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Rosario de Acuņa

"La casa de muņecas"

Sección 6

Biografía de Rosario de Acuņa en Wikipedia

 
 
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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

La casa de muņecas

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Pues señor, ¡que era tal la alegría que tenían ambos hermanos, que no sabían qué hacerse! Lo primero que se le ocurrió al niño fue coger un caballo de la cuadra, caballo que tenía pelo y todo como los de verdad y cuerda para que anduviese; cogió el caballo y las guarniciones y el coche, y se puso a enganchar la bestia al carruaje: su hermana, que estaba cerrando los armarios roperos, sacó la cabecita, vió al niño y se plantó de un salto a su lado.

—Ea, ya estás aquí demás—dijo Rafael—las mujeres a la cocina; de esto no entiendes tú; y con el coda empujaba a la pequeña, para que no echase mano al caballo.

Hizo la niña un mohín diciendo:

—¿Y cumples así lo ofrecido a papá y mamá?

—¿Y qué es lo ofrecido?

—¿No te acuerdas que dijimos que estaríamos siempre juntos y reunidos, para jugar y disfrutar de la casa de muñecas? Pues yo quiero enganchar el caballo como tú.

—Pero mujer, ¿no ves que esto es cosa de niñas?

—Pues, o te ayudo yo o llamo a papá.

El niño, levantisco y acostumbrado a la enseñada superioridad, se conformó con aquella intrusión de su hermana en sus quehaceres, y dejando coche y caballo en mitad del corral, se fue al establo, tiró de la vaca, la enganchó en la noria, y cogiendo una azadita se puso a regar el huerto. Violo la niña, y cogiendo otra azada se puso a abrir surcos al agua.

—Ya nos liemos fastidiado—gritó Rafael;—te dejo coche y caballo y te vienes enseguida a meterte en mi trabajo. ¿De modo que no es posible que me dejes hacer nada a mí solo, ni a mi gusto?

—Mira, Rafael; he prometido y tú también que nos separaríamos, y ni que quieras ni que no, juntos hemos de participar de todo esto.

—¿Pero está bien que tú, una señorita, vengas a enganchar caballos y a regar patatas?

—Yo no sé si está bien o mal; pero lo que sé es que ofrecimos a papá y mamá estar unidos con la mayor armonía, y que debemos cumplirlo. Tú lo único que deseas es separarme de ti para hacer tu sola voluntad sin enseñarme a nada de lo que tú sabes.

—¿Pero quieres que yo me ponga a espumar el puchero mientras tú siegas alfalfa?

—Lo que yo quiero es que no nos separemos para nada, o que nos separemos por deliberación tuya y mía.

—Pues yo te digo que no me vas a poner la ley.

—Pues yo te digo que liaré lo mismo que hagas tú.

Se sentó Rafael en una esquina de la sala refunfuñando, y la niña, con esa facilidad que tienen los niños buenos para olvidarse de las cuestiones o rencillas, se fue hacia la casa y se puso a preparar el microscopio, que es un instrumento muy bonito para ver bichitos y objetos pequeños de un tamaño muy grande; estaba dándole vueltas, cuando se acercó Rafael y echándole mano, le cogió.

—Y ahora ¿por qué no me llamaste tú para jugar con esto?

—Porque como te he visto en un rincón, sin querer jugar... pero toma, ahí le tienes. Y así diciendo se dirigió a la cocina y se puso a preparar fuego (de mentirijillas se entiende), enseguida cogió de la bodega un jamón para partirlo. Rafael, a quien la curiosidad atrajo hacia su hermana, vió el jamón, y quiso partir una magra para comerla.

—¡Anda allá! Los hombres se meten en la cocina ni hacen comistrajos; vete al huerto o a la cuadra, aquí no haces nada.

—Pues aquí y en el huerto, y en la cuadra, haré lo que quiera, porque los amos de las casas son los hombres, y hay quien mande aquí sino yo...

En este momento se abrió la puerta de la sala; las voces, algo destempladas de los niños, habían llamado la atención de sus padres que presenciaron toda la disputa detrás de la puerta.

—Hijos míos,—les dijo su bondadoso padre;—el amo de esta casa de muñecas y de todo lo que contiene, soy yo, que os la entregué para que juntos, unidos y en perfecta armonía, la disfrutaseis, jugando y enseñándoos, por medio de todo lo que encierra, a ser trabajadores y virtuosos, única felicidad positiva de la vida. Tú, Rafael, no tienes aquí otro derecho que el de cuidar que la hacienda prospere y el de hacer que tu hermana participe y disfrute de todos tus trabajos y de todas tus alegrías.

—Y tú, Rosario, no puedes oponerte a que tu hermano participe y disfrute de tus quehaceres y entretenimientos: lo que nos ofrecisteis es menester cumplirlo al pie de la letra, si no os quedaréis sin casa de muñecas; juntos y unidos, habéis de cultivar la tierra y cuidar de la familia; tenedlo entendido de una vez para siempre.

Comprendieron los dos hermanos, que eran niños inteligentes y perspicaces, la razón de la reprimenda, y, desde entonces, fue un portento verlos jugar con la casa de muñecas.

—¡Rafael!—dice la niña desde el terrado de la casa—¿has metido ya las cabritas en el establo?

—¡Sí!—la dice su hermano. —¿Y tú, estudiaste ya el modo de matar los pulgones de las habas?

—Ya lo tengo aprendido y luego te lo diré: mira, que te se olvide quitar el caldero de la colada de encima del fuego.

—Que tampoco te se olvide a ti Rosario, sacar un poco de harina de maíz para los caballos.

—Ya la sacaré cuando termine dé recoser esta sábana.

La unión se realizó, al fin, entre aquellos dos hermanos. El carácter de Rafael volvió a su cauce natural: prudente, sereno y robusto, adquirió esa tranquila bondad de los fuertes, esa reposada ternura que distingue a los valerosos; nada le ofendía, nada le denigraba respecto a las menudencias de la vida, porque la íntima conciencia de su superioridad le hacía ser indulgente con todas las criaturas; el amor propio de sus virtudes, tan contrario al amor propio de los vicios, le hacía generoso, leal y valiente.

El carácter de Rosario volvió también a su ser natural: viva, alegre, expansiva, sincera, como ser exclusivamente formado para llenar de felicidad y de esperanza el humano hogar, la falsa y estúpida seriedad que la llevaba directamente a una mezquina hipocresía, desapareció del todo en la intimidad del trato con el carácter varonil de su hermano. Sus cantos, sus risas, la pura y casta habilidad con que desempeñaba todos los quehaceres de la casa y del campo, habían hecho resaltar la hermosura vigorosa de su cuerpo, desarrollado con plenitud de gracias, por el ejercicio y el movimiento.

Aquellos dos hermanos, exacta imagen de la pareja humana, fueron dichosos durante su vida entera; ligados desde su infancia a la Naturaleza, a la que llegaron a comprender, respetar y amar en todas y en cada una de sus leyes y de sus aspectos, sufrieron las vicisitudes de la vida con una grandeza de alma y una serenidad de conciencia, que jamás les hizo maldecir de su suerte, y cuando llegaron a viejecitos, aún solían decir a sus nietos:

—Hijos queridos, toda la felicidad de nuestra existencia se la debemos a LA CASA DE MUÑECAS.

Madrid, 1888

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