Tribilin, y has cortado para la playa a seguir tomando ron echado flojamente en la arena bajo la palmera curvada, con el Mexicano, y él te dice que la van a hacer grandes, manito, en lo del gobernador, y tú le preguntas mas detalles y son dos, son dos las hijas del viejo, bien morenitas y bien culonas y buenas, que se dice, para la cosa. Iremos después, mas tarde, cuando hayamos terminado esta botellita y los ruidos del carnaval mengüen un poco y los zopilotes estn durmiendo y con un leve guitarreo las haremos salir al balcón y de ahí ya sera fácil en un santiamén estar de nuevo bajo las alas briseadas de estas palmeras con las dos chamacas negritas y más dulces que este ron, carajo, y qué carnaval ni qué mil cuernos, y qué carajo. Y decirle entonces al amiguito, al nieto, que entre pase y pase de la botella la ves agazapada y enorme en un claro que forma el rayo de luna y te estremeces inquieto y luego te levantas de un brinco y sientes viva la comezón del miedo y te vas acercando con la botella que piensas reventar en añicos contra el monumental arácnido, cuando a medida que te acercas, ella sale corriendo de lado, enorme como una mano machetera, la jaiva hipócrita, muy igual a las que en tu país llaman “moras”, y te largas en una carcajada todo el temor que tenías retenido y toma tu la botella, Mexicano, yo me voy a bañar y eufórico de que no hubiera sido araña, te empelotas cantando a toda voz tengo el as, tengo el dos, tengo el tres para echarte una zambullida tonificante, total, no es muy tarde y habrá que esperar todavía un par de horas para lo del gobernador.
Y contarle que México era México. Con sus arañas y todo, con sus moscos y todo, pero México; que tu también eras tu, lleno desde la médula hasta la punta de los pelos, desde más abajo de los pies hasta más arriba de la cabeza, de ansias hirvientes, de anhelo por sacarle a la vida chispas, de hacer fuego a roce con la vida, de estallar en una gran hoguera.
Y asegurarle que lo de las hijas del gobernador fue apenas un chiste y que la mujer era otra, era Magdalena; la hija del posadero en Guanajuato, que te llevó una tarde al sótano ese a ver las momias y después se fueron caminando, caminando, hasta la laguna del pelícano blanco y se querían como el diablo y casi no se hablaban de puro mirarse y todas la mañanas llegaba ella a tu cuarto con el desayuno y te despertaba suavemente, lanzándote a la cabeza, a la cara, a los brazos, unas piedrecillas con sabor a dulce, porque abrías los ojos y encontrabas los suyos refulgentes de amor, y la veías entera con la bandeja de nuevo en las manos, riendo, y al dejarla sobre la mesita de noche te daba un beso rápido y tu le decías que dónde me vas a llevar hoy, y ella que momento, joven, vamos a ver si mi jefe me da permiso, y después siempre le daba, porque allí rubiecito, jefe es el padre, y salían hasta que pudieran y era ella, Magdalena, la mujer, y no la hija del gobernador, pero qué diablos, chiquillo, cuando se hacen huevadas hay que pagar las consecuencias, porque en esos días tuve que viajar a Veracruz y allá me tocó el carnaval y qué diablos, cuanto te tomas una botella de ron y después te tiras a una hijita de familia en su propia cama porque a la playa para qué, si aqui no más, dice, y la familia es la del gobernador y muy católica y te ponen, entonces, el caño de un revólver al pecho y te obligan a casarte porque si no ..., y tú aceptas mansito para no pasar de lacho a carne de lombriz como el Mexicano, que plantó la carrera y pum, carajo, ahí no más quedó, a unos metros, y entonces cuando el cura bajo la mirada amenazante de toda la gobernación te está preguntando si sí, piensas en Magdalena, ella era la mujer, nada más que tardes de caminata, momias en hileras, pelícanos blanquísimos, y tienes que ser muy hombre para que las lágrimas no se desborden sino que queden ahí no más, debajo del párpado.
Y decirle que, en fin, tampoco se pasa mal los primeros meses en esa gran casa de putas del viejo con bigote porfiriano donde se come tanta barbacoa en los enormes patios frutales, tanta perdiz, tanto ciervo, tanta fruta también en bandeja por las mañanas en la terraza de los guacamayos, donde se toma tanto vino, tanto pulque, tanto ron, donde se rie tanto en el día con los cuentos y percances del patriarca, y en la noche con las calenturas hilarantes de tu legítima esposa, pero jurarle que Magdalena, que en verdad Magdalena, que únicamente Magdalena con su primor delicado, su trenza larga, sus ojitos amarilleantes, su sonrisa cada mañana, jurarle y rejurarle que sólo Magdalena, como que cuando hubiste comido y chupado bastante, no aguantaste y las emprendes a la negra una noche a Guanajuato, pero ella ya, como dicen los mexicanos, ni modo, nada contigo, chileno ingrato, y te jodiste no más, porque tú, pero Magdita escuchame, y ella, no señor, ni modo, y tú que sí y ella que no y definitivamente que no y tú te ibas a la cresta, pensaste, porque para embarrarla ya no habrías de parar nunca.
Y contarle entonces que aquella noche en la playa de Veracruz, pero que no, que ahora mismo no puedes despegar los ojos, nieto lindo, de esa araña negra pared abajo junto a la foto de la primera iguana que cazaste, y tú entonces, ahora, desde la cama -aunque los huesos, ¡aunque la fiebre!- y porque así lo aprendiste: ver un bicho y matarlo y sobre todo las arañas, desde la cama entrecierras otra vez los ojos, pero no viajas de nuevo inevitablemente a los años de locura donde también otras arañas -la estriada, la con la estrella blanca en el jardín, la horrible-, sino que te haces un solo nudo, te haces una sola nube, una sola madeja y te levantas arduamente -porque las arañas, nietecito- y no sabes cuánto tardas en llegar a la pared por donde ella desciende segura de sí misma -nietecito sin nombre- y te echas un poco atrás y cuando ya viene a la altura de tu hombro, empuñas, jalas el brazo y lanzas a todo meter el golpe siempre certero. Y cuando alguien entre, Mexicano, verá una araña hecha papilla salpicada en la pared, y verá un atado de carne y hueso -poca carne, mucho hueso- desparramado por el piso, porque ya en ese momento estaré tan muerto como tú.
de "Vivario" 1971
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