Hace mucho, mucho tiempo, vivía en un lejano valle tendido al pie de una inmensa montaña azul un hermoso niño con su padre, un hacendado muy rico, y su madre, una señora bella y piadosa. Numeroso ganado pacía dulcemente en la gran heredad; aves de todas las especies y de los colores más raros paseaban airosas en amplios corrales al abrigo del viento y la lluvia. La casa, construida de blanca y luciente piedra, se ocultaba entre frondosas arboledas, rodeada de cristalinas fuentes y floridos jardines. En ella la vida de sus moradores transcurría placentera y feliz. Pero el verdadero regocijo de la casa era el niño que tenía un nombre sencillo y admirable: se llamaba Ángel. Su carita, de tez rosada, era fresca y lozana como el musgo en las mañanas de primavera, y el cabello, ensortijado, abundante y rubio como el sol del domingo.
En sus ojos claros, cuando miraba, se sentía la presencia de la piedad, la ternura y la gracia de los niños buenos.
Criado en la libre soledad del campo, se sabía de memoria todas las especies de flores, el color de todas las mariposas y, por sus cantos, distinguía graciosamente el nombre de todos los pájaros: los pájaros, que eran los fieles amigos de sus correrías por los bosques vecinos.
Sucedió que una mañana de inviemo, el campo amaneció todo cubierto de nieve. El sol estaba oculto entre espesas nubes grises. Los árboles, sin frondas y sin cantos, permanecían como adormilados. Solo el viento, que nunca descansa, jugaba traviesamente con las hojas marchitas.
Acostumbrado a madrugar, Ángel aquel día salió a corretear por el valle. Se revolcaba en la nieve, sacudía los arboles. Y cuando iba a internarse en el recodo de un camino divisó con asombro, a un precioso pájaro dorado. El pobre animalito estaba entumecido de frío y hacía vanos esfuerzos por levantar el vuelo.
Miró al niño como diciéndole: —¡Protéjeme!...
— Ángel, sin vacilar un solo instante, lo tomó en sus manos y trató de calentarlo en su pecho.
El temor de que se le muriera hizo que lo llevara a su casa, donde lo colocó cuidadosarnonte cerca de la chimenea que ardía en la lujosa sala.
Poco a poco, al calor del fuego, el pájaro se fue desentumeciendo. Momentos más tarde, ya picoteaba migajas de pan en las manos del niño. Y cuando hubo recobrado sus fuerzas, miró a Ángel con esa ternura propia de los pájaros y, volando fue a posarse en un roble verde y alto que había frente a la ventana.
Desde entonces, todas las mañanas el pájaro de oro, porque este era un verdadero pájaro de oro, entonaba los cantos mas melodiosos para alegrar el corazón de su amiguito.
Cuando este se sentaba a la sombra del árbol. el pájaro bajaba y se acurrucaba en las manos de Ángel como en un nido.
Pero una mañana, fea como un sueño malo, el niño no se levantó de su cama. Estaba triste, tenía fiebre y el semblante muy pálido. ¡Él, que era tan jovial!
Sus padres se alarmaron mucho. Lo colmaron de caricias, le prodigaron todos sus cuidados, pero el niño se sentía muy mal.
Fue así como la tristeza, con su vestido de sombra, penetró en la casa en que antes había reinado la felicidad vestida de sol.
Vinieron los médicos más famosos; recetaron los nmedicamentos más raros. Pero el niño no mejoraba. El dolor de los afligidos padres era cada vez mayor.
Pero Dios nunca olvida a los niños buenos, y envió su mensajero. Era este un viejo de barba larga, blanca y luciente como la de los abuelos de los cuentos, que vino a llamar
a la verja de la casa. Solicitó que le dejaran descansar un instante de sus fatigas y le dieran con que saciar su sed.
Le ofrecieron un vaso de leche recién ordeñada, y cuando lo hubo tomado, levantó lentamente la cabeza, y dijo:
—Adivino en vuestros semblantes una gran pena.
Y sin esperar respuesta, se dirigió hacia el dormitorio del niño. Ángel se había dormido profundamente. Lo acarició, le tomó el pulso; luego se alisó la espesa barba y dijo como si hablara consigo mismo:
—Más allá del ancho mar azul, muy lejos, existe una pequeña isla. En ella crece la flor encantada cuyo perfume cura todas las enfermedades y devuelve la felicidad a todos los corazones. Pero, ¡ay!, está tan lejos... Solo con la gracia de Dios podría conseguirse.
Y, sin más, se despidió do los amos de la casa y se alejó entre los arboles del camino.
El pájaro estaba alerta. Oyó las palabras del anciano y se quedó silencioso. De pronto, como por inspiración divina, sacudió sus alas, se las peinó y, levantando el vuelo, se perdió en el espacio lleno de sol.
Pasaron así tres largos días con sus largas noches.
Y he aquí que en la mañana del cuarto día se oyó un débil canto que el niño reconoció en seguida. La ventana se abrió por si sola, como por encantamiento, para dar paso al pájaro de oro. Este se posó en la cama de Angel y depositó en ella una flor blanca y luminosa como el lucero del alba. Luego levantó el vuelo hacia el roble verde y alto.
¡Era la flor encantada! Su delicioso perfume se expandió por la sala. El niño lo aspiró y, al instante, el color volvió a su rostro, el brillo a sus ojos y la sonrisa a sus labios:
se había curado.
Y fue de esta manera cómo la felicidad, vestida de sol, y la alegría, adornada de flores silvestres, volvieron de nuevo a la casa...
Chascón: revista semanal de cuentos para niños, año 1, número 20, 9 de septiembre de 1936 |