"La arlesiana" |
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Música: Bach. Minuet and Badinerie (from Orchestral Suite No. 2 in B Minor) |
La arlesiana |
Para ir al lugar, bajando de mi molino, se pasa por delante de una granja, levantada cerca de la carretera, al fondo de un gran patio plantado de guindos. Es aquella la verdadera casa del cortijero de Provenza, con sus tejas rojas, su extensa fachada negruzca, irregularmente horadada, y allá, en lo alto, la veleta del granero, la polea para izar las muelas y algunas gavillas de heno que asoman por las ventanas. ¿Por qué aquella casa me había impresionado tanto? ¿Por qué aquel portal cerrado me oprimía el corazón? No habría podido decirlo. Y sin embargo, aquella vivienda me causaba frío... Había demasiado silencio en derredor de ella... Cuando por allí pasaba, no ladraban los perros, las gallinas huían sin cacarear... En el interior, nada, ni una voz, ni un cascabeleo de mula... Sin las cortinas blancas de las ventanas y la humareda que subía del techo, habríase creído la casa deshabitada. Ayer, cerca del medio día, volvía yo del pueblo, y para resguardarme del sol, andaba arrimado a las paredes del cortijo buscando la sombra de los guindos. En el camino, ante la masía, algunos criados silenciosos acababan de cargan una carreta de heno. Las puertas habían quedado abiertas. Lancé una mirada al pasar, y allá en el fondo del patio, de codos sobre una mesa de piedra, la cabeza entre las manos, vi un anciano canoso, con un traje exoesivamente corto y unos calzones hechos pedazos. Me detuve. Uno de los hombres me dijo en voz muy baja: "¡Chist! Es el amo. Está así desde la desgracia de su hijo". En este momento, una mujer y un niño, vestidos de negro, pasaron cerca de nosotros, llevando grandes devociocionarios dorados, y entraron en la casa. El hombre añadió: -Son el ama y el pequeño que vuelven de misa. Van todos los días desde que el chico se mató. ¡Ah, caballero, qué desolación! El padre lleva todavía las ropas del muerto. Nadie ha conseguido hacérselas quitar... ¡Ohé..! ¡Oh! ¡Arre, mula! La carreta se movió para partir. Yo, que deseaba saber más, pedí permiso al carretero para subir a su lado, y allá arriba, sobre el heno, fue donde supe toda aquella tristísima historia. Se llamaba Juan. Era un admirable labriego de veinte años; listo como una pólvora, forzudo y de franca y abierta fisonomía. Como era muy guapo, las mujeres lo miraban todas, pero él no se fijaba más que en una; en una arlesiana, vestida de terciopelo y encajes, a quien una vez vio en la feria de Arlés. En la masía no vieron al principio con gusto aquellos amores. La joven tenía fama de coqueta, y sus parientes no eran del país. Pero Juan quería a su arlesiana a pesar de todo. Decía: "Me mato si no me la dan". No hubo más remedio que pasar por ello. Decidióse casarlos después de la siega. Bueno. Un domingo por la noche, acababa de comer la familia en el patio de la masía. Era aquella casi una comida de boda. La novia no asistía, pero habíase bebido y brindado siempre a su salud. Un hombre se presenta en la puerta y con voz temblona pide hablar al señor Esteban, pero a Esteban nada más, a él solo. Esteban se levanta y sale a la calle. -Nostramo-le dice el hombre;-va usted a casar a su hijo con una perdida que ha sido mi querida durante algunos años. Esto que digo, lo pruebo; aquí traigo cartas de ella. Sus parientes lo saben todo y me la habían prometido; pero desde que su hijo la pretende, ni ellos ni la muchacha me quieren ya a mí. Yo creía, como era natural, que después de lo sucedido, ella no podía ser la mujer de otro... -Está bien-dijo el señor Esteban, cuando hubo leído las cartas; -entra a beber un trago de moscatel. El hombre contestó: -No, gracias; tengo más tristeza que sed. Y se fue. El padre vuelve a entrar, impasible. Ocupa de nuevo su puesto en la mesa y la comida se acaba alegremente. Aquella noche, el señor Esteban y su hijo salieron juntos a pasear por el campo. Permanecieron fuera mucho tiempo; cuando volvieron, la madre les esperaba todavía. -Mujer- dijo el cortijero, empujando hacia ella a su hijo,-abrázalo. ¡Es muy desgraciado! Juan no habló más de la arlesiana. Seguía amándola, sin embargo, y hasta más que nunca, desde que se la habían mostrado en brazos de otro. Solo que era demasiado altivo para confiárselo a nadie. ¡Esto fue lo que lo mató; pobre chico! A veces, pasábase los días enteros solo en un rincón, sin dar señales de vida. Otros días, lanzábase a trabajar la tierra con rabia y hacía él sólo el trabajo de diez jornaleros. Ya entrada, la noche, tomaba el camino de Arlés y andiaba, andaba, hasta que veía destacar en el horizonte los campanarios de la villa. Entonces se volvía. Jamás fue más allá. Viéndolo así, tan triste y tan solo, las gentes de la masía no sabían qué hacer. Temíase una desgracia. Una vez, en la mesa, su madre, mirándolo con los ojos llenos de lágrimas, le dijo: -Pues bien; oye, Juan. Si a pesar de todo, tú la quieres, te la daremos. El padre, rojo de vergüenza, bajó la cabeza... Juan hizo señal de que no, y salió. A partir de aquel día, cambió su modo de vivir, afectando siempre estar alegre para tranquilizar a su familia. Volvió a vérsele en los bailes, en la taberna, en las herradas. En la fiesta de Fonvielle fue él quien abrió el baile. El padre decía: "Está curado". La madre tenía siempre sus temores, y más que nunca vigilaba a su hijo. Juan dormía con su hermano menor, muy cerca de la herrería. La pobre vieja se hizo preparar una cama al lado de su cuarto... Los herreros podían necesitarla durante la noche... Llegó la fiesta de San Eloy, patrono de los cortijeros. Gran jolgorio en la masía. Hubo dulces para todo el mundo y vinos en abundancia. Luego petardos y fuegos artificiales y lamparillas de color colgadas de los guindos ... ¡Viva San Eloyl Se bailó hasta reventar. El pequefio se chasmuscó la blusa nueva. Juan mismo parecía contento. Hasta quiso hacer bailar a su madre. La pobre mujer lloró de alegría. A media noche, se fue todo el mundo a descansar. Todos tenfan necesidad de dormir. Juan no dormía. Su hermano ha contado luego que toda la noche la pasó sollozando. Al otro dia, al apuntar el alba, la madre oyó que alguien atravesaba su cuarto corriendo. La infeliz tuvo como un presentimiento. "Juan, ¿eres tú?" Juan no responde. Está ya en la escalera. Deprisa, deprisa, la madre se levanta. "Juan ¿dónde vas?" Juan sube al granero. Ella sube tras él. "Hijo mío, ¡en nombre del cielo!..." Él cierra la puerta y corre el cerrojo. "Juan, mi Juanito, contéstame. ¿Qué vas a hacer?" A tientas, con sus pobres manos que tiemblan, busca el pestillo... Una ventana que se abre, el ruido de un cuerpo sobre las baldosas del patio... y eso fue todo El debió decirse: "Yo la quiero demasiado... Yo me voy..." ¡Ah! ¡Qué miserables corazones los nuestros! ¡Es muy fuerte que el desprecio no pueda matar el amor! Aquella mañana las gentes del pueblo se preguntaron que quién podía gritar así, allá abajo, del lado de la masía de Esteban. Era que en el patio, ante la mesa de piedra, cubierta de rocío y de sangre, la madre, casi desnuda, lloraba teniendo en brazos el cadáver de su hijo. |
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Obra en Francés | ||
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