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Rosalía de Castro

"El primer loco"

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Biografía de Rosalía de Castro en Wikipedia

 
 
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El primer loco
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Capítulo III

Proseguí, sin embargo, volviendo al bosque, pues como cosa de milagro tornara a familiarizarme con cuanto allí había sido en otro tiempo grato a mi corazón. Tras de las locuras a que solía entregarme en la ciudad, venía aquí, como quien dice, a reparar mis fuerzas y a saborear el recuerdo de mis abominaciones y venganzas. Bajo la sombra de estos robles hallaba siempre a Esmeralda, que me salía al paso los primeros días en que nos conocimos para preguntarme cómo iba de mi herida y después por el estado de mi salud; porque aquella pobrecilla se había empeñado en creerme enfermo a pesar de que nunca me oyó quejar de cosa alguna.

Me parece haberte dicho que me había vuelto repentinamente poco menos que perverso. Tan cambiado y tan fuera del centro en que había vivido me encontraba que me desconocía a mí mismo. No acertaría, por lo tanto, a explicarte cómo dejé que Esmeralda llegase hasta mí, ni que maneras y lenguaje pude emplear con aquella muchacha que no parecía campesina ni por lo delicado de su belleza, ni por el señorío de sus maneras, ni por la calidad de sus sentimientos. Lo que sí comprendí desde luego, pues era como vaso en que todo se transparentaba, fue que sentía hacia mí una de esas atracciones fatales que nos llevan tras de un ser dado, como la corriente lleva a la hoja marchita hacia el mar, y el viento la arista hacia el río.

Hasta ignoro la hora y el día en que empecé a hacerla cómplice de mis iniquidades, porque el estado de sobreexcitación en que me encontraba era de esos que no nos permiten recordar los casi irreflexivos actos a que se entrega el hombre a quien las furias infernales tocaron con sus manos. Como aquellos a quienes la embriaguez producida por la cerveza sume en un estado de sombría exaltación, poseíame de continuo secreta saña contra todo ser viviente, siendo aquella en quien me vengaba con mayor crueldad de mis no interrumpidas decepciones la pobre y enamorada niña que, recordándome a Berenice, enconaba mis heridas tornándome duro, extravagante y brutal con ella.

-¡Eso es inaudito! -exclamó Pedro.

-No; muy propio quizá de nuestra defectuosa naturaleza. Ninguna compasión, ningún respeto me inspiraban entonces ni su humildad de corderillo, ni su casi infantil candor, porque en la vida a que desde hacía algún tiempo venía entregándome había aprendido a despreciar a las mujeres. Me inspiraban profunda aversión las amaestradas en amorosas lides, y tedio y aburrimiento las que eran todavía como cerrados y virginales capullos. En éstas me parecía insoportable lo que yo llamaba su imbécil candidez y su insípida inexperiencia, y en las otras érame odiosa la gazmoñería de las unas y la impertinente jactancia que de sabias y experimentadas hacían las demás. Ninguna, absolutamente ninguna, había logrado disipar ni por un momento mis eternas tristezas. En cambio todas me parecían odiosas, y Berenice, más irreemplazable, más divina que nunca, se me representaba entonces avivando en mi corazón aquellos deseos inmortales que por ella me consumían.

Precisamente, y acaso para mayor castigo mío, era Esmeralda la que en aquel mismo bosque, testigo un día de mi felicidad, me la recordaba de un tan doloroso modo, que era para mí en ocasiones un verdadero tormento el permanecer a su lado, pues había algo en aquella criatura que me atraía, y algo que me la hacía aborrecible, ya que al tocarla encontraba en ella el desconsuelo, la nada, el vacío.

-¿Por qué, por qué me la recuerdas tan vivamente, si entre tú y ella media la inmensidad? ¡Si ella es el complemento de la celestiales dichas, y tú sólo lodo y podredumbre!

Así prorrumpía yo algunas veces lleno de cólera y arrojando con dureza lejos de mí a la desventurada Esmeralda, cuando por un movimiento irreflexivo había caído en la tentación de manchar con mis labios su frente de niña. Lloraba ella entonces en silencio llena de desconsuelo, aun cuando no comprendiese ni midiese bien el alcance de mis salvajes acciones, pero bien pronto, si la llamaba de nuevo y la permitía tocar mis vestidos o besar mis manos, la alegría tornaba a su pobre corazón y se enjugaba el llanto cual si jamás hubiese corrido de aquellos cándidos ojos lágrima alguna.

¿Por qué no me despreciaba? ¿Por qué no me odiaba y huía de mí para no volver más? Es que el destino, la fatalidad, la desgracia, la habían ligado a mí con inquebrantables lazos y héchola mi esclava sin que me importase, ni ella se diese verdadera cuenta del por qué y cómo me amaba, perteneciéndome en cuerpo y alma como yo a Berenice... ¡Oh, eterna lucha de la vida! ¿No hay algo en esto que amedrenta, que la razón no puede medir y que hace pensar en la realidad de otras existencias mejores, ya que en ésta estamos condenados a ir de contino en pos de lo que nos huye y a huir de lo que nos busca? Aquella niña quería beber en mi boca la muerte y aborrecía en brazos de otro la vida.

Un día vime precisado a abandonar Compostela; mi buen tío el sacerdote, que desde mi temprana orfandad me sirviera de padre cariñosísimo y de excelente y sabio amigo, me llamaba, como quien dice, desde las puertas del sepulcro. Tan pronto Esmeralda tuvo noticia de mi inevitable partida, su sorpresa y desconsuelo fueron inmensos, tanto que llegó a causarme verdadera inquietud. Sin duda ella no había pensado jamás que pudiese llegar un momento en que tuviésemos que separarnos. Acostumbrada por espacio de un año a la felicidad de verme diariamente, no se cuidara del nebuloso porvenir, tan incierto para todos, y dormida en su lecho de rosas ni siquiera se había atrevido a pensar que las rosas tienen también agudas espinas que hacen derramar sangre al que las arranca del rosal. Como atontada, resistíase a creer que yo iba a partir y dejarla, y sólo cuando vio que la decía adiós e iba a quedarse sola, fue cuando, poseída de una especie de frenesí, se agarró con fuerza a una de mis manos exclamando:

-Pero es verdad, ¡pobre de mí! ¿Y qué voy a hacer yo ahora? No; no puede ser, no me deje usted, porque me moriré de pesar.

Había tal acento de verdad en aquellas frases y tal aflicción se revelaba en el rostro de la inocente criatura, que me vi obligado a prometerla que la escribiría y que volvería muy pronto. Esta esperanza pareció darla algún ánimo; empeñóse en regalarme un escapulario que traía consigo y tenía en grande estima, a fin de que la Virgen María me librase en el camino de todo peligro, y después de verme obligado a permitirla que me besase repetidas veces las manos pude al fin alejarme dejándola bañada en llanto.

Cuando llegué al lado de mi buen tío, comprendí que la vida se extinguía aprisa en aquel cuerpo ya casi inerte, y no pude ocultar el profundo disgusto que se apoderó de mi ánimo; con él perdía el único ser que se interesaba por mí en la tierra.

-No te aflijas -me dijo con cristiana resignación al notar mi pena-, la muerte es el término natural de la vida humana, y a mí, hijo mío, empezaba a hacérseme necesaria por ser ya el único remedio que pueden tener mis padecimientos. Por fortuna te dejo hecho un hombre, lo cual en cierto modo me tranquiliza; mas, para que pueda morir completamente en paz por lo que se refiere a tu porvenir, tengo que pedirte un favor que espero has de conceder a quien, después de haberte servido de padre, no quiere partir para la otra vida sin cumplir los deberes que para contigo se ha impuesto.

Calló unos momentos, y estrechando después entre las suyas una de mis manos, añadió con un acento que jamás olvidaré.

-Luis, han llegado a mi oído noticias por demás tristes, y que acusan en tu carácter y conducta, antes poco menos que intachable, un cambio que me llena de sobresalto y pesadumbre. Voy a morir, y como amigo primero, y como sacerdote después, te suplico que me abras tu corazón, y hagas a este pobre agonizante una sincera confesión de tus culpas, un ingenuo relato de tus más íntimos secretos. Quiero saber qué áspid ha podido picar en lo más hondo de las entrañas a mi niño mimado y emponzoñar de tal manera su limpia y generosa sangre. ¿Quién sabe, además, si este moribundo podrá hallar remedio a tu mal?

Al oír esto, hundí la frente entre las ropas del lecho de mi tío, no levantándola hasta que me hallé decidido a satisfacer aquel único deseo del hombre a quien yo quería como a un padre. Todo... todo se lo confesé. ¡Y cuán saludables no fueron para mí los consejos de aquel justo, que con un pie en el sepulcro parecía hablarme desde la eternidad el lenguaje de las supremas justicias!

Yo hablé mucho, él aún más, y después de revelarme grandes misterios, que me hicieron entrever las celestes esferas, concluyó diciéndome:

-Pero no sólo es preciso Luis, que renuncies a tus horrendos extravíos, sino también a ella. Pertenece a otro, y en semejantes casos el solo deseo, si es consentido por la voluntad, es verdadero crimen que Dios castiga con mano inflexible.

-¡Renunciar a ella, señor! -exclamé con cierta sorpresa-. ¿Acaso no me he explicado bien, o usted no ha podido comprenderme? ¡Renunciar a ella...! ¡Como si eso me fuese posible!

-Demasiado que te he comprendido -repuso el anciano con dulce severidad- pero precisamente el mayor mérito que podemos presentar a los ojos de Dios es haber combatido nuestras malas pasiones. La vida no es otra cosa que una continua guerra contra nosotros mismos, caso de que no queramos sucumbir bajo la fuerza poderosa del mal y atraer sobre nuestras cabezas las iras celestiales. Si nos dejamos llevar de violentos deseos que nos tienen en desvelo incesante e inquietud perpetua, ¿cuál podrá ser el término de nuestra fatigosa carrera? El abismo, porque el hombre es un ser complejo a quien nada puede satisfacer ni llenar cumplidamente en la tierra, y que quiere más siempre, a medida que le dan más. Deja, deja ya de pasar los días ocupándote de un solo ser tan falible, tan terreno y tan mezquino como tú mismo; deja de despreciar a los demás por esa mujer que no es hecha de mejor barro que nosotros y de colocarla en el trono altísimo en donde sólo Dios tiene puesto legítimo; porque todo eso es pura impiedad y ciega idolatría que atraerá sobre tu cabeza tremendos castigos. ¿No has visto cómo te ha herido de repente la mano oculta y vengadora, destruyendo de un golpe aquella felicidad que creías eterna y que fue más breve que un soplo? Y no; no fue ella la culpable, ya te lo dije; secreto poder tocóla en el corazón para castigo tuyo y endureció sus entrañas a fin de que hiciese ludibrio de tu insensato amor. Aún es tiempo, pues, de que te arrepientas y vuelvas en ti. Te dejo por mi único heredero, y te aconsejo, y aun mando, que a lo adelante emplees tu tiempo en llevar a cabo alguna obra humanitaria y útil en este país en donde naciste, y tanta falta hacen hombres generosos que olvidando el propio bienestar sepan sacrificarse en aras de la común felicidad. Mucho has pecado, y mejor que llorar tus culpas con estériles lágrimas es que procures redimirlas, dedicándote a enjugar las ajenas.

Muchas más cosas me dijo mi buen tío en tanto sus fuerzas no se extinguieron por completo, pero cuando llegó el supremo momento, antes de que empezase la agonía, hízome arrodillar al pie de su lecho y con voz casi ininteligible me dijo:

-¿Me prometes, Luis, aquí, delante del Dios crucificado, renunciar a esa mujer?

Al oír semejante pregunta empecé a temblar y permanecí mudo.

-Para que tus padres se regocijen en el cielo, para que yo pueda morir en paz, prométeme Luis lo que acabo de pedirte. Es lo justo y lo necesario -volvió a decirme con un acento que me dio miedo, pero proseguí guardando silencio; un nudo me apretaba la garganta. Mi tío haciendo un esfuerzo, levantó entonces la cabeza y me miró... me miró fijamente con sus ojos vidriosos y medio velados por la muerte. En aquel momento sentí como si algo se hubiese roto en mi pecho y estrechando entre las mías las manos del moribundo, exclamé:

-¡Perdón... perdón, señor, pero no debo mentir en este instante solemne! Me siento con fuerzas para renunciar a todo interés mundano, a toda ventura, hasta a la gloria eterna... pero a ella, señor, no puedo... ¡Dios lo sabe! ¡A ella no renunciaré jamás!

La cabeza del anciano volvió a caer desplomada sobre la almohada, y con agonía y abatimiento murmuró:

-No has querido engañarme, y has hecho bien porque sería una doble falta en estos instantes... pero... ¡desdichado!, tiemblo por ti... Que el Señor tenga compasión de tu alma extraviada y te perdone... como yo te perdono. Deja que te eche mi... bendición -y expiró momentos después.

No, Pedro, no tuve valor para mentir en presencia de Dios, que leía desde lo alto en mi corazón, y de la de un moribundo que bien pronto iba a saber también mi falsedad si le hubiese prometido lo que no me sentía capaz de cumplir. ¡Renunciar a ella...! Imagínate que la viese aparecer delante de mí... ¡Dios poderoso! Sólo el pensarlo me trastorna y enloquece... renunciar a... ¡imposible...!, ¡absolutamente imposible! ¡Ni imaginarlo siquiera!

Causóme, sin embargo, hondísima impresión aquella escena, así como cuanto mi tío me había dicho y aconsejado antes de morir, pues desde entonces (pronto hará de esto un año) di principio a una nueva vida de regeneración, ya que no de verdadero arrepentimiento en cuanto se refería a la incomparable y única mujer que no podía ni puedo arrojar de mi alma ni dejar de desear como los condenados el cielo. Vuelto en mí, como el que despierta de un mal sueño, abandoné de golpe la revuelta existencia en donde tan inútilmente me había manchado, y me propuse, por medio de buenas obras, desagraviar al cielo y a los hombres de las ofensas que les había hecho.

¡Qué horrible peregrinación no había venido haciendo a través de aquellos escabrosos caminos y torcidas sendas en compañía de desconocidas mujeres, las unas pervertidas ya, otras que yo pervertía sin escrúpulo ni miramiento alguno! ¡Y todo para que el recuerdo de Berenice me fuese cada día más querido, y se hallase su imagen más identificada que nunca con mi ser! La misma Esmeralda, por fatalidad tan parecida a ella, tan cariñosa de suyo, ¡cuánto no había contribuido a recrudecer mis dolores! Unas veces me amargaban y producían hastío sus besos, otras sus manos rescaldaban con su calor las mías, o me hacían crispar los nervios con su contacto. Imagínate lo que sentirías si creyendo que ibas a posar tus labios sobre una tibia y sonrosada mejilla, te hallases con el hielo y la rigidez del rostro de un cadáver, y podrás formarte una idea aproximada de lo que comúnmente me sucedía con ella. ¿Para qué proseguir aquella lucha estéril que a nada conducía, como no fuese a aumentar mis sufrimientos?

Cuando después de muerto mi tío regresé a Compostela, lo hice llevando el firme propósito de dejar libre de mi adusta, insoportable dominación, a la pobre Esmeralda, a fin de que la paloma aprisionada pudiese tomar, si acaso, más noble vuelo y quedase así más sosegado mi espíritu.

Al volver halléla como siempre, guardando su rebaño, pero tristemente sentada sobre la hierba y con el rostro tan demudado y marchito que no pude dudar que debía de haber sufrido y llorado mucho durante mi ausencia; podía comparársela a una lozana planta, a la cual de repente la hubiese faltado el aire y el sol. Pero cuando me vio aparecer por entre los árboles y ella me vio, fue tan intensa su alegría que un sentimiento de piedad selló mis labios, temiendo a que las lágrimas volviesen a brotar de aquellos ojos que el reflejo de la felicidad acababa de reanimar. Habléla cortos instantes sin mirarla apenas (porque suelen entrañar gran crueldad ciertos arrepentimientos tardíos que en el fondo obedecen por lo común al más feroz egoísmo) y diciéndola que a la mañana siguiente me esperase en aquel mismo lugar, la dejé para subir al convento a visitar al cura.

Una vez que la herencia de mi tío unida a la que me dejaron mis padres me convirtiera en hombre rico, antojáraseme asegurar el porvenir de Esmeralda y llevar a cabo mi pensamiento con beneplácito del buen sacerdote, en cuyas manos no tuve inconveniente en depositar para ella, por si llegaba a casarse, una pequeña dote, y en caso contrario y desde aquel mismo día, lo bastante para que, con arreglo a su estado pasase el resto de su vida sin ningún género de privaciones y en un modesto bienestar.

Hecho esto y tranquilizada en parte mi desasosegada conciencia, acudí al otro día al lugar de la cita con la firmeza de quien para combatir algún oculto peligro hubiese ya salvado el peor de los escollos. Hallábase la pobre niña esperándome, risueña como la felicidad, cuando me acerqué a ella y la mandé sentarse a mi lado. Latiéndole el corazón de alegría y mirándome con sus ojos de paloma como si mirase a Dios, obedeció gozosa, cual si esperase oír de mis labios alguna dulce frase no murmurada a su oído mucho tiempo hacía. Pero yo di entonces comienzo a un discurso que escuchó en un principio absorta, procurando entender lo que yo quería decirla, y después con instintiva inquietud que iba creciendo de una manera poco tranquilizadora.

-En resumen, Esmeralda -concluí diciéndola, decidido a entrar de lleno en lo más arduo de la cuestión- ya comprenderás que no puedo ser tu marido, y no porque me hiciese vacilar en ello lo humilde de tu condición, siendo como eres una joven de delicados instintos y corazón sensible, sino porque amo a otra, la amo con toda mi alma, con todas mis fuerzas y para siempre, y nuestra unión sería por lo tanto un germen de perenne desventura. Fuelo asimismo para ti en cierto modo el que me hubieras conocido, mas ya que esto no tiene remedio procuraremos subsanar los pasados yerros enmendándonos y tomando por menos torcidas sendas que las que hasta el presente hemos recorrido juntos. Separémonos, pues, cual nos lo ordena el deber; olvídame y vive segura de que en adelante ya nada faltará a tu bienestar, pues queriendo darte la última prueba de la estimación que me mereces, te he señalado una pensión vitalicia que te permitirá pasar con holgura tu juventud y tu vejez.

Es decir, repuso Pedro -con aire meditabundo y acentuando sus palabras-, que en cierto modo usaste con la pobre Esmeralda un procedimiento parecido y acaso más cruel que el que Berenice usó contigo.

-Así es la verdad, añadió Luis, sonriendo con cierta amarga ironía, y no ciertamente porque así lo hubiese yo querido, sino porque parece que en este mundo tiene que cumplirse fatalmente la ley, a veces terrible, de las compensaciones ya que no la de las represalias, viéndose como se ve al nieto pagar el crimen que cometió el abuelo, y a un inocente sufrir bajo el poder de tu mano airada el suplicio con que otro también injustamente te ha atormentado. Y venimos a ser así tan pecadores, tan culpables como aquellos a quienes por su crueldad con nosotros hemos apostrofado y maldecido.

Buenamente aconsejaba yo entonces a la pobre niña aquel necesario arrepentimiento de nuestras faltas, y se lo aconsejaba porque no podía amarla, encontrando por esto mismo inmoral lo que de otra manera hubiera creído poco menos que natural y justo. Hallábame yo entonces firmemente empeñado en llevar a cabo aquel acto de reparación y arrepentimiento que tan poco me costaba, por lo cual, puede decirse, que desahucié con verdadero ensañamiento a la infeliz llegando en el rigor de mi cruel puritanismo hasta el extremo de arrancarla toda esperanza.

Porque, pensaba con sobra de cordura -y sin acordarme de que por medio de tan radicales procedimientos usados por otros conmigo había estado a punto de perder la razón y la vida-, que los grandes males necesitan grandes remedios, y que los paliativos sólo son buenos y a propósito para los sentenciados a muerte, para ver si acaso de alargarles un día más la trabajada existencia que les es tan cara.

Tan pronto aquella desdichada y sensible niña acertó a penetrarse de que lo que yo la proponía era nuestra inmediata y eterna separación, apenas si llena de estupor pudo balbucear algunas ininteligibles frases. Diríase que se había vuelto repentinamente estúpida, o que una instantánea parálisis acababa de apoderarse de aquel hermoso cuerpo lleno de juventud y de vida.

-¿Qué es esto, Esmeralda? -la dije entonces sacudiéndola por un brazo con dureza- ¿qué te sucede? Digámonos adiós, hija mía, ya que las largas despedidas alargan asimismo los padecimientos de los que se separan. Yo salgo de Santiago esta misma tarde y no puedo malgastar el tiempo que necesito para terminar el arreglo de mis asuntos. Y después de apretarla la mano en señal de despedida, di algunos pasos para alejarme; mas despertando ella entonces del entorpecimiento que la tenía embargado el sentido, se abrazó fuertemente a mis rodillas exclamando:

-No, no es posible, ni es verdad nada de cuanto acaba usted de contarme. Usted no se va y volverá aquí mañana como siempre, para que yo le vea, o iré yo adonde usted vaya, porque si no me moriré de pena, y de morir quiero morir así, abrazada a sus rodillas y arrastrándome a sus pies como un perro.

Sorprendióme desagradablemente hallar en aquella niña una resistencia que no esperaba, y si bien me conmovió al pronto su desesperación, como si yo no me hubiese sentido agonizar de amor en un caso parecido, me dije:

-Impresión es ésta del momento y que pasará bien pronto. Es niña, al cabo, ignorante aunque sensible, rústica pese a sus instintos... Es fuerza, pues, cortar el mal de raíz y no dar lugar a que tome incremento su dolor. ¿Qué entiende ella... qué puede alcanzársele de estas pasiones que matan? Acabemos.

Y entonces volví a decirla, mientras procuraba levantarla del suelo.

-Vamos criatura; deja de delirar. ¿No ves que lo que tú quieres es imposible? ¿Que si me fuese fácil acceder a tus súplicas sería en tu mal y no para bien tuyo como crees? No vales tan poco que no merezcas vivir amada al lado de otro hombre y no de rodillas a mis pies. De rodillas sólo se debe estar delante de Dios. ¡Ea!, sé razonable y déjate de inútiles lloriqueos.

¡Pobre Esmeralda! Yo no sé cuantas cosas la dije de esas con que la adusta razón desgarra las almas apasionadas y heridas por el desdén, la ingratitud y el despego de aquellos a quienes aman como a único bien.

Después, dándole un abrazo ceremonioso y frío como el olvido, procuré desasirme con fuerza de sus brazos; pero no pude lograrlo, porque se negaba por completo a soltar mis rodillas. Fatigado entonces por tan estéril lucha, que empezaba a parecerme ridícula, dando a mi acento toda la dureza que me fue posible, la dije de nuevo:

-¡Aparta, muchacha! ¿Quieres que te lastime? Deja de ser importuna y piensa en que te he advertido lealmente que todo acabó entre nosotros porque no te amo... porque amo a otra. ¿No debiste tú misma conocerlo? ¿No has visto despreciarte mil veces a pesar mío? Pues ya es tiempo, niña, de que te respetes a ti misma, ¡déjame partir! He hecho en bien tuyo lo que pude hacer. Adiós.

Y arrojándola con fuerza lejos de mí, salí del bosque sin mirarla ni volver atrás la cabeza.

¡Qué extraña naturaleza es la del hombre...! No llevaba yo intención de alejarme de Santiago; precisamente todos mis planes debían y deben realizarse aquí, y, por otra parte, me hallaba como nunca apegado a la ciudad, en donde tanto había amado y sufrido, en donde cada calle, cada piedra y cada árbol me hablaban sin cesar de Berenice. Pasado lo agudo del dolor, ese mismo dolor volvió a ser mi único y querido compañero; me complacía, llevándolo dentro de mí, en visitar los lugares que con sus recuerdos le avivaban. Por otra parte, aquí esperaba (y espero) volver a verla, lo cual me impedía en absoluto alejarme de la vieja Compostela; pero se me ocurrió hacerle creer a Esmeralda que partía, por si ésta caía en la tentación de buscarme. A fin, pues, de que no dudase que me había ausentado, y dejando de verme perdiese todo esperanza, hice propósito de no volver al bosque en algún tiempo.

-Es el amor algunas veces cuestión de presencia -me decía yo-, y más pronto me olvidará cuanto menos me tenga delante de sus ojos.

Hallábame, pues, decidido a huirla y evitar el hallarla en parte alguna, ya que la violencia con que me había demostrado su apasionado cariño el día de nuestra separación me produjera cierto disgusto, que aumentó mi despego hacia ella, dejándome comprender que en adelante ya no me sería posible hablarla sin sentir una de esas repulsiones invencibles que llegan a ahogar en el voluble espíritu toda conmiseración hacia nuestras víctimas, algo, en fin, que así nos separa del objeto que instintivamente nos repugna como nos aproxima al que amamos. Sí, Pedro; desde aquel día en que dejé de ver a Esmeralda, mi corazón pareció respirar más libremente y me entregué por entero a la adoración de Berenice, como el devoto que, después de confesadas sus culpas, cree encontrarse en comunicación más íntima con Dios. Arrepentido de mis faltas, como si ella fuese el único bien terrenal e infinito que el cielo me tuviese reservado en mi más allá, me propuse esperarla y hacerme digno de ella a los ojos del Eterno por medio de la paciencia y de la resignación. Fue entonces cuando resueltamente formé, respecto de este convento que me oíste llamar mío, los proyectos que espero hemos de ver pronto realizados... ¿Por qué no he puesto ya la primera piedra y echado los cimientos de mi obra? ¡Yo sólo soy el culpable y siento por ello intranquila, muy intranquila la conciencia...!, pero, dejemos ahora esto.

Un mes había transcurrido desde que dijera ¡adiós! a Esmeralda, y ya ardía en vivos deseos de visitar este bosque, ya sentía la nostalgia de mis flores, de mi río y de mis pájaros. Me parece que era por el mes de marzo, y como brillasen la luna y el sol de la manera que despierta más vivamente en mi alma queridos recuerdos, acometióme la tentación de encaminarme hacia estas umbrías, por lo que, sin poder vencer mis deseos, aun a trueque de exponerme a tropezar con Esmeralda, salté del lecho y en menos tiempo que el que tardo en decírtelo me vestí con objeto de dirigirme a estos lugares. Pero cuando abrí la puerta interior para bajar la escalera, hube de lanzar una exclamación de desagradable sorpresa y detenerme a mi pesar. En el último peldaño hallábase Esmeralda en pie, con su refajo color lacre, con su pañuelo de algodón, que, anudado sobre la cabeza, hacía gracioso marco a su rostro, y con el mandil de cenefa verde y fondo negro, encima del cual blanqueaban las limpias mangas de su camisa de lino. Inmóvil, y con los ojos clavados en los míos, empezó a mirarme... a mirarme... ¡Dios mío! ¡Si la vieras, Pedro! De una manera que me helaba la sangre en las venas... Y al mismo tiempo que me miraba así sonreíase enseñándome los dientes, que no eran tales dientes, pequeños y blancos como ella los tenía, sino astillas de huesos, puntiagudas y largas, que me parecía iban a herir sus labios sonrosados.

No me atreví a dar un paso, y como si me hubiesen clavado en el primer descanso de la escalera, osé preguntarla al fin:

-Esmeralda, ¿qué me quieres, y por qué me miras de esa suerte? ¿A qué has venido?

Ella guardó silencio y prosiguió mirándome con aquellos ojos, ¡ay!, ¡que no olvidaré jamás!

-Esmeralda -volví a exclamar con voz trémula-, Esmeralda, háblame, dime lo que quieres, pero no me mires.... no me mires así porque me das miedo.

Y como pareciese no oírme y con su inmovilidad de fantasma me causase cada vez mayor espanto, haciendo un poderoso esfuerzo de voluntad bajé en dos saltos los escalones murmurando:

-¡Yo te haré hablar! -pero cuando llegué al portal ya había desaparecido, y en vano miré a lo largo de la calle y registré en todas partes. ¿En dónde se había ocultado? No pude adivinarlo. ¿A qué había venido? ¿Y aquellos ojos? ¿Y aquellos dientes...? Y, sin embargo, era ella. ¿Qué significaba todo aquello?

-La encontraré, me dije, aun cuando haya de ir a buscarla a su propia casa.

Y tomé a todo andar hacia Conjo, por más que a cada paso que daba mi cuerpo se estremecía y mis pies parecían negarse a ir más lejos, helándome repentino frío como si una ventisca del San Gotardo me envolviese en sus heladas ráfagas. No tardé en comprender la causa de tan extraña como violenta emoción, presentimiento o como quieras llamarle, pues desde lejos distinguí a la puerta de la casucha en donde habitaba Esmeralda el negro pendón que acompaña a los muertos a la última morada, un sacerdote, algunas luces y mujeres que se mesaban los cabellos llorando a gritos. Sobresaltóse mi corazón que latió a toda prisa y dando un largo rodeo fui a colocarme en acecho tras de un paredón ruinoso, temiendo, no sé por qué, a que aquellas gentes, si llegaban a verme, me señalasen con el dedo.

No tardó en aparecer a mis ojos el ataúd en el cual cubierto de flores iba el cadáver de Esmeralda, que tres hombres conducían al cementerio. Yo no sabía lo que por mí pasaba. Si había muerto ¿cómo acababa de verla al pie de la escalera de mi casa? ¿Ni cómo llena de juventud, de vida y de hermosura, había podido sucumbir tan pronto? Sentí vehementes deseos de acercarme a su inanimado cuerpo para interrogarla, imaginándome que sus cárdenos labios habían de decirme todavía cuando pusiese mi oído sobre ellos: «Estoy viva, esto no es más que un sueño».

A pesar de que la visión primero, y el cadáver después, habían como paralizado todas mis facultades, una voz interior me acusaba y llamaba a grandes gritos asesino de aquella niña que la desgracia había hecho mi esclava. Una misteriosa fuerza me obligaba a seguir el fúnebre cortejo, pero de lejos, a gran distancia de los demás, como los traidores, cuando siguen hasta el patíbulo a aquellos que han vendido y entregado en manos del verdugo. Cuando llegó el momento en que iban a enterrarla y comprendí que no volvería a verla más en este mundo, me aproximé a la caja mortuoria, y contemplé, a pesar mío, aquellas facciones cuya gracia la muerte no había podido borrar.

-Porque... ¿por qué no la he amado? -me pregunté como si delante de mí acabase de descorrerse un tupido velo.

Pero fue aquello igual que pasajera ráfaga que apenas se siente cuando ya ha pasado. Allí, allí mismo, ante mi víctima, la imagen de Berenice, llena de gracias inefables y de terrenos encantos, vino a interponerse entre la muerta y yo, como esas gruesas nubes tempestuosas se interponen muchas veces en las noches de verano, entre la tierra y el pálido astro que nos presta su luz, cuando las sombras quieren reinar sobre el mundo. Yo, sin embargo, seguía contemplando el semblante marmóreo de mi pobre muerta cuando di un paso hacia atrás porque me pareció que volvía a mirarme con aquellos ojos que tanto me habían espantado y a sonreírme enseñándome aquellos dientes puntiagudos y medio destrozados que no eran los suyos.

-¡Ha movido los labios! ¡Ha levantado los párpados! ¡Está viva! ¡Está viva!

Así exclamaron de golpe a mi alrededor, mientras unos huían llenos de miedo y otros se inclinaban con ansiedad para ver de cerca el cadáver.

Bien pronto reinó entre los que le rodeaban, mujeres en su mayor parte, gran confusión, y mientras los más rezaban en voz alta fueron otros en busca de un médico a fin de que dijese si aquel cuerpo inerte encerraba algún soplo de vida, puesto que todos aseguraban que habían visto sonreír a la muerta. Pero vino el médico y burlándose de la credulidad de aquellas gentes ignorantes y visionarias, declaró que la gangrena empezaba a apoderarse del cadáver y que era forzoso proceder en seguida a su entierro. Hubo protestas y gritos, pero el cuerpo de Esmeralda quedó bien pronto sepultado en un rincón del cementerio en donde pienso enterrarme también.

Después oí el eco sordo y acompasado y amarguísimo de la tierra que caía sobre la caja, y huí refugiándome en casa del cura, de cuyos labios supe al cabo de qué manera rápida y violenta la muerte se había llevado a la hermosa niña. Todo lo que el buen sacerdote me dijo fue bien poca cosa, pues yo sabía más, yo tenía la llave de los secretos dolorosos. Según él, habiendo cambiado de repente el carácter de Esmeralda, pasaba ésta el día y aun la noche escondida en el rincón más oscuro de su choza, sin comer apenas, llorando sin cesar y resistiéndose a salir al campo con el rebaño, así como a hacer las labores domésticas con que en otro tiempo ayudaba a su madrastra. Provocó de este modo el enojo de su padre, quien después de golpearla, pocas mañanas hacía, de la manera más brutal, concluyó por arrojarla a la calle como un mueble inútil. Quebrantada, abatida, llena de aflicción, tendióse la infeliz como quien nada espera ni nada teme al pie del muro de un brañal cercano, y mientras la humedad penetraba en su cuerpo y la herían los rayos del sol, permaneció inmóvil y como muerta hasta que al caer de la tarde unas buenas mujeres hubieron de llevarla de nuevo calenturienta y sin sentido a su casa.

-Aquí la tiene -dijeron al padre, indignadas-, cúrela y no la deseche, ¡pobrecita! Ella es linda como una estrella. ¿Qué sabe usted si alguna envidia se la tiene así? ¡No hubiera pasado esto si viviese su madre!

Semejantes recriminaciones y consejos no hubieran hecho más que agravar la situación de Esmeralda a haber aquélla vivido; mas ningún daño pudieron causarle con su buena voluntad aquellas sencillas mujeres, porque la tristeza que la consumía, unida al tratamiento brutal de su padre y la enfermedad que la devoraba, la condujo en breves días al sepulcro.

Calló Luis largo rato, si bien parecía seguir una íntima conversación consigo mismo, mientras Pedro, como si se hallase bajo la influencia de una fuerza misteriosa, luchaba en vano para no dejarse arrastrar por aquellas corrientes supersticiosas en que su amigo, sin pretenderlo, le llevaba envuelto.

-No; esto no es mentira en absoluto -se decía-, sintiendo que un sudor glacial inundaba su cuerpo. ¡Hay aquí algo de verdadero que me hace temer y creer en cosas que antes no creía...!

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