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Luis Coloma Roldán

"La mortaja"

Biografía de Luis Coloma Roldán en Wikipedia

 
 
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La mortaja

Allá en el tiempo en que no había telégrafos ni caminos de hierro ; en que no se cantaba la Traviata, ni se leían El Cencerro, El Tío Conejo y tantos otros infernales engendros; cuando todavía el inmundo reptil del sensualismo no había contaminado con su deletéreo contacto el antes tan católico y religioso pueblo español, entonces sucedió  el episodio que vamos a referir, de cuya autenticidad respondemos, pues nos ha sido transmitido por persona que merece todo nuestro crédito y cuya memoria amamos demasiado para hacerla cómplice de una mentira.

* * *

Hace muchos años y en la mañana de un Viernes Santo, multitud de personas de todas las clases de la sociedad llenaban la espaciosa plaza de Santiago de Jerez de la Frontera. A cada instante nuevas oleadas de gente aumentaban la ya crecida concurrencia que se apiñaba en derredor de un alto túmulo levantado en el centro. Gran número de damas ocupaban los balcones, a excepción de uno en que bajo un negro dosel oraba arrodillado un anciano fraile de luenga barba y venerable aspecto.
Todas las apariencias eran de que allí iba a tener lugar un acto eminentemente religioso. Y así era verdad; dentro de breves momentos aquel pueblo, congregado allí por la fe más viva y por la piedad más acendrada, iba a representar un simulacro, una representación del sublime drama del Calvario. Un sordo murmullo se levantaba en la plaza, pero en todos los semblantes m advertían señales del más amargo desconsuelo. Y era que nuestros padres, inflamados por un profundo amor a Dios y por el fuego de una ardiente caridad, lloraban sus pecados considerando que éstos, y no el pueblo judío, crucificaron y maltrataron de modo tan cruel a, Aquel, en cuyo cuerpo llagado y destrozado por los más atroces tormentos están impresas con sangrientos caracteres estas palabras del Rey profeta: ¡Traspasaron mis pies y manos y contaron todos mis huesos!

Otra escena, que contrastaba en parte con la anterior y semejante también a ella bajo algunos puntos de vista, ocurría al mismo tiempo en un cuarto bajo de la vecina calle de la Merced, consecuencia dolorosa del hambre y miseria que diezmaban la ciudad. Sobre un pobrísimo lecho descansaba el cadáver de una joven apenas cubierto por unos miserables harapos. Sus manos agarrotadas estrechaban contra su pecho una cruz de madera negra como manifestando su último pensamiento. Sentado junto a una mesa se hallaba un anciano en cuyo semblante y actitud veíase impreso ese decaimiento, esa especie de inercia física y moral que se apodera del hombre cuando la angustia y el desconsuelo oprimen el corazón. Su cabeza, plateada por la nieve de los años, se inclinaba sobre el pecho; sus brazos caían a lo largo del cuerpo; sus ojos contemplaban el cadáver con una fijeza estúpida, que retrataba el estado de su alma, que, embotada por la fuerza del dolor, no acertaba a comprender la extensión de su desgracia. Mas de repente aparta los ojos y dirige angustiosa mirada a un cuadro de la Virgen de los Dolores, que sobre la mesa colgaba, y su fisonomía cambia completamente; de fría y estúpida tórnase ardiente y expresiva, y entonces, cruzadas sus callosas manos en ademán de súplica, se escapaban de sus labios palabras entrecortadas que parecen pedir algo con esa fe, con esa esperanza que inspira al desgraciado la religión de Jesucristo. Y luego volvía a su inmovilidad, y una lágrima amarga como el acíbar y como el fuego abrasadora se deslizaba por su mejilla y caía al suelo, que absorbiéndola hacíala desaparecer en un instante a la manera como el triste desengaño consume y liacc desaparecer en un momento la más risueña ilusión...

Otra persona hay en aquella mansión del dolor y de la molerte: es una mujer comió de cincuenta años y parece presa de la más horrible desesperación; tiembla su cuerpo como débil hoja, sus manos golpean su rostro descompuesto por la tirantez de los músculos, sus ojos desencajados no derraman una lágrima; ya anda, ya se detiene, ya se arroja en el lecho y besa frenéticamente el cadáver de su hija. Ya se levanta con un dolor tan terrible que parece que el corazón se le rompe en mil pedazos, y grita interrumpiéndose con roncos gemidos:

—¡Muerta de hambre mi hija! Dios mío, ¿y no podré siquiera amortajarla?... Imponente era, pues, la escena que contemplaban unos cuantos curiosos que atraídos por los gritos de la madre se habían acercado a la ventana. Veíase de una parte el dolor tranquilo y resignado, pero amargo y profundo; de otra el dolor desbordado, rotos sus diques, la locura, la desesperación; y más lejos la fría insensibilidad, la muerte...

Súbito acrecen los murmullos en la plaza y todas las miradas se dirigen hacia la calle Ancha, por donde avanza lenta y majestuosamente la procesión de la Cofradía de la Piedad. Entre dos filas de penitentes y llevadas a hombros por cuatro de éstos, venía una imagen de Cristo muerto en la cruz; detrás y en un solo paso, la Santísima Virgen, San Juan, el discípulo amado, y las tres Marías.

Mientras la procesión se abría paso dirigiéndose al túmulo, una voz, dominando los murmullos de la muchedumbre, cantó en el triste tono de las llamadas saetas los siguientes versos que, sin obedecer a regla alguna poética, encierran un precioso tesoro de poesía y sentimiento:

Quién compra este pobre manto
que encimita llevo puesto
para enterrar a mi hijo
que esta tarde se me ha muerto.

El atribulado anciano a cuyos oídos había llegado clara y distinta la saeta, no bien hubo ésta terminado, se levantó como movido 'por un resorte y salió presuroso dicieindo a su mujer con misterioso y singular acento : “¡Espera !. . ."

Y con una agilidad que no parecía propia de sus muchos años, atravesó veloz la calle y llegó al Arco de Santiago, consiguiendo, merced a poderosos esfuerzos, colocarse en sitio algo elevado.

Luego que las imágenes estuvieron colocadas bajo el túmulo, el fraile arrodillado en el balcón se levantó y comenzó el panegírico de la muerte del Señor.

El anciano escuchaba con singular atención la patética relación de los sufrimientos del Redentor; dulces lágrimas, que la compasión arrancaba a su dolor, resbalaban por sus mejillas y un temblor convulsivo agitaba su cuerpo.

Al describir el piadoso y caritativo acto llevado a cabo por José y Nicodemus en la cima del Calvario, dos sacerdotes, representando a aquellos santos varones, aplicaron dos escaleras a los brazos de la cruz, y subiendo a ellas, despojaron a la imagen de la corona de espinas, luego la desclavaron y por último envolviéndola en una sáb/ana la pusieron en los brazos de la Virgen.

Entonces el fraile dirigiéndose a los penitentes:

—Hermanos—dijo—, Cristo ha muerto; pedid en caridad para su entierro.

Y los hermanos, agitando las campanillas, se diseminaron por la plaza implorando la caridad del pueblo. Aquel año la miseria era espantosa, así que pocos fueron los que dieron limosna; y habiéndolo notado el fraile, cuya investigadora mirada recorría la plaza, arrancóse violentamente la capa de los hombros y arrojándola gritó con enérgico y desgarrado acento:

—¡Si vosotros nada dais para el entierro de Cristo, ahí va mi capa!

A estas palabras un clamor universal se levantó en la plaza : muchos lloraban y todos ofrecían a los hermanos cuanto llevaban en alhajas y dinero.

El desgraciado viejo había caído de rodillas y exclamaba golpeándose el pecho:

—¡Perdón, Dios de mi alma; me atreví a dudar de vuestra providencia porque no podía amortajar a mi hija, y ahora veo que vuestra Santísima Madre se halla en el mismo caso!...

Era tan profunda la aflicción con que fueron pronunciadas estas palabras, tanta la amargura que se retrataba en aquel semblante, que hubo de llamar la atención de algunas personas, a pesar de que la heroica acción del santo fraile había embargado el ánimo de todos los presentes. Pero nadie tuvo una palabra de consuelo para aquel afligido padre. Sólo una señora, cuyo traje y figura denotaban la elevada clase a que sin duda pertenecía, se le acercó y murmuró algunas palabras a su oído. Muy dulces y consoladoras debieron ser estas palabras para aquel desgraciado, pues contestó a ellas con una expresiva mirada de gratitud, y levantándose la hizo seña de que le siguiera.

Obedeció la dama y pronto se ofreció a su vista el horrible espectáculo antes descrito. El asombro y la compasión se pintaron en el rostro de la buena señora, mas repuesta luego de la emoción que experimentara procuró, con palabras de esperanza y de consuelo, calmar el terrible dolor de aquellos padres prometiéndoles satisfacer en lo posible sus deseos.

Y no fueron vanas las promesas de la caritativa dama, pues algunas horas después era muy distinto el aspecto que aquella miserable habitación presentaba. Las paredes y el suelo estaban cubiertos con negros paños; en medio se levantaba un pequeño catafalco asimismo negro. Sobre él y en un ataúd blanco yacía el cadáver de la joven, rodeado de luces y flores; su mortaja era blanca también y sus manos cruzadas sostenían un crucifijo y una blanca azucena...

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