Tentada por una flor, la mariposa se enamoró de la vida. Olvidó a sus hermanas, y en su propio espíritu halló una fuente con reflejos ideales de cosas imposibles. Pero esas cosas estaban tan cerca, que daban sombra a sus alas; lo malo era que huían, más rápidas que sus alas en el aire, al ensayar un vuelo. La mariposa dijo: "No importa, así es la vida"; y el perfume de la flor seguía inspirándole las imágenes de su fuente quimérica.
En otra tarde vio la flor marchitarse. Sufrió mucho la pobre mariposa; después se dijo: "¡El dolor! eso es también la vida".
Al día siguiente miró un botón abriéndose en el mismo tallo, y recordó lo tonto de superar el tallo que ya no recordaba la antigua rosa, y se acercó a la nueva, ambicionando sus perfumes. Después acabó por adorar todas las flores. El jardín fue su reino y creyó que el firmamento brillaba también como un jardín cubriendo el mundo. Las efímeras. La pobre libélula, ebria de ambición, soñó que nubes aproximábanse al horizonte, para revelar encendidas sus floraciones fantásticas. Pero flores y nubes eran crear rosas, jazmines, violetas, con lo que a las verdaderas les faltaba, algo que les diese la inmortalidad.
Ante lo inútil del deseo de su inmenso amor, una pena abrumante quitó a sus alas la gracia gentil en los giros del vuelo. El sueño no tocó más sus párpados, como en otro tiempo: traído en el último estremecimiento de la tarde, el alma del sol se lo dejaba como un consuelo en su ausencia. Pernoctaba por entonces en un macizo de lirios. Elegíalos con nívea recámara y nervios de oro, porque al amanecer encontraba allí dos gotas de rocío.
Bebíase una, para dar la bienvenida a la luz, y la otra para volar alegremente. Y desde esos cálices, donde ya le era difícil dormir, vio una estrella, y diez, y un millón, que convertían el firmamento en jardín de flores maravillosas. Su sueño no había sido una ilusión irrealizable; el prodigio de la bóveda se lo mostraba, misterioso y magnífico. La sombra no era la muerte; el sol brillaba en los parques de la tierra; pero al irse, el otro jardín resplandecía precisamente por sus flores, que, palpitantes como sus alas, eran sin duda inmortales.
Miró con desesperación los lirios y las vecinas rosas: ella no podía transformarlos, pobre y miserable criatura que era. Creyó percibir en los perfumes mezclados, y en la brisa vagabunda entre las hojas, un tímido reproche. Mas, de pronto, quedóse helada. Un lirio colosal, como un mirasol blanco, quizás un jardín con telas de ideales arañas, en que se enredaban vapores de alabastro, lleno de flores de nieve, surgió, de entre los árboles y ascendió a los cielos. Las estrellas palidecieron de emoción, como rostros a quienes sorprende el rostro no esperado de la bien amada. La mariposa, en su fuente ideal, sintió el reproche de los perfumes, haciéndose tristeza de su ser. ¡ Oh ! sí, aquel astro se elevaba cargado de lirios de la tierra, para sembrar con ellos el firmamento. Transfigurándolos, iba a darles, con la palpitación de sus alas, vida inmortal. La tristeza de la mariposa se convirtió en el aliento de la muerte... Abajo, el macizo resplandecía con blancuras que se prestaban sus espíritus, tejiendo sudarios visibles, pero impalpables. El perfume de las rosas atraía los ojos para obligar a ver la palidez de los lirios; y los rayos de la luna iban de flor en flor, y reflejábanse en los matices, para morir perfumados. La mariposa sintióse desfallecer; su espíritu era más leve que un leve y frágil vaso de amor, lleno de angustias exacerbadas. Los lirios aquellos la despreciaban ya, y ese dolor era suficiente: quería extinguirse antes de que, por el otro lado, se alzase una luna purpúrea, siguiendo a la blanca, con un cargamento de rosas. Abrió bien los ojos; y en un cáliz en donde los rayos níveos reverberaban casi, bebió el zumo, con la esperanza de que la melancolía horrible de la luz lo hubiera tornado en veneno. Al siguiente día, la pobre soñadora tuvo una oración fúnebre impensada. Un poeta alzó el cadáver, y antes de tirarlo a las hormigas, exclamó, después de echarle una de esas miradas que unen por un instante a las bestias y a los hombres :
— Las cosas de la naturaleza; ¿a qué dar alas a un gusano? |