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聲gel de Estrada

"Cuento de Navidad"

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 1: Spritoso
 
Cuento de Navidad
 

Si se pregunta:—¿hay aquí penas?—de fijo que, echando los ojos sobre la muchedumbre, se responde:—ninguna. Aquello se antoja un jubileo de la felicidad, en que las almas y los rostros tienen su parte.

Las bombas arrojan pálida luz eléctrica, formando los anillos fantásticos de una serpiente blanca.

La ola mayor de gente brujulea ante las vidrieras recién puestas, y se estrujan hombres y mujeres, abriendo la boca con seriedad, o riendo con la buena risa de los despreocupados.

La noche no ha podido templar el calor del día, y los sombreros, refugiándose en las manos, dejan al aire cráneos con el pelo al rape, y jopos y melenas y calvas relumbrosas.

Frente a lo de Burgos luchan por no ser disueltos varios círculos de oradores. Un órgano piano lanza en giros elegantes las cascadas de sus notas alegres. La animación acrece; brillan más los grandes avisos con sus letras de luces en los arcos; y todos llevan adentro, miran en el aire, sienten en la música, algo intangible, inexpresable, que murmura felicidad, dice olvido, se envuelve en una esperanza, y es.... ¿quién lo sabe? Se acerca la Noche Buena.

* * *

En un grupo de frescas muchachas, camina Marta, alegre, con su vestido nuevo. Lleva a Mimí, al charlatán Mimí, de la mano, y nadie imagina las penas y ternuras que unen sus dos manos enlazadas.

Mimí se olvida de su dolencia, deslumbrado y absorto; todo es lindo en verdad, pero nada tan lindo como aquello.

Dos grandes jarrones de ónix lucen caprichosas flores de invernáculo, envueltos en reflejos azules y de tornasol apagado.

A manera de palios o de fuentes de las mismas flores, saltan por aquí, por allá, hojas esmeraldinas o con tonos de zafiro. Entre frescos musgos, se yerguen dos columnas de bronce, y, surgente de los mecheros de sus lámparas, la luz eléctrica se difunde suave, con el matiz rojo de artísticas pantallas. Las blondas caen, y dos hadas pulsan la cítara, casi intangibles en su trono, ideales en los pliegues de sus mantos, cubiertas por rosas, que lanzan querubes tejidos en los encajes.

Mariposas suspensas por hilos invisibles, derraman en el ambiente la gloria de sus colores, y revolotean sobre los estuches abiertos, amueblados por miniaturas de porcelana. Y allá en el fondo, entre los tonos de las hojas exóticas, trovadores, estudiantes, Mignones; cabezas rubias, cabezas empolvadas, marquesas de Versalles, musmets del Japón, Margaritas y Ofelias; un encanto de la fantasía alrededor de una mesa presidida por Polichinela, que agita platillos y cascabeles, como riéndose de los que miran y sueñan sobre aquellas caras de biscuit, torsos y vientres de aserrín...

Mira —murmuró Celia; y Marta vió en la vidriera de en frente, entre reflejos de espadas y puñales, la imagen de D. Pancho Viale.

Erguido dentro de su traje, firme en su paso de hombre opulento, envuelto en humo de cigarro, pasaba sin que nadie le dijera: — mira — cuando ella apretaba la mano de Mimí, con rabia y dolor.
 
— Me voy —dijo a Celia, y se perdió en la multitud, con los ojos entornados: huía del fulgor de las tiendas que vibran con vértigo la palabra del lujo. Y Mimí, siguiéndola apenas, sin entrever su amargura, se prometía ser bueno: ¿porqué Melchor, Gaspar ó el otro, el Negro, no habían de poner a Polichinela en su cama de niño pobre?...

* * *

Un casal de mirlos, con gorjeos intermitentes, saluda a la nueva mañana, y el calor pica derramando efervescencias vitales. Desde el último piso de la casa, bajo el techo de caprichosas pizarras, se domina el barrio. En la calle, en las espaldas del río, en el cielo de azul purísimo, todo es encantador como la sonrisa de la infancia alegre.

La ciudad despierta, y Marta, que ha velado a su hijo, no duerme. Brilla en sus ojos llanto, tan conocido de las humildes paredes; y siente ecos fúnebres en el silbato del tren vibrante. Cree sentir en las sienes los latidos del corazón del niño y le oye, en la fiebre, murmurar palabras incomprensibles. Está sola. Las cartas que escribió pudieron ser firmadas por el desaliento ¡tantas veces ha escrito inútilmente!... El sol se mofa, riendo en el pobre cortinaje; una bujía arde frente a un santo, y tres golondrinas cortan el aire azul, persiguiendo en el regocijo del vuelo los repiques de un campanario.

* * *

¡Qué lindo espectáculo! — exclamaba un joven, del brazo de su pareja— mire! y con el gesto y la sonrisa, señalaba el enjambre de chicuelos que se revolvía alrededor del árbol.
 
De sus ramas pendía la felicidad en forma de reverberos, farolitos y juguetes: flotaba sobre las cabecitas luz de encanto. Se repartían los objetos, y eran de ver las risas y decepciones, y el trajín de las madres en arreglar con sus dedos los rulos revueltos, o estirar los trajecitos ajados.
 
Ah! la Noche Buena de los niños! Tiene no sé qué fragancia de rosales nacidos en tierra bendita. ¡Gozadla, criaturas! Un antiguo zorzal canta en las ramas de vuestro árbol, y dice cosa alegres que rozan nuestra frente con un dejo de honda melancolía.
 
Don Pancho Viale, algo de esto sintió quizá, porque mirando a una señora que besaba a su hijo, exclamó: — qué preciosura! — y como la señora respondiese: — no tanto, no exageréis! — él agregó: — ah! los muchachos han sido siempre mi debilidad!
 
No se pudo oir más: una voz sobresalía con notas de falsete.
 
Era el de la voz, dueño de un metro de estatura tirada a plomo sobre los pies, y su interlocutor, con aire bonachón, le oponía su enorme vientre.
 
— He ahí un emblema, amigo mío. Ved ese árbol y decidme si podría resistir un viento, y eso es nuestro progreso. Edificado en el aire, todo en él es postizo: reverberos, dijes, juguetes de Francia, juguetes de Inglaterra: ¡dónde está la flor, el fruto espontáneo de la planta firme en la tierra, podada, regada! ¿dónde? ¿decid?... Qué había de decir el otro que cogido de un brazo suspiraba por algo con hielo, interrogando a las paredes por una puerta salvadora.

* * *

Mimí se ha muerto como se mueren muchos niños: la vida se venga del prófugo despidiéndole con atroces dolores. Después lo pálido les presta sobrenatural belleza, de más allá de la muerte, quizá del cielo.

Marta se ha dormido; el condenado duerme aún antes del suplicio y sueña con la vida. Ella sale de un templito radiante y se alboroza con el santo júbilo.

La Virgen besa al prodigioso Niño, que arrancó suspiros a la tierra, y nace inundándola de esperanzas inefables. Los pastores van murmurando villancicos perfumados como lirios de Idumea, y oraciones elocuentes como el puro amor.

Rumores de roces ideales encantan el pesebre, y en la plácida noche se difunde, con aleteos de ángeles, armonía maravillosa. Allá en el coro divino, Mimí transfigurado, canta, canta feliz. Marta llora, y él se escapa del coro: — ¿por qué sufres? mira qué lindo tu Mimí, y cómo puede volar.

Pero ella gime más; desea verle con sus rulos y su traje y no con esa luz divina, que lo aparta de su corazón; y él entonces se ríe, se vuelve el antiguo Mimí, y llenándola de gloria, dice:

— Tonta, si era una broma!

Marta despierta; alguien habla:

— ¡Parece que está dormido!

— Ah! el cajoncito azul, las velas llameantes, las flores cariñosas de las amigas del taller... un sollozo desgarrador llenó la bohardilla.

* * *

— Ya lo sabéis — dijo la presidenta.

— Son mil pesos — repitió la tesorera.

Las damas se miraron; parecían recogerse en el remordimiento de las cédulas no vendidas.

— ¿Qué resolvéis? Supongo que llenar el déficit a escote.

Nuevo silencio. La presidenta tocaba el piano con un dedo sobre la mesa, y la tesorera sacó la cuenta: — Costando a cada marido cien pesos; falta uno.

— Negocio concluido; agreguen a D. Francisco Viale; no se negará para una fiesta de Noel; yo misma le he oído decir: los muchachos son mi debilidad.

«La Conferencia» aplaudió una memoria tan feliz y tan práctica.

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