Podía Wagner haber vencido con su genio a las escuelas italianas. Podía atar en la barquilla de su gloria a la ciencia inspirada, como atara en la de Lohengrin el cisne, y ver en ella su estatua, como la imagen del caballero, con la vista hundida en lo infinito. ¡Qué le importaba al viejo general! Y aun podía su nieta, una rubia no muy linda, pero de ojos admirables, estar esperando, como en la leyenda, a un caballero también; y podía el país del caballero estar esmaltado de lagos y follajes, estos con ruiseñores divinos, y aquellos cubiertos de cisnes maravillosos. A él ¡qué le importaba, ni qué sabía?
Cuando la nieta tocaba el piano, con el cuaderno del alemán, abierto, llamando al joven vestido de lumbre misteriosa, ardía en impaciencia. La canción del gentil custodio del Graal; el asombro del pueblo trastornado por el prodigio; todo le daba en los fatigados nervios y gritaba, moviendo una pierna de palo:—Basta, muchacha, basta de canturria!
La nieta volvía al cuartito de las modestas colgaduras blancas, de las piedras y petrificaciones del Chaco, como quien dice bibelots y porcelanas de Saxe, y allí, con un estallido de risa desarrugaba el ceño del anciano.
—¿A que no sabe, abuelito— preguntó aquel día—porqué me río con tantas ganas? Y como el viejo nada contestara sino:—loca, loca;—ella se puso a tararear:
Para dispersar, señor,
del viaje de mis ensueños
los perfumes de las flores
que extrañas traigo en el pelo.
—Ah! romántica insoportable; dichoso el que te pierda!—gritó una voz de fiera enjaulada, y cayó de las manos de misia Pepa el cajón de las costuras.
La muchacha rió del apostrofe, corrió al piano de nuevo, y atacó con brioso empuje la marcha de Ituzaingo.
Airosos los arpegios con bélicos rumores, sonaron entre las piedras de micas relumbrosas, conmovieron los cristales, saltaron entre las blancas colgaduras, mientras el viejo, ante el retrato de un joven capitán que lucía su pechera roja entre fotografías amarillentas, llevaba el compás con la mano, sonriente como un niño dichoso.
¡Y no era para menos! Qué Wagner, ni qué musiquitas. La música patriótica, ésa, como decía el viejo general. ¡Qué! ¿las banderas de cien naciones, desplegadas, nada decían al paseante de las calles? Y los que contemplaban los edificios orgullosos con tanta tela: ¿nada sentían al sentir los nativos vientos juguetear en sus pliegues que crugían, extender sus colores que brillaban?
Era uno de los días de mal humor de Buenos Aires. El sol se velaba a través de una nube, con tristeza, y de pronto volvía a salir radiante. Los árboles de las plazas cobraban más verdor; chispeaban las pizarras de los techos, las piedras de las calles, los faroles lucían solcitos que irradiaban contentos, y las ráfagas azotaban más suavemente los toldos protectores de las tiendas. —Se compone— decía el general, mirando el cielo por los cristales; y nueva nube extendía la luz gris enfriando más el aire al apagar los rientes fulgores.
Y así corrían las horas, cuando, de repente, estremecidos por atambores, temblaron los cristales con vibración estrepitosa. Nina dejó el piano y acudió a la ventana. Una ráfaga fría sacudió las colgaduras y fué a levantar los cuatro pelos de nieve que coronaban la calva del viejo general. Calóse este su elástico, y con ayuda del bastón asomóse a la calle, que llenaban chicos zarrapastrosos y perros de varios tamaños, envueltos en el aire marcial que parecían tomar hasta los objetos fijos, al influjo de la música vibrante.
El sol rompió una nube; su primer rayo pálido adquirió repentinamente fulgor, y al culebrear entre las bayonetas, transformóse en deslumbrante relámpago. La calle se animaba con sacudimiento de vida briosa y bella. La multitud se estrujaba en las aceras; y las esquinas vomitaban sobre sus lienzos nuevas avalanchas.
Aquellos batallones con sus chinos altos, robustos, al frente, pasaban como marcando con su ritmo marcial el latir de los corazones, en las ventanas, las azoteas y las calles. El entusiasmo se transformaba nerviosamente en alegría, y las gentes sentían impulsos de gritar, de arrojar flores; y la imagen de la patria, convertida en sonido, en idea, en color, era algo intenso que hacía soñar con las batallas, luminosas en sus victorias, terribles en sus duelos y siempre grandes en su salvaje hermosura.
Nuestro viejo amigo, ya a punto de desplomarse, recibía el saludo de los jefes y oficiales del último batallón. Pero de pronto rasgaron el aire, con el poder de flechas de sonido, los clamores del clarín de su caballería. Fue aquello como una creciente de savia en los miembros del anciano, y erguido con apostura arrogante, percibió el escarceo de los caballos y el flamear de los gallardetes rojos.
Los nobles veteranos, al divisarle, redoblaron el soplar de sus pulmones, y los clarines más sonantes lanzaron el grito que le recordaba los campos de batalla. Ah! sus sones en los tiempos evocados. Ellos eran la voz de la esperanza y el lamento de los pueblos oprimidos. Ellos el empuje ardiente del brazo en la carga; la voz del presentimiento en la emboscada, la inspiración del genio en el mando. Ellos en las noches de largas marchas, el recuerdo de la familia; en sus notas sonaba la voz del hijo, el beso de la esposa. Ellos la plegaria en el dolor, y la diana marcial en la victoria, pues con ellos se moría ó se triunfaba, percibiéndose en su tonos la tristeza del crepúsculo o los rumores triunfales de la aurora.
Y siguió el desfile, y todos los oficiales saludaban al viejo general. Una palabra como chispa eléctrica, recorría los escuadrones anunciándole. Los soldados alzaban la vista para mirarle y más de un estremecimiento rápido de emoción, iluminaba el bronce de los rostros. Nina, conmovida, presenciaba lo que era una apoteósis sin aparatos; quiso dar apoyo a su abuelo, pero él la rechazó, erguido como una columna, con las medallas de cien combates sobre el pecho.
Y pasaron los últimos escuadrones y se oyeron los últimos largos toques de los clarines. Aquellos sonidos tenían el clamor de una eterna despedida. El anciano miró la realidad y antes de que una lágrima la turbara, volvióse pesadamente a su asiento. Allí, se acurrucó cansado, triste y silencioso. Nina, sin atreverse a hablar, le miraba por un espejo. Se dió orden de encender la estufa, y al chisporrotear la leña, vió el soldado el fogón del campamento. Oh! cuántas sombras le abrumaron! Pensaba en el ardor de los combates, en las ovaciones de los pueblos al pasar; y achacoso, impotente, sentía el dolor de las nostalgias juveniles. Y siguió pensando en cosas que se esfumaban como sueños ó visiones, cuando Rodolfo, muchacho de diez años, entró al cuarto, aturdiendo con su corneta.
Ataviado con un traje militar de fantasía, arrastraba su correspondiente sable, y después de hacer la venia al general, exclamó con voz chillona:
«Ya tremolando por el aire, veo».... y siguió el bélico canto. La musa de Varela salía por los labios del muchacho, llegando al alma del soldado, como un clamor de guerra envuelto en una caricia de ternura.
Ya no más tristezas ni amargos pensamientos; la fisonomía del anciano se iluminaba con una sonrisa que era una bendición de abuelo. Y la espada de hoja de lata se enredó con la suya verdadera, en el instante en que un joven abrazaba la escena con inteligentes ojos.
Ardía el fuego, templando el ambiente hasta hacerlo cariñoso. La terrible misia Pepa aun no acababa de secarse una lágrima, arrancada por el diablo del muchacho, que aprendió aquello sin ella saberlo. Y la joven decía con una sonrisa al recién llegado: —Mira. Y él, que si no era Lohengrin, iba a ser el dueño de Nina: ah! pensó: ¿no fue el animoso joven a luchar por defender hogares? ¡Feliz el buen viejo que sonríe en medio de su obra!... Su voz era la posteridad que discierne la gloria y el cariño.
Y el sol, queriendo quizá ungir su pensamiento, lanzó un nuevo rayo que hirió los vidrios, y puso una misma aureola en las cabezas del niño y del abuelo. |