Sentíame tentado a gritarles furiosamente: - iEh! ¡Lenguas largas! ... ¡Basta ya de cháchara insubstancial y hueca! ¿Pensasteis, por ventura, que este paseo hase abierto al público para convertirse expresamente en nido de parleras tórtolas o en escondrijo de amores vergonzantes? .. ¿Disteis de barato que esos respetables bolsistas, esos sesudos concejales, esos políticos hambrones se pasean por este sitio para tener, como espectáculo invariable, vuestro nocturno idilio? iTregua, por Dios, a esa erótica y mal rebozada elocuencia, que envidiaría cualquier diputado monosilábico, o ya que habláis por los codos, sin compasión del ensimismado transeunte, enteradnos, al menos, del secreto! ... y ipedid la palabra!
Él tendría, al parecer, cuatro lustros, la edad en que interrogamos, con aire de filósofos, al destino, y llamamos desengaño, nombre pomposo y romántico, a la primera tontería, y ponemos la mano en el fuego por la virtud de cualquier hembra. Ella poseía la muda y pacífica belleza de las estatuas, y asemejábase a la del Silencio, inmóvil e impenetrable; con la la punta del abanico en la boca, los zapatitos apoyados en la silla delantera y los ojos zarcos serenos y fijos en el orador que derrochaba a su lado tesoros de elocuencia erótica. A veces inclinaba la cabecita, como un lirio fatigado por la lluvia. A veces movía imperceptiblemente los labios, acaso más para humedecerlos con la lengua que para dejar salir con estudiado énfasis, una sola palabra, un monosílabo. Y después continuaba escuchando, escuchando siempre, sin revelar en su fisonomía de yeso interés ni curiosidad.
Una tercera persona, la suegra futura, dormía o lo simulaba acaso, a fuer de escucha hábil, recatando pudorosamente la faz bajo un enorme pericón. Ha observado un filósofo trasnochador que las suegras futuras hablan poco ... Meditan como Bruto, y se reservan todos los turnos en contra. En medio de su aparente dormitar, y, esto no embargante, la astuta mamá de la niña parecía sonreír a socapa... iOh parejas enamoradas, desconfiad de la suegra que duerme!. ..
Junto al farol tercero de la izquierda, en la semiobscuridad de aquel sitio, les encontraba yo todas las noches, sin que brillasen por su ausencia una sola, locuaz él, silenciosa ella, durmiente la otra, olvidados los tres del universo y viviendo casi en un cielo, como el amante de la Traviatta. Trinidad misteriosa aquella, compuesta de la madre, la hija y el Espíritu Santo, o sea el Verbo, disfrazado de tribuno del amor.
A su lado discurrían, tragando polvo, los paseantes; enredaban los niños, jugando a ia comba; deteníanse inoportunamente, con su bata de percal planchá y su capacho al hombro, las floristas vaporosas y hábiles al ofrecer, y la aguadora recelosa que, enhebrándose por medio de la gente, huía del guardia municipal, sin que al orador se le ocurriese comprar un ramo de claveles para adornar con él, a guisa de romano, a su víctima, ni menos antojábasele beber agua fresquita para calmar la sed que debía, sin duda, de causarle su abrasadora elocuencia. Orador de secano, por él, ya podían retirarse de su industria las fugitivas náyades, a no estar allí la suegra, la protectora suegra, que interrumpía los simulados ronquidos para gulusmear y pedir dos o tres veces cada noche agua con azucarillo y aguardiente. «Esto es bueno para el flato» decía moviendo el agua con la cucharilla; y luego añadía al paño: «Ya que hago este papelón, al menos ... ique caiga algo!»
Hubo de preocuparme tanto en aquel tiempo el íntimo coloquio de los dos amantes, que solo me dirigía un día y otro esta interrogación: ¿Qué hablarán? .. ¿Qué arduo problema matemático o filosófico tratarán de resolver con sus continuas especulaciones? ¿Qué principios científicos estarán ahí discutiendo con tanto entusiasmo y afán tan ardoroso? .. La dirección de los globos, la cuadratura del circulo, la piedra filosofal, el cosmético para convertir en cabelleras las calvas, los arcanos de la ciencia, los secretos del arte no podrían, no, continuar ocultándose pertinaces ante la acometida de tan desbocada elocuencia. El arcano mismo, a pesar de su reputación de impenetrable y discreto, se hubiese rendido, aburrido y mal enojado, gritándoles: iEa! iMe descubro! ¡No empaparme más de saliva! ...
Una noche, un niño haraposo, precoz artista de la limosna, de esos que, merced a la tolerancia municipal, suelen ejercer su industria en los paseos públicos, se detuvo junto a la trinidad vergonzante. El astroso ángel mendicante, ángel naturalista por cierto, conociendo acaso que el amor es todo caridad, extendió su manecita y dijo:
- iPor la Señorita ... que es muy guapa!
Largo trecho estuvo allí el importuno, repitiendo su lastimera salmodia, y partióse, a la postre, con la música a otra parte, sin haber obtenido siquiera de aquel amor que invocaba los cinco céntimos que son en la feria de la vida el precio fijo de la misericordia.
Tuve un rayo de luz, como diría, aunque sin tenerlo, cualquier novelista. Al acercarse a mí el mendigo le interrogué con ansiedad.
- Nada, señorito, - me contestó, imitando inconscientemente a Hamlet : - ipalabras, palabras! ... y ningún centimito, - añadió luego.
Volví a preguntarle con vivo interés.
- Nada, señorito. No dicen nada en plata ... ni en calderilla. iQué risa! Están hablando de besos. Y él le dice a ella: - Ya te he dado veinte razones para convencerte: paso ahora a la razón veintiuna. iQué risa! Yo le paro el caballo, y le digo: un centimito, por la salud de la señorita, que es muy guapa. Y él sigue hablando de besos, y me dice: - Granuja, yo también pido limosna ... y no me la dan. - ¡Pues me alegro - le digo yo, y ya se quedará usted mudo! ... ¡Qué risa!
La última noche en que les vi, por las calendas a que me refiero, sonaban las doce en un reloj público. Restituíanse ya a sus lares, no terminada aún, por lo visto, la eterna disputa, pues el orador caminaba gesticulando, imperturbable la oidora, y atrás, a retaguardia, renqueando y abriéndose a bostezos, la representante del principio de la autoridad. De pronto cayeron gruesas gotas de lluvia poniendo en precipitada fuga a las gentes. Las tres personas distintas y el solo orador verdadero se asilaron entonces, a despecho de éste, en el tranvía que acertó a pasar; y un minuto después, él, Demóstenes, en pie sobre la plataforma delantera, arrinconado, mohino, hecho una sopa, pero jamás callado, desbuchó contra el progreso del siglo una maldición que fué acompañada, allá en las alturas, por el estampido del trueno; y dijo: - Tranvía, ferrocarril, vapor, inventos ele suegras, que suprimís las distancias, que cortáis la elocuencia del amor en la boca ... ¡seáis malditos una y mil veces, y por los
siglos de los siglos! ...
Pasó el tiempo ... Yo también, yo también aprendí al cabo la vieja canción ... También tuve mi idilio. También hube de ir con ella y con la mamá a los sitios públicos. La primera noche en que bajamos, con buen compás de pies, al mentidero del amor, tomando asiento, por acaso, cabe el farol tercero de la izquierda, farol digno de loa y de premio por su paciencia al escuchar, sin apagarse, tantas boberías icuánto hablamos y hablamos, y con cuánta verbosidad nos dijimos ! ... ¿ Qué nos dijimos?
Lo que sí recuerdo, como si lo hubiese oído ayer mismo, es lo que dijo el otro. iQuién había de ser el otro, sino el orador de marras! Allí estaba corno en sus pasadas noches, sentado en su tribuna de verano, mas silencioso el labio, desabrido el ensimismado gesto, leyendo ensimismado y, sin alzar los ojos del papel, El Noticiero que acababa de salir. A su lado sentábase la antigua novia, la ninfa Egería de los anteriores estíos, convertida ya en la esposa Penélope, que bordaba, cabeceando de sueño, la tela inacabable del fastidio conyugal. El murciélago que lleva escrita en sus alas la palabra Silencio azotaba el aire con sus membranas polvorientas, revoloteando entre el farol y ellos.
Y mientras en su lectura se engolfaba el ex-tribuno, y ella, a su lado, dormía y hasta (¡oh prosa!) roncaba con estrépito, y la procesional marea de paseantes iba y venía, entre la polvorienta sombra, de un extremoá otro del paseo, yo hablaba, y hablaba sin cesar con la mía, con aquella hermosa hembra, poseedora de las mejores orejas de la ciudad; y debimos, sin duda, hablar mucho, y hablar gordo, e importunar con la gárrula disputa a nuestro vecino, el buen lector de El Noticiero, porque éste se volvió a deshora y en actitud hostil, exclamando con reprimido enojo:
- ¡Valiente par de charlatanes! ... ¿De qué hablarán tanto ? .. |