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Rosalía de Castro

"El primer loco"

1.2

Biografía de Rosalía de Castro en Wikipedia

 
 
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El primer loco
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Capítulo I (Parte 2)

Aquí mis pensamientos se confunden, y se turba mi memoria... Te diré, sin embargo, que como en aquel momento no tenía sitio alguno en donde refugiarme para no ser visto, ella me vio, y me miró... me miró de la manera que ella sola sabe hacerlo, obligándome a que, como deslumbrado, cerrase maquinalmente los ojos. Pero bien pronto, aguijoneado por irresistible impulso, como el ciego que, tornando a ver, busca anhelante la luz que ha herido de nuevo su pupila, volví a abrirlos y la miré a mi vez. Yo ignoro lo que pude decirla con aquella mirada, y lo que con las suyas me dijo ella: ¡himno intraducible al humano lenguaje! Sólo sé que desde aquel momento, en el cual mi verdadera vida empieza, hemos quedado unidos para siempre.

Cuatro meses tardaron en abandonar el convento. La salud de Berenice reclamaba su permanencia en donde pudiese respirar frescos ambientes y campestres aromas, y yo fabriqué asimismo mi nido, como quien dice, entre los árboles de esta selva para no apartarme nunca de mi amada. ¿Tú sabes lo que es amarse como nosotros nos amábamos viviendo aquí? Pero... ¿cómo has de saber tú eso? Fueron semejantes días, siglos de placer para nosotros; pero no de placer de este mundo. Las estrellas tomaban parte en nuestros íntimos regocijos, y la luna nos acariciaba con sus rayos, siempre discretos, contándonos misteriosamente la divina historia de aquellos bienaventurados que al reflejo de su luz pudorosa gozaron anticipadamente en la tierra las inmortales delicias.

Las flores y las plantas nos conocían y hablaban con místico recogimiento cuando nos acercábamos a ellas; los pájaros se alegraban al vernos y la aurora parecía retardar algunas veces su salida para que no nos separásemos tan presto. En el mismo templo... ¡con qué recogimiento, mientras resonaban los sagrados cánticos, buscaba yo a Dios en alas de mi terreno amor, y cómo de esta manera me sentía más capaz de adorar al que todo lo ha creado! Allí fue en donde oí las solemnes promesas enviadas desde el cielo hasta mi corazón; las promesas eternas... ¿Qué importan, pues, los pasajeros vaivenes del mundo? Primero, ¡es verdad!, el agudo dolor que enloquece y asesina; después, el tormento sordo, constante, la fiebre lenta que consume; más tarde, la melancolía que nos acompaña hasta la muerte, y al cabo... al cabo el bien en toda su plenitud.

En una noche desabrida y oscura, a principios de noviembre, cuando como ahora el bosque se hallaba cubierto de hoja, en la cual se enterraba el pie con ruido misterioso, fuimos, buscándonos en la sombra, a decir por el momento ¡adiós! a nuestras citas en este paraje encantando y mil veces bendecido por ambos. Todo cambio es molesto por leve que sea, cuando nos hallamos contentos con lo que poseemos, sobre todo si ese cambio ha de robarnos aun cuando sea una pequeña parte de nuestro bien. Por eso, por más que teníamos por imposible que en adelante dejásemos de vernos, pues no habría humano obstáculo que pudiese impedírnoslo, por más que nos cabía la seguridad de que ella había de estar siempre conmigo y yo con ella, ambos nos hallábamos tristes aquella noche porque ya no nos sería dado bajar cada día al bosque bendecido y contemplarnos allí en no interrumpidos éxtasis, alumbrados ya por el sol, ya por la luna, y teniendo por únicos testigos de nuestros interminables coloquios todo lo que hay de más bello en la naturaleza: árboles, flores y pájaros; astros amigos que nos miraban cariñosos desde la altura, y dulces murmurios, silencio y misterio por doquiera.

Con las manos estrechamente enlazadas, mientras nuestras miradas se buscaban por instinto entre las tinieblas que nos envolvían, hubo un momento, aquél en que íbamos a separarnos, en que, no hallando palabras con que expresar el disgusto que de ambos se había apoderado, permanecimos silenciosos. Oímos entonces caer la lluvia con rara y triste armonía sobre las muertas hojas, y leves estallidos, que pudieran decirse dolorosos, producidos por los ya secos tallos de las plantas y flores marchitas que el viento iba tronchando en su vertiginosa carrera, llegaban por intervalos a nuestro oído, mientras el río, engrosado por las lluvias, rugía sordamente arrastrando en medio de las tinieblas, ¡quién sabe que ignoradas víctimas! Todo era oscuridad arriba y abajo. Sólo una estrella, brillando de cuando en cuando a través de las nubes, venía a reflejarse en los profundos charcos, apareciendo en el fondo, inmóvil y misteriosa, semejante a esas ideas fijas que moran escondidas y enclavadas en las almas a las cuales atormentan, sin que nadie más que la propia conciencia se aperciba de que allí existen.

Era aquélla la única luz, la sola claridad que se veía en toda la extensión tenebrosa de estas alamedas, que la noche llenaba de misterio, así como infundía en mí ánimo supersticiosos temores... ¡Dentro del pavoroso y negro marco que cerraba el líquido espejo, reflejaba aquella estrella, por cierto de una manera bien fatídica, su velado fulgor! Un perro empezó a aullar a lo lejos, percibí el aleteo frío y repulsivo del murciélago que giraba silenciosamente en torno de nuestras cabezas empapadas por la lluvia, y sobrecogióme un inexplicable temor. Seres ocultos hacían sonar calladamente en mi oído melancólicos ecos, inteligibles profecías...

-Recógete, amada mía -la dije, temiendo por ella, no sé a quien ni por qué-, la noche está cruda y tan triste como nosotros; lloran las nubes y las plantas tiemblan ateridas temiendo a la muerte que ronda en torno de ellas. Tú misma estás tiritando, bien mío... separémonos, pues ya que al fin ha de ser...

¡Y al fin nos separamos! Pero no sin que antes nos hubiésemos prometido que en tanto nuestros cuerpos tuviesen que sufrir los tormentos de la ausencia, no estarían ni un solo momento desunidas nuestras almas, sino que se buscarían y se darían amorosas citas, ya en este bosque, ya en algún otro paraje oculto que nos fuese querido: y así nuestra dicha no tendría tregua ni fin, pese a las contrariedades de esta misera y perdurable vida. Así sucedió, en efecto, y falta hizo en verdad que su espíritu y el mío tuviesen el don de atraerse el uno hacia el otro, y de juntarse a través de la distancia, porque los días pasaron y pasaron sin que hubiésemos tenido ocasión de volver a hablarnos ni una sola vez. Veíamonos a horas dadas y desde lejos, y escribíamos diariamente una o dos cartas interminables en las cuales nos dábamos minuciosa cuenta de nuestros actos, de nuestros pensamientos y de los deseos y ansias que nos acosaban, de cuanto, en fin, constituía la única dicha que nos ayudaba a soportar la vida en tan intolerable separación. Estas cartas llegaban invariablemente a nuestras manos tarde y mañana, gracias a los prodigios de habilidad que yo llevaba a cabo con ayuda de Berenice, y que la propia necesidad de ponerlos en práctica me sugería. Mas a pesar de todo esto, como el ético debe de sentir la calentura que lentamente le consume, sentía yo cada vez con mayor intensidad la nostalgia del pasado, la nostalgia de aquellos días y noches en los que oía su voz, aspiraba su aliento y estrechaba sus pequeñas manos entre las mías.

Necesitaba volver a tenerla a mi lado, a escuchar sus dulcísimas frases intraducibles como no fuese para mi alma y mi corazón, siempre con hambre y sed de ella, a percibir, en fin, su perfume fresco y casi imperceptible, pero que me producía divinas embriagueces y adormecimientos celestiales. Y entre estas ansias y deseos que iban creciendo, creciendo, a medida que tocaba la imposibilidad de verlos realizados, consumíame y secábame como se secan algunas fuentes con los calores del estío, y sólo en este bosque me era dado calmar algún tanto mis tenaces ansiedades. Sentado en algún paraje oculto donde entre las violetas y bajo el follaje tantas veces habíamos sido dichosos viendo correr el agua a nuestros pies y oyendo cómo cantaba el jilguero y silbaban los mirlos, me reconcentraba en mí mismo, y llamando en mi ayuda todo el poder de mi inmenso amor, todas las fuerzas que en mí se encierran, evocaba su sombra y ella venía, velada primero como aurora de abril que la neblina envuelve, después, tal como Dios la ha hecho con sus contornos de estatua griega, admirablemente delineados, su graciosa cabeza, portento de hermosura y su todo perfecto y sin tacha. Entonces, como si aquella adorada sombra fuese ella misma, sonreíame y me acariciaba, permitiéndome sin dulces resistencias que la estrechase castamente contra mi corazón, y así abrazados conversábamos sin cansarnos sobre los misterios de los eternos amores, misterios que nos eran revelados por los espíritus amigos, los cuales, sin que les viésemos, revoloteaban en torno nuestro. Al día siguiente, contábale cuanto me había pasado y le escribía diciéndole:

«Te llamé ayer y viniste, bien único de mi vida, y transportados en espíritu a las azuladas y venturosas regiones en donde dos almas se funden en una sola, no hemos sentido siquiera pasar las horas rápidas. ¡Oh! ¡Mi niña querida! ¿Quién como nosotros puede desafiar cuanto hay de mudable y perecedero en las pasiones y cosas humanas? ¡Qué dichosos hemos sido, a pesar de la distancia que nos separa! ¿Te acuerdas? Y eres tan buena, única gloria y porvenir mío, que todavía no me has abandonado, pues te escribo sintiendo tu divina cabeza al lado de la mía, y tus perfumados rizos resbalando sobre mi rostro. ¿No es verdad que tú conservas también en tu frente, en tus ojos y en tus manos, el calor que han dejado en ellos mis labios? ¡Oh! ¡Berenice... Berenice adorada! ¡Qué consolador es todo esto...! ¡Pero cómo aumentan al mismo tiempo de una manera que espanta, mis ansias insaciables de ti! Ángel mío... ¡cuándo real y verdaderamente podré beber en tus labios la vida que lejos de ti parece empieza a querer faltarme!».

Y ella me contestaba: yo sé de memoria todas sus cartas:

«¡Que si me acuerdo me preguntas...! ¿No sabes que no puedo menos de acordarme? Al oír que me llamabas, mi espíritu, que andaba también buscándote lleno de tristeza, corrió a esconderse en tu regazo como un niño asustado en los brazos de su madre. Hallábaste en aquel hondo paraje donde crecen tantos lirios y violetas y corre el agua en silencio, como si fatigado el río de caminar sin descanso quisiese al fin dormirse al abrigo del monte, arrullado por el rumor de los pinos. ¡Qué cosas tan hermosas me has dicho! Yo, pobre de mí necesitaba oírlas para no desfallecer de impaciencia y melancolía, porque al ver que pasan los días sin que podamos hablarnos, se apodera de mi ánimo el más negro desaliento... Sí... aún percibo el calor de tus labios... y me entristezco... ¿Por qué fueron tan breves aquellos días? Henos ahora sufriendo, yo no sé hasta cuándo, el suplicio de Tántalo, suplicio que va siendo superior a mis fuerzas. ¿Por qué ocultártelo? Tampoco me basta verte desde lejos y soñar que estoy a tu lado... No, no basta esto, Luis mío, a satisfacer las ansias que siente mi alma por la tuya».

Enloquecido de felicidad y de amor, cogía yo las cartas en que estas y otras cosas me decía, y después de devorarlas a besos las colocaba sobre mi corazón hasta que al día siguiente podía sustituirlas con otras que me traían más fresco el perfume de sus manos. Sí, Pedro; mi amor por Berenice fue embargando hasta tal punto todas mis facultades que yo no veía ni comprendía más que a ella, y si de cuando en cuando me acordaba de Dios era sólo por ella, y si hacía algún bien a mis semejantes era asimismo por ella, y si algún mal (hubiera sido hasta asesino) por ella únicamente también lo hacía. Era esto demasiado, sin duda, para inspirado por una hija de Eva y sentido por una flaca criatura deleznable y mortal que, pese a sus aspiraciones, no puede asegurar jamás lo que será de ella mañana, ni menos dirigir sus miradas al porvenir que densas tinieblas velan siempre a nuestros ojos. Muchas veces, deteniéndome un momento en medio del vértigo que me poseía, me preguntaba a mí mismo con cierto espanto:

-¿Qué haré desde el momento en que sea mía? ¡Mía...!

No; a mí no podía bastarme como a cualquier otro hombre poseer en absoluto, en este mundo, el cuerpo y el alma de Berenice; mis ambiciones eran infinitamente más grandes, rayaban quizás en lo impío... Yo quería... yo quiero aún y deseo con mortales ansias... ¡Imposible es que me comprendas, imposible!

Acaso fatigado, acaso para concentrar mejor sus pensamientos y recuerdos, Luis guardó silencio, mientras su amigo, mirándole de soslayo con una mezcla de asombro y de mal reprimida compasión, se entregaba a diversas reflexiones. Doliéndose sin duda del triste estado a que aquél había llegado, víctima de su insensata pasión por Berenice, a quien él veía y juzgaba de bien distinta manera que el enamorado joven:

-Verdad es -decía para sí- que a esta clase de víctimas les queda siempre el consuelo de ignorar, como los beodos, el mísero estado a que se encuentran reducidos, mientras la amorosa embriaguez perturba su razón. No son por eso menos ridículos los que el alado niño enloquece, que los adoradores de Baco. ¡Qué cosas maravillosas no cuenta este desventurado de una criatura seca de corazón, como quien ha nacido sin él, pagada de su hermosura y del lujo que la rodea, y coqueta como las que sólo entienden de sacrificar en aras de su vanidad (insaciable como los ídolos en cuyas profundas bocas iban los fieles a depositar sus ofrendas) una tras otra víctima! Es imposible que semejante mujer haya podido comprender nunca el amor de Luis, cuánto más sentirlo igual. ¿Por qué, pues, le ha correspondido y aun escrito de una manera que en cualquiera otra tiene en verdad más de inconveniente que de sensato? ¿Es ella capaz de pensar por sí sola lo que decía en sus cartas? Lo que me parece es que las ha como calcado en aquéllas en que el pobre enamorado la hablaba apasionadamente de cosas que (Dios me perdone si pienso mal) supongo la habrán hecho reír mejor que inspirarla sentimientos ajenos a las naturalezas vulgares como la suya. Divirtióla, sin duda, representar por algún tiempo una tragicomedia, de la cual era principal protagonista, y he ahí la razón de todo ello. ¡Por mi fe que debió ser así! Pero en tanto, Luis, ese hombre de clarísimo entendimiento y de corazón sano, se duele de la incurable picadura del áspid anidado en sus nobles entrañas. ¿Tuvo ella, sin embargo, la culpa de ser así amada? ¿La tuvo él acaso de amarla de tal suerte? Aquí empieza para mí lo inexplicable y lo fatal. Cuando quiero profundizar ciertos misterios, mi razón vacila y retrocedo espantado.

En tanto Pedro se daba a tales reflexiones, Luis, inmóvil y pensativo, parecía buscar con extraviados ojos algo que huía en el vacío ante sus inquietas miradas. Más pálido que nunca, dejaba adivinar por lo desencajado de su semblante los sufrimientos que en aquel momento le martirizaban, mientras la angustia que le oprimía el corazón se exhalaba de cuando en cuando en hondos suspiros.

-Voy a continuar mi relato -exclamó por fin pasando una mano por la frente y como haciendo un esfuerzo sobre sí mismo-. Hoy, ¡no sé por qué!, deseo hablar de cosas que no he hablado jamás.... pero cuando va a revolverse el légamo que, semejante al de ciertas insalubres lagunas, reposa podrido en el fondo del corazón, fuerza es que nos preparemos para no exponerse uno a asfixiarse; por eso me detuve algunos momentos. Y no es que no tenga ya bien digerida mi ración de dolor e interceptados cuantos respiraderos pudieran dar salida a los fétidos miasmas acumulados desde hace tiempo en lo más profundo de mi herida.... pero, aun presa, la fiera ruge y enseña a través de la doble reja que la guarda los puntiagudos colmillos. Confieso que me encuentro sobreexcitado, y al ir a tocar en lo que hay de más duro y amargo en esta historia, vacilé a mi pesar... Pon, sin embargo, oído atento; voy a proseguir resueltamente, y no volveré a detenerme.

El padre de Berenice acababa de regresar, y hacía seis eternos días que no me fuera posible verla ni darla o recibir de ella carta alguna.

-¿Estará enferma? -me preguntaba lleno de inquietud, pues no podía creer que la llegada de aquel hombre, por más que éste tuviese fama de severo, la hubiese quitado todos los medios de dejarse ver y de comunicarse conmigo, siquiera fuese con sólo sus miradas.

Bien pronto, cuando menos lo esperaba, al doblar una tarde la esquina de no sé qué calle, salí en parte de mis incertidumbres viéndola aparecer delante de mí acompañada de él y de un extranjero de más de treinta años, rojo como una brasa y de aire indiferente y desdeñoso como el de un salvaje. Metido en un holgado y larguísimo gabán, bajo el cual se delineaban con grosera aspereza sus anchas caderas, encajado el sombrero en línea perpendicular sobre la insípida cabeza sajona, y andando con un aplomo de rey godo que hacía reír, iba al lado de Berenice proyectando sobre ella su enorme sombra y privándola del calor del sol que aquel día brillaba esplendoroso.

No pude menos de sentir frío y disgusto por mi ángel, al verla en próximo contacto con tan enorme y antipático ser, y estuve tentado a coger aquel hombre por cualquiera de sus ángulos agudos y arrojarle violentamente contra la pared más próxima, lo cual me hubiera divertido en extremo. Hube de contenerme, sin embargo, comprendiendo la inconveniencia, en aquellos momentos por lo menos, de mis aviesos instintos, y me resigné a dejarles pasar sin hacer la más leve demostración de enojo, pero no sin que buscase con mis ojos los de Berenice enviándole en una mirada toda mi alma. Mas ella, como si no hubiese notado mi presencia, volvió hacia otro lado la cabeza con la indiferencia de una reina que no acierta a fijarse en las míseras muchedumbres que bullen a sus pies.

¿Será posible? -me pregunté, temblando de asombro y de inquietud-. Aunque estuviese tan ciega que no me hubiese visto, ¿cómo su alma no había de decirle que yo me hallaba allí? Acaso temió a su padre, pensé, y esta idea me impidió, como era mi deseo, ir siguiéndoles; corrí por el contrario a esconderme en mi habitación, llena el alma de inquietos presentimientos.

A partir de aquel momento, empezó dentro de mí (yendo siempre en grado ascendente) una horrible batalla entre lo real y lo absurdo, entre la verdad que hiere desengañando y la mentira que matando halaga. Yo veía y no podía creer en lo que veía; venían a hablarme, y me negaba a oír la verdad, se me atormentaba, y me obstinaba en pensar que no eran ni mi alma ni mi cuerpo los lastimados. ¿Cómo... cómo podía darte una idea aproximada de las internas tempestades que dentro de mi corazón y de mi pobre cerebro enfermo se desencadenaron y sucedieron sin descanso? ¡Imposible! No puede medirse ni calcularse la inmensidad de ciertos abismos. Todavía transcurrieron así algunos días en el mismo silencio y alejamiento por parte de Berenice, en la más horrible de las inquietudes por la mía. Hasta fui a pasearme sin rebozo alguno, y desafiando las paternales iras, bajo sus ventanas; pero en vano, porque Berenice no se asomaba a ellas jamás.

-¡Dios mío...! -me preguntaba entonces apretando con mis trémulas manos las sienes, que parecían querer estallar a impulsos del dolor-. ¿Qué le está pasando a mi niña, a mi ángel custodio, a mi santa querida?

Y me daba a forjar los más descabellados proyectos, a fin de poder hallar el camino de la verdad, en medio de la densa noche que me cercaba; mientras mi corazón iba llenándose de ponzoña y mi razón, torturada de una tan cruel manera, se exaltaba y divagaba con el extravío propio de la locura. Porque tú no sabes de qué modo tan atormentador, unido a la adusta figura del padre de Berenice, se presentaba a mi memoria la imagen del enorme extranjero, con su aspecto avieso y repugnante, como el de una bestia feroz, a la cual hubiera deseado dar caza con mi revólver. Por fin un día -¡era martes!- hallábame sentado en el pretil de la carretera, desde cuyo punto podía divisar a lo lejos sus ventanas, cuando sin que yo le hubiese visto aproximarse (porque yo nada veía de lo que no se relacionase con ella), un muchacho, tocándome en el hombro, me entregó una carta, desapareciendo en seguida. Mi vista se nubló de repente y cesó de latirme el corazón... Era suya la letra del sobre. ¿Por qué no rompí éste en seguida, cuando la incertidumbre que me devoraba estaba a punto de trastornar mi razón? Lo ignoro... he dicho mal; lo sé. Hay quienes al ir a ser sorprendidos por la muerte, hallándose llenos de juventud y de vida, siéntense súbitamente sobrecogidos por secreto terror y se entristecen sin causa conocida. ¿Qué es lo que tengo? ¿Qué va a pasarme?, se preguntan palpándose y mirando en redor sin ver cosa alguna. Y es el ángel de los eternos sueños quien les contesta apretándoles la garganta con invisible lazo y cerrándoles los ojos para siempre. Mientras por mi frente corrían gruesas gotas de un sudor glacial, daba yo vueltas en mis crispadas manos a aquella carta tan querida como deseada había sido, sin atreverme a abrirla; pero ello tenía que ser y fue.

Brevísimos eran los renglones, pero de sobra compendiosos.

«¡Luis! -me decía-, todo acabó entre nosotros, aun cuando me pesa tener que decírtelo así tan claro. No te hablaré de los motivos que me obligan a ello; ¿para qué? Existen, y basta. Olvídame; no soy digna de ti».

Quedé aterrado. Adán al oír la voz del ángel que blandiendo la espada de fuego le arrojaba por mandato de Dios del paraíso, condenándole al trabajo y a la muerte; Balthasar leyendo su postrera sentencia, que una mano misteriosa escribía con letras de fuego en la pared de la sala del festín, no sintieron el horror que de mí se apoderó tan pronto pude penetrarme de la realidad y extensión de mi desdicha. Hasta ignoro lo que fue de mí el resto de aquel día y la noche que le siguió, ni por qué extraños parajes anduve errante. Sé, sí, que no torné a mi morada hasta el amanecer de la siguiente mañana, y que al verme llegar tan demudado y cubierto de lodo, prorrumpieron todos en lastimeras exclamaciones que yo oía indiferente y como si no se tratara de mí.

No tardó en sorprenderme la visita del médico, a quien con toda la cortesía que me fue posible le hice saber que con mi enfermedad, hija del cansancio y disgusto moral, nada tenía que ver la ciencia. El doctor, sin embargo, fiel a su deber y sin hacer caso de la resistencia pasiva que de antemano oponía yo a probar la virtud de sus recetas, me dijo no sé qué cosas del hígado, de los nervios y de mi temperamento, cuyas fuerzas, completamente desequilibradas, me exponían a algún desagradable accidente.

-Ante todo -concluyó diciendo, después de mandar por un calmante-, le recomiendo a usted un reposo y sosiego inalterables, por ser de absoluta necesidad para su salud. No se calmará de otra manera la profunda excitación y la calentura que le domina.

Viendo que no había otro remedio, fingí al cabo de avenirme a seguir sus prescripciones para que así me dejase más pronto libre, y encerrándome con llave tan pronto quedé solo en mi cuarto, fui a arrojarme sobre la cama, agitado y como fuera de mí.

-El médico, pensaba yo confusamente, me recomienda ante todo sosiego y descanso, y en verdad, es lo único que necesito, así como el lograrlo la cosa más fácil del mundo. Esa ventana por donde penetra la luz ofendiendo mis pupilas, los muebles de la habitación, el lecho en que me he tendido danzan de una manera insufrible en torno mío, haciendo infernal estrépito; el corazón se empeña en que ha de salírseme del pecho rompiéndolo sin compasión, y la misma tierra tiembla bajo mis pies como si hubiese llegado su último día... ¡qué horrible batahola!, ¡sosiego!, ¡descanso! ¡Tiene razón el buen doctor!

Y tentóme de tal suerte a la risa esta idea, que prorrumpí en una carcajada convulsiva que puso término a mis agotadas fuerzas, pues caí al suelo sin aliento sintiéndome morir asfixiado. Y hubiera muerto sin remedio a no haber estallado en hondos sollozos, tras de los cuales un abundantísimo llanto corrió de mis hinchados y encendidos párpados. Sostenido por la fiebre, pude todavía levantarme aquella tarde y salir sin ser notado de las gentes de mi casa. Cuantos me veían en la calle pronunciaban frases que yo no entendía y se paraban señalándome con el dedo; debía parecerles un espectro; pero yo, indiferente a todo, seguía impasible mi camino. Aun cuando me hubieran sujetado con férreas ligaduras, mis manos las hubieran roto para poder ir adonde en mi delirio me había prometido que llegaría. ¡Ah!, quería saber lo que tan claramente se me había dicho, pero que no podía ni quería atreverme a creer. ¡Todos nos resistimos a dar fe a los propios oídos, si es que se nos ha hecho escuchar nuestra irrevocable sentencia final!

Tenía Berenice una buena amiga, viuda, de más de cuarenta años, cuyo talento y carácter eran de todos apreciados. Nunca nos habíamos hablado, pero éramos antiguos conocidos a pesar de esto, toda vez que Berenice la tenía por confidente y se hallaba enterada de cuanto se refería a nuestros amores. Sin vacilar un solo momento, me dirigí a su casa y le pasé recado diciéndola que precisaba hablarla. Al verme, sus ojos, que debían haber sido muy hermosos, me miraron con simpatía y tristeza, mientras me ofrecía un sillón en el cual medio me dejé caer como desplomado.

-Siento una agradable sorpresa al verle a usted en esta casa -me dijo-, y deseo poder servirle en cuanto esté en mi mano.

-Por de pronto -la contesté lleno de turbación-, tengo que apelar a la indulgencia de usted por la manera con que acabo de presentarme.

-Omita usted toda excusa. Cuento entre los míos a los amigos de mis amigos, y usted debe saber por lo mismo que no me es ni extraño ni indiferente.

Díjome esto con un acento de franqueza y sinceridad que no permitía dudar de sus palabras, y aún observando sin duda que yo no acertaba a declararla el objeto de mi intempestiva visita, para darme lugar a que cobrase valor añadió con marcado interés:

-Está usted muy demudado. ¿Le aqueja por ventura algún padecimiento?

-Acaso, señora... uno bien extraño -la respondí medio tartamudeando; y añadí lleno de confusión-. Va usted a perdonarme, ya que, si me atrevo a tanto, consiste en que es para mí cuestión de vida o muerte la que aquí me trae.

-Hable, por Dios -exclamó casi asustada al notar mi emoción-. Tráteme usted como a una antigua amiga.

-Quisiera -la dije entonces en voz tan baja que apenas sí podía oírme a mí mismo-, quisiera... hablar a... Berenice... una vez... ¡una sola!, y no hallo medio posible de lograrlo.

-¡Ah! -exclamó al pronto la buena señora con maliciosa expresión. Mas después de meditar algunos momentos, como si acabase de resolver consigo misma algún importante problema, repuso-: Si usted lo desea, la escribiré ahora mismo rogándola que tenga la bondad de venir a verme.

-¡Si fuese usted tan condescendiente... tan buena! -exclamé sintiendo impulsos de arrojarme a sus pies.

Debió ella comprender hasta qué extremo me devolvía con semejantes palabras el ánimo perdido y cuánto le agradecía aquel servicio para mí impagable, porque la oí murmurar enternecida mientras abandonaba la estancia.

-¡Pobre joven! Así pudiese hacer por él todo lo que deseo y merece; ¡cómo se ha vuelto...!, ¡y después dicen que no hay quien sepa querer bien!

Cuando apareció de nuevo, recordándome que para el cuerpo enfermo es siempre saludable la atmósfera embalsamada de las flores, me instó a que pasase al jardín, el cual se hallaba casi a nivel de la sala, y me entretuvo (quizá para evitar que volviese a hablarla de Berenice) explicándome las excelencias de algunas flores; flores que brillaban a mis ojos sobre su alto tallo, descoloridas y sin aroma como mis agonizantes esperanzas. Bien pronto sonaron dos golpes en la puerta, sintióse el crujir de un vestido de seda y un débil perfume que me dejó medio desvanecido llenó la atmósfera... ¡Ella venía...! ¡Qué momento aquél...! Instintivamente volví la espalda, temiendo sorprenderla desagradablemente con mi desencajado semblante.

-Te doy gracias -oí que le decía la buena señora-, por haber acudido tan puntualmente; pero no he de serlo yo tanto en decirte para qué te he llamado. Antes, querida niña, tengo que hacer un minucioso registro en mi papelera: sírvete, pues, pasar al jardín y esperarme, que en seguida estoy contigo.

Y se retiró al fondo de la sala desde donde nos veía sin que pudiese oír lo que hablábamos, fingiendo buscar entre sus papeles algo que sin duda no le era necesario.

La sorpresa y el disgusto dibujáronse en el rostro de Berenice tan pronto se halló sola conmigo. Yo no la di, sin embargo, tiempo a reflexionar en nada. Tambaleándome, embriagado por la felicidad de volver a verla, me aproximé a ella, diciéndola con un acento que la hizo estremecerse ligeramente:

-Alma de mi alma... ¿te has vuelto loca? ¿Qué me has escrito ayer? ¿Cómo te has atrevido a dirigirme aquella carta que estuvo a punto de matarme? ¿Por qué hace tantos siglos que no me dejas siquiera verte, luz de mis ojos? ¿No sabes que agonizo así?

Con un sí es no es de mal reprimida impaciencia y algo de temor me miró, puede decirse, de una manera algo inquisitorial, y en un tono tan nuevo para mí como las frases que me dirigía, me dijo:

-No te he escrito ni he dejado que me vieras, porque a nada conducía ya que te viera ni te escribiera.

-¡Que no conducía a nada...! -murmuré como un idiota-. Explícate; no entiendo una palabra de lo que me dices... Sin duda deliras como yo he delirado, mi idolatrada niña. ¿No sabes que estamos unidos para siempre... para siempre jamás? Y cogiéndola las manos aquellas manos mías, se las besé con frenesí.

Ella entonces, mirándome impaciente como si la incomodase oír mis cariñosas frases, pero compasiva al mismo tiempo pues sin duda tenía en cuenta mi fe ardiente en la mancomunidad de nuestros destinos, me atrajo hacia una esquina del jardín en donde nadie podía vernos, y me dijo:

-Luis, ten valor; es preciso que me perdones y me olvides para siempre... éstas son cosas de la vida que duelen al pronto y que se olvidan después. Ahora soy yo la que te deja; mañana es posible que fueses tú el que me dejases a mí; desde que hay hombres en la tierra ha sucedido siempre lo mismo. Ya te irás consolando poco a poco; ya amarás a otra, y aun a otras... perdóname y olvídame... confieso que no soy digna de ti.

Y aproximando la frente a mis labios, añadió:

-¡Adiós! Dentro de poco sabrás lo que todo esto significa.

Y me dejó solo... solo... solo para siempre.

Al decir esto, con ronco acento y en el crescendo de la desesperación, desprendiéronse de los ojos de Luis gruesas lágrimas que bañaron su rostro pálido, como pudieran bañar el de una estatua. Diríase que sus ojos era lo único que en él lloraba, permaneciendo el resto ajeno al llanto, que parecía manar de misteriosa y amarguísima fuente.

Pedro se hallaba a su pesar conmovido en parte, en parte también violento y deseando que diese término a una historia que no tenía de nueva ni de notable más que las semifantásticas redundancias con que el protagonista la adornaba, así como la manera interesante y expresiva con que sabía relatarla. Respetando, sin embargo, el verdadero dolor que aquellos recuerdos producían en el alma de su amigo, se limitó a observarle en silencio, dejándole en absoluta libertad de alargar o acortar la ya interminable narración.

-Al oír las terribles palabras -añadió Luis-, con que Berenice se despidió de mí, quedé al pronto anonadado, sin voluntad propia, sin conocimiento real de lo que hacía y sentía. Ni sé cómo pude despedirme de la buena señora que tan indulgente se había mostrado conmigo, ni ella, temiendo sin duda mortificarme, me lo dijo jamás. Cuando desperté del estado de idiotismo en que había caído, me hallé en mi cama, débil hasta el punto de caer como un beodo si intentaba ponerme en pie. Tuve, pues, que permanecer largos días encerrado en mi gabinete, sin ver otra persona que la que me asistía y procurando por todos los medios posibles restablecerme, a fin de recobrar con la salud la perdida libertad. Por lo demás, el recuerdo de cuanto me había sucedido con Berenice se hallaba tan confuso en mi memoria como el de una de esas horribles pesadillas cuyos detalles se borran de nuestro pensamiento tan pronto despertamos, dejándonos únicamente rastros de la angustia con que nos han oprimido.

-¿He delirado en mi enfermedad? -pregunté un día a la persona que me cuidaba.

-Mucho -me respondió.

-¡Gracias a Dios! -dije entonces para mí con cierta alegría-. Todos esos confusos recuerdos que a veces parecen querer asombrarme, asomando el torvo rostro al lado del rostro divino de Berenice, no son más que fantasmas inventados por mi mente calenturienta. He estado gravemente enfermo sin saber que lo estaba, y he ahí explicado el misterio. ¡Dios mío, qué horribles cosas he visto y sentido! ¡Pobre naturaleza humana! ¡Hasta qué tristísimo y deplorable estado es capaz de descender!

La idea para mí halagadora, y que acepté como verdadera, de que si algo doloroso recordaba haberme pasado con Berenice era pura ficción de mi fantasía, contribuyó a restablecerme mucho antes de lo que nadie hubiera esperado; pero yo no sé, a pesar de todo, qué luto interno cubría mi corazón. Tampoco, a pesar de mis poderosos esfuerzos de voluntad, me era ya posible representarme la adorada imagen de mi amada en la misma forma que lo hacía antes de haber estado enfermo. Un espectro descomunal, anguloso, descalabrado, venía a interponerse entre nuestras dos almas y las impedía aproximarse la una a la otra, haciéndome sufrir de tal suerte que me parecía estar delirando aún.

-¿Sabrá que he estado enfermo? -me preguntaba a cada paso-. ¡Cuánto debe haber sufrido mi pobre ángel! Pero... ¿por qué...?, ¿por qué su espíritu no viene a consolarme como en otros días? Dijérase que lo que en el extravío de mi razón me he imaginado ver pudo influir de alguna manera en nuestros destinos.

El día en que por primera vez pude salir a la calle para ir a verla, me asaltó de súbito una impresión de terror que no pude explicarme. Como aquél que tras largo viaje, al regresar al hogar querido, tuviese el presentimiento de que no iba a encontrar más que una tumba vacía, apresuré el paso temblando y me hallé bien pronto al pie de su casa, la cual estaba herméticamente cerrada. ¿Habrán ido a Conjo...? ¡Increíble felicidad! Pero apenas si empezaban a asomar los primeros brotes en las ramas de los saúcos, y no era tiempo todavía de que los hijos de la ciudad pudieran hallar en el campo las delicias que en más benignas estaciones les promete. Todo esto lo pensé en un segundo, sintiendo al mismo tiempo que aquel luto interno que cubría mi alma acababa de tomar espantables proporciones. Inmediatamente vine aquí, y sin poder contener el marcado y peligroso desasosiego que de nuevo empezaba a apoderarse de mí, subí a casa del cura inventando no sé qué pretexto, y al primer criado que salió a abrir la puerta, que fue un muchacho muy conocido mío, le pregunté si Berenice y su madre se hallaban en el convento.

-¿Pues no sabe usted -repuso el mozo con marcada sorpresa, que la señorita Berenice se ha casado hará un mes?

-¡Casado! -exclamé con voz sorda-, ¿quién te ha dicho semejante patraña, mentecato? ¡Casado! -Y lancé una carcajada que hizo estremecer de pies a cabeza al pobre muchacho, quien, como aquél que duda si debe hablar o callar, añadió por último:

-Pues... sí, señor; se ha casado con un norteamericano muy rico. Mi amo, el señor cura, fue el que les ha echado la bendición, después de lo cual embarcaron al día siguiente para Nueva York, con un tiempo que daba gloria.

Desde que hube oído aquellas blasfemias, empecé a comprender y a despertar como deben despertar los enterrados vivos dentros de su tumba... ¡Pero yo no podía creer aquello...! ¡No... no era posible! ¿Cómo había de soportar tan espantosa idea?

No sé cómo volví a recorrer el camino, ni cómo pude decidirme a subir de nuevo a casa de mi bien hechora, la amiga de Berenice. Sé que me encontré allí, y que aquella mujer hubo de repetirme, llena de consternación, en presencia de mi doloroso espanto, poco más o menos lo que aquí acababan de decirme.

Era verdad, ¡horrible verdad! Berenice se había unido a aquel gigante entre sajón y salvaje; si su alma era mía, a él había entregado o vendido su cuerpo santificando el abominable contrato por medio de un inicuo juramento. ¡Mi pobre niña... mi ángel custodio en brazos de aquel bárbaro, que hacía recordar los feroces guerreros germánicos, con sus cabellos rojos y sus manos y sus pies de gigante! ¡Mi diosa, mi ídolo, mi pequeñuela, tan graciosa como una hada; tan espiritual, tan sensible, tan pura y tan mía, satisfaciendo los brutales deseos de aquel animal de carnes rojas y alma de piedra!

Nunca había sentido yo celos de la que mi alma poseía plenamente, ni imaginara siquiera que podría llegar nunca a tenerlos; hay suposiciones que casi pueden tenerse por crímenes. Yo confiaba en ella como confían los fatalistas en el destino y los creyentes en Dios, cuyas promesas no pueden dejar de cumplirse. Berenice era lo que decimos mi ab eterno, y es inmutable lo que allá se ha ordenado; por eso sigue perteneciéndome... pero... dejemos ahora esto. Te decía que nunca había tenido celos de ella, y que hasta me creía exento de esa pasión, castigo el más horrible de los pecados del amor, y que es fuerza que sufra todo el que ama con exceso, a fin de que la tierra, tal cual Dios lo dispuso, no sea lugar de placer en el que le olvidemos sino de expiación y de tránsito nada más. Desde el momento, pues, en que a vuelta de oírlo y de pensar en ello, y, sobre todo, de no verla en parte alguna, pude penetrarme de que ella era materialmente de otro, de que había huido, ese terrible mal de los celos, al cual había creído poder sustraerme, me hirió como a ningún otro ha herido. En mi corazón acumulóse de repente la esencia mortífera de todos los dolores, y empezaron a devorarme cuantos horrendos deseos puedan atormentar a los hijos de la muerte. Deseos inspirados por el odio, por la venganza, por.. ¡no he de decirlo, no...! deseos, en fin, que entrañaban en sí el pecado, el desorden, el crimen.

Para mí no había sueño, ni sueños, aborrecía el día y me asombraba la noche.... ¡Oh...!, la noche... ¡Dios mío...! Porque era entonces cuando después de atravesar el mar entraba en la nupcial alcoba, y a la luz dudosa de la discreta lámpara, veía las caricias que aquel bárbaro le prodigaba a la siempre virgen de mi amores purísimos. Aquello era espantoso.... un tormento sin alivio ni fin, una agonía lenta que me hacía prorrumpir en abominables blasfemias. ¡Ay! Yo no sabía a dónde ir ni qué hacer con mi pobre cuerpo tan fatigado y dolorido, y dentro del cual el torturado espíritu se retorcía en horrendas convulsiones sin lograr salir de su cárcel. Para cualquier otro, la muerte hubiera sido el único y supremo remedio a tan incurable pesadumbre, mas para mí, que me hallaba iniciado en los secretos de nuestra manera de ser aquí y allá, no era solución ninguna. Además, quería volver a verla en este mundo, a estrecharla contra mi corazón. Ya no me bastaba su alma, quería a todo trance poseer también su cuerpo que otro me había robado; la necesitaba toda... toda para mí solo: tenía pues que esperar a que volviera si acaso yo no podía ir a donde ella se encontraba.

Luis volvió a guardar silencio, pero sus labios se agitaban convulsivamente, chispeaban sus pupilas y rechinaba los dientes..., creeríase que iba a ser presa de una terrible convulsión. Asustado Pedro, aun cuando disimulando su temor, suplicó a su amigo que descansase algunos momentos.

-No, no... repuso éste... siento hoy un cruel placer en recordar todo aquello, y voy a proseguir.. es una historia al parecer muy extrañar la que te cuento... escucha.

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