Bécquer - Angel de Estrada

Yo he asistido a una evocación que se hizo en mi espíritu casi carne y alma, en una antigua posesión jesuítica.

Acabábamos de cruzar la única nave de la iglesia para ver su atrio. Los viejos ladrillos agrietados, se erizaban de musgos, dentro de un parapeto en semi-círculo. A veinte metros, una ranchería ruinosa, vivienda de antiguos esclavos, envejecía a la sombra de algarrobos seculares. Nos detuvimos al pie del templo. Los techos de teja remedaban calados góticos de firme y burdo dibujo, en el aire sutilizado de la tarde.

Las ojivas con láminas de cera, cubiertas del polvo empedernido de los años; las torres unidas por anguloso puente descascarado; los esquilones sin lengua, rotos y verdeantes, acrecían la soledad desamparada del paisaje. Desde el atrio se veía el valle, cerrado por sierras de violento perfil al oeste, y al este empenachadas de fraguas de oro, con humos, chispas y rayos que se perdían en las sombras arboladas de las bases. El espíritu, angustiado por la tristeza llena de pensamientos que exhalaba el templo meditabundo, quería fundirse como una nube en la sublime serenidad del ambiente.

Una acequia de diáfano raudal, con voz acariciadora, corría serpeante, y como voz de la tarde evocaba el Ángelus de los antiguos indígenas.

Nos deslizamos después al cementerio, que tenía uno de sus lados en la pared del templo.

Dos ángeles de tosca madera presidían la vegetación espontánea del recinto, y varias tumbas, como cilindros truncos, asomaban a flor de tierra.

El aire parecía inmovilizado en el misterio del silencio, y la paz descendía del color del cielo, resbalando sobre los árboles que asomaban por las tapias.

Las cruces herrumbrosas imploraban con la voz de la piedad a los hombres de fé, y a las poetas con la voz del misterio. Todas aquellas cosas pensativas, hablaban de un secreto no revelado, clamando por espíritu para vivir y ritmos para volar... ¿Quiénes eran aquellos que yacían allá en el polvo, sin un epitafio, sin un recuerdo de sus vidas, viviendo tan en la muerte?

Alcé los ojos al templo, y todo se armonizaba en una frase de tristeza misteriosa; las cruces, los ángeles, las piedras, eran versos de la leyenda ignorada. Y una imagen de alta frente hecha para anidar fantasmas brillantes, de ojos meridionales, poblados de ensueños, con la boca plegada en un gesto de amargura, y el pelo negro y el rostro pálido, pasó delante de mi, como diciendo:

—Yo tengo la palabra del conjuro.

Oh! visionario enfermo, desconocido cuando amabas y sufrías, glorioso cuando dormías a la sombra de la cruz, inmenso por los gérmenes del mundo que te llevaste. Por ti las hojas del otoño dicen un diálogo que llora; por tí las fuentes tienen en sus entrañas ojos verdes; por ti los claros del bosque forjan fantásticas mujeres en las noches de luna; y no hay hiedra que no te nombre, y no hay ruina que no te evoque, a ti que supiste alegrarlas como un pájaro.

Así dije —y sentí placer al recordar esta estrofa:

«¿Quién, en fin, al otro día,
Cuando el sol vuelva a brillar,
De que pasé por el mundo
¿Quién se acordará?»

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Yo he asistido a una evocación que se hizo en mi espíritu casi carne y alma, en una antigua posesión jesuítica.

Acabábamos de cruzar la única nave de la iglesia para ver su atrio. Los viejos ladrillos agrietados, se erizaban de musgos, dentro de un parapeto en semi-círculo. A veinte metros, una ranchería ruinosa, vivienda de antiguos esclavos, envejecía a la sombra de algarrobos seculares. Nos detuvimos al pie del templo. Los techos de teja remedaban calados góticos de firme y burdo dibujo, en el aire sutilizado de la tarde.

Las ojivas con láminas de cera, cubiertas del polvo empedernido de los años; las torres unidas por anguloso puente descascarado; los esquilones sin lengua, rotos y verdeantes, acrecían la soledad desamparada del paisaje. Desde el atrio se veía el valle, cerrado por sierras de violento perfil al oeste, y al este empenachadas de fraguas de oro, con humos, chispas y rayos que se perdían en las sombras arboladas de las bases. El espíritu, angustiado por la tristeza llena de pensamientos que exhalaba el templo meditabundo, quería fundirse como una nube en la sublime serenidad del ambiente.

Una acequia de diáfano raudal, con voz acariciadora, corría serpeante, y como voz de la tarde evocaba el Ángelus de los antiguos indígenas.

Nos deslizamos después al cementerio, que tenía uno de sus lados en la pared del templo.

Dos ángeles de tosca madera presidían la vegetación espontánea del recinto, y varias tumbas, como cilindros truncos, asomaban a flor de tierra.

El aire parecía inmovilizado en el misterio del silencio, y la paz descendía del color del cielo, resbalando sobre los árboles que asomaban por las tapias.

Las cruces herrumbrosas imploraban con la voz de la piedad a los hombres de fé, y a las poetas con la voz del misterio. Todas aquellas cosas pensativas, hablaban de un secreto no revelado, clamando por espíritu para vivir y ritmos para volar... ¿Quiénes eran aquellos que yacían allá en el polvo, sin un epitafio, sin un recuerdo de sus vidas, viviendo tan en la muerte?

Alcé los ojos al templo, y todo se armonizaba en una frase de tristeza misteriosa; las cruces, los ángeles, las piedras, eran versos de la leyenda ignorada. Y una imagen de alta frente hecha para anidar fantasmas brillantes, de ojos meridionales, poblados de ensueños, con la boca plegada en un gesto de amargura, y el pelo negro y el rostro pálido, pasó delante de mi, como diciendo:

—Yo tengo la palabra del conjuro.

Oh! visionario enfermo, desconocido cuando amabas y sufrías, glorioso cuando dormías a la sombra de la cruz, inmenso por los gérmenes del mundo que te llevaste. Por ti las hojas del otoño dicen un diálogo que llora; por tí las fuentes tienen en sus entrañas ojos verdes; por ti los claros del bosque forjan fantásticas mujeres en las noches de luna; y no hay hiedra que no te nombre, y no hay ruina que no te evoque, a ti que supiste alegrarlas como un pájaro.

Así dije —y sentí placer al recordar esta estrofa:

«¿Quién, en fin, al otro día,
Cuando el sol vuelva a brillar,
De que pasé por el mundo
¿Quién se acordará?»

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