Una noche un campesino de África vio que la discordia plantaba semillas en su campo. Se abstuvo de intervenir y la observó. Cuando ella terminó y se fue, él se pasó toda la noche recogiendo, con la ayuda de una linterna, las peligrosas semillas. Se las llevó a su casa sin decir una sola palabra a su familia.
Al día siguiente, para deshacerse de las semillas, les dio un puñado a las gallinas. Pero apenas las picotearon se pusieron a pelear furiosamente, a muerte, entre ellas. Terminó con sus manos y brazos cubiertos de crueles picotazos. Buscando otra forma, tiró un puñado al río. Pero los peces, anguilas e incluso los hipopótamos empezaron a desplazarse, mientras olas enormes recorrían ese río habitualmente calmo, tan enormes que una parte de la llanura quedó inundada.
Otro día tuvo la idea de triturar una parte y, sin decirle de qué se trataba, pedirle a su mujer que le preparara una torta. Se puso a comer aquella torta. Pero apenas tragó el primer bocado, la encontró mal cocida, demasiado salada y empezó a reprochárselo a su mujer. Ella, que también acababa de terminar su primer bocado, replicó gritando que si su marido la encontraba mal preparada simplemente significaba que él era un imbécil, cosa que ella siempre había sospechado. Se desató tal ira entre ellos que fue necesaria la intervención de vecinos para separarlos.
Pasaron unas semanas. Poco a poco recobraron la calma, pero el campesino, que había perdido el sueño y la sonrisa, sólo pensaba en las semillas que le quedaban. Pensó en hacer un viaje a algún país lejano. Sin embargo, como era un buen hombre, se decía que los países lejanos estaban sembrados de suficientes semillas de la discordia. Incluso pensó dirigirse hasta el mar para tirar su saco de semillas, pero temió crear una tempestad sin igual. Las buenas razones le hicieron renunciar a aquella idea.
Cuando aparecieron los primeros brotes, vio con alegría que tendría una cosecha excepcional. En los campos vecinos se apresuraban a arrancar las malas hierbas. Él no tenía nada que hacer. La cosecha crecía espléndida y sana. Todas las mañanas veía crecer su prosperidad. Se dejó ganar por la ociosidad. Incluso aprovechó para visitar a unos primos que vivían a tres días de camino.
A su regreso, las lamentaciones de su mujer y sus hijos le dieron la bienvenida. En pocas horas una bandada de aves había devastado su campo. No quedaba ni un solo brote.
Los sabios del pueblo encontraron la razón de aquella desgracia. En los otros campos (que no habían sido devastados), dijeron, siempre había habido un hombre trabajando, moviéndose, haciendo ruido con sus herramientas. Por eso los pájaros se habían dirigido al único campo en el que no había nadie. Un campo magnífico, por otra parte.
El campesino esperó la llegada de la noche, se levantó sin hacer ruido y sacó del escondite el saco con las últimas semillas. Fue hasta su campo y allí echó las semillas, una a una.
Al volver al pueblo, vio a lo lejos que la discordia plantaba semillas en un pequeño bosque que pertenecía a uno de sus amigos. Un amigo al que quería mucho, y al que se guardó mucho de avisar. |