Cada vez, cada vez que considero
Que no he de ver ya más al bien que adoro,
Suelo exclamar: «¿Por qué, por qué no muero
Después de que he perdido mi tesoro?
¿Por qué, habiendo quedado
Sin luz, sin paz, sin guía,
Por qué no hallo el reposo deseado?
¿Por qué no huyes de mi? ¿Por qué alma mía,
No me has abandonado,
Quebrantando tus miserns cadenas?
Mientras libre no seas, un profundo,
Fatal abismo de insondables penas,
Aquí te brinda borrascoso mundo.»
Llamo, pues, a la muerte,
Como solo remedio de mi calma,
Y un grito de lo más hondo del alma
Lanzo para quejarme de esta suerte:
«¡Oh, muerte! ¡Ven a mí! ¡Ven! ¡Yo te amo!
¡Yo te deseo y sin cesar te llamo!»
De todos mis gemidos,
De todos mis suspiros reunidos,
Tristísima una nota
Con eco funeral del pecho brota,
Y a cada instante, triste y doloroso,
Pido a la muerte el celestial reposo.
¡Y no acude jamás a mi querella,
Cuando ha sido Beatriz víctima de ella!
¡Si!... ¡Muero! La hermosura
Del sol de su semblante se ha eclipsado,
Y otra espiritual, otra más pura,
En el divino Empíreo ha a alcanzado:
¡Los ángeles la ven, y yo la veo
Solamente a la luz de mi deseo!
«¡Oh, muerte! ¡Ven á mi! ¡Ven ! ¡Yo te amo!
¡Yo te deseo y sin cesar te llamo!» |