Por cualquiera de las siete puertas compostelanas, con el verso jacobeo en los labios cantándome esperanzas, me adentro en la urbe. ¿Está, en verdad, la ciudad en el Paraíso? Charles Péguy imaginaba escribir una "Divina Comedia" , en cuyo Paraíso, además de los bienaventurados, Dios llevaría, a las doradas y celestes estancias, aquellas cosas cristianas, “todo lo que cristianamente existe y cristianamente ha sido logrado”, las catedrales: Chartres, Amiens, Estrasburgo , León...; las naciones, las Cruzadas y las peregrinaciones, las ciudades: Roma, Aquisgrán, París, Compostela..., “dans la majesté des matins e des soirs”. Como un camino y como una fuente estará Compostela en el Paraíso, y en la fuente podrá beber el hombre, al tiempo que beben los ciervos y las palomas, del agua fresca. Nunca se sabe lo que se bebe cuando se bebe del agua fresca: en una historia de los padres del Yermo acabo de leer que uno de aquellos eremitas santos se moría de sed entre las arenas, y todo era soñar con fuentes y poblar los delirios con jarros de agua cristalina, y en la agonía se le metió en la boca una dulzura húmeda y sabrosa que lo refrescó y revivió y quitó del tormento de la sed, y el padre del desierto tuvo por revelación que había tenido en sus labios, como un vaso, el borde de un ala de su ángel; rocío de las celestes alboradas, digo yo, tendría en cada pluma. La fuente compostelana, por sus caños abundosos, vierte el agua de la Esperanza, de todas las esperanzas que en los siglos peregrinaron, y pusieron su voz, como el mar pone la suya en las caracolas, en la gruta apostólica. Tal día como hoy en la City de Londres brincan los niños sobre montones de conchas, pidiendo limosna al que pasa: “Remember the Grotter!”, dicen. “¡Acuérdate del que está en la gruta!” Memoria es de los días en que el inglés peregrinaba y aquí lavaba sus pecados. Y del río de todos los pecados que aquí peregrinaron es ahora la fuente fresca que vierte en uno de los cuatro caudales del Paraíso.
Cuando, casi un niño todavía, visitaba por vez primera la Catedral compostelana, fue para mi sorpresa inolvidable leer en los confesionarios los letreros que anuncian el don de lenguas: “Pro lingua galica, pro lingua anglica et germanica, pro lingua hungarica...” Me parecía soñar que todas las naciones habrían de venir aquí, a estas piedras sacras, a confesar sus pecados, y más de una vez imaginé a esas nobles lenguas arrodilladas, penitentes ellas también, susurrando sus palabras secretas. Por estas vísperas de Santiago Apóstol, confiesa en la basílica a los penitentes de lengua inglesa un sacerdote africano, de color. Y confesará de sus pecados a los penitentes, pero también la lengua, el vaso de ira, de lujuria, de poder y soberbia, y de desprecio y miseria, de la lengua, ¿no será confesado? Sílaba a sílaba habrán de arrodillarse las palabras inglesas en el oído del negro, ministro del Señor. Con alegría las arrodillaría ese Hilaire Belloc que se acaba de morir, y para quien la peregrinación era uno de los sacramentos del cristiano. Pero otras bocas sentirían la dura herida. Habría que consolarlas con un verso, como un salmo, de su propia lengua: “And the fire and the rose are one.” “Y son uno el fuego y la rosa.” Todo es una y la misma ardiente llama.
En una de sus “iluminaciones” –seamos, como ella lo es, por un instante, fieles a Rimbaud ––, Simone Weil “ha oído a alguien que setenta y siete años antes del Último Día, una tierra antaño muy fecunda y por siglos y siglos labrada, quedará en huelga y estéril, ocupada por gente vagabunda y miserable”. De esos nómadas ásperos y violentos nacerá precisamente aquél que intentará robar, para darlo a su caballo, el último pan de la última harina, “un pedazo de pan que no se podrá esconder ni tras el velo de Templo, porque brillará más que el sol”. “Solamente el peregrino leproso que va a Santiago podría esconderlo bajo sus pústulas”... Quizá, pues, este camino permanecerá, a medias por el cielo y por la tierra, hasta el día postrero, y quizá vaya, como camino, al Paraíso, polvo carnal y transeúnte. Quizá ese trozo de camino que ahora contemplo, bordeado de laurel romano, que es tan pajarero , y tan dulce de andar por manso y llano, y en menos de una legua el socorro de dos fuentes, y abundante de sombra; quizá ese trozo sea escogido por el peregrino leproso, el último y fatal peregrino, para oír por última vez las campanas compostelanas, para dar gracias al Señor por el último pan en la tierra. “Meu Santiago, patrón sabido ”: un hilo de esperanza teje el verso en la mañana jacobea. Cruza por ella, como un ala temblorosa cálida, el peregrino.
Mondoñedo, 24 de julio
Extraído de Encuentros, caminos y noticias en el reino de la tierra, Santiago de Compostela, El Correo Gallego, 1953 |