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Luis Coloma Roldán

"El cántaro de la lechera"

Biografía de Luis Coloma Roldán en Wikipedia

 
 
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Música: Dvorak - Piano Trio No. 2 in G minor, Op. 26 (B.56) - 3: Scherzo: Presto
 

El cántaro de la lechera

¡Qué alegre y qué bello es ser joven! Ver abrirse delante un porvenir que se extiende risueño y se pierde a los lejos, entre nubes que la imaginación borda, como las de la tarde, de rosa y oro. Feliz época de la vida en que el pasado es corto y los recuerdos escasos, y el porvenir largo y largas también las esperanzas.

Este es el secreto de la alegría de la juventud y la tristeza de los ancianos.

Los unos esperan, ¡y es tan alegre esperar!

Los otros recuerdan, ¡y es tan triste el recuerdo!

En esa edad en que el corazón, abierto como una rosa a los impulsos de la brisa, nada sabe de la vida, y por eso ni teme ni desconfía: en esa edad que el niño anhela, no estima quien la goza, y recuerda como un dulce sueño el que la ha pasado, empiezan a formar las ilusiones sobre la cabeza un cántaro de la lechera que siempre se rompe y siempre se renueva. Si un proyecto se frustra, otros mil le suceden, y a menudo el desengaño de todos los desengaños, que es la muerte —¡ quién lo creyera !—, encuentra aún planes que destruir y esperanzas que burlar.

Cuando se ven adelantarse por la senda de la vida esos risueños seres que tienen el encanto de la inocencia y la belleza de la juventud ; que caminan sin un pliegue en el entrecejo, ni una arruga en la boca, ni una herida en el alma ; que, como suele decirse, llevan el corazón en la mano, sin saber que hay espinas que lo desgarran, y nieve que lo hiela, y desengaños que lo secan, dan ganas de gritarles, como al ciego que tranquilo se dirige a un abismo: ¡Detente!

Y siguen: siguen sin ver que las flores ocultan espinas, y sin distinguir que el sol tiene manchas. ¡Les parece todo tan bello!

Es necesario que la juventud pague la experiencia y ésa sólo se compra con lágrimas que empiezan a derramarse cuando la primera ilusión tropieza con el primer desengaño, y entre asustado y sorprendido se ve que el primer cántaro rueda y se rompe.

Pero bien pronto se secan estas lágrimas, que corren sobre mejillas harto calientes; son cual el rocío que presto desaparece sin dejar huellas, y como mientras hay deseos en el corazón hay ilusiones en el alma, no tarda el caído en levantarse y seguir su marcha, para caer de nuevo con más dolor y levantarse con menos esperanzas.

La primera caída sorprende y asusta; la segunda, hiere y abate; la tercera, gangrena y anonada.

Entonces no son las lágrimas rocío que desaparece, sino lava que hace surcos: entonces está el fuego en ellas, y en las mejillas sobre que corren sólo ha quedado la nieve.

Ya no se ven en las flores más que las espinas, ni se distinguen en el sol más que las manchas, ¡Parece todo tan triste!

¡Ay! ya no es la pena que mortifica y pasa: ¡es el dolor que destroza y no muere!

En esas borrascas que tan calladas pasan de diario en el corazón humano, este suele ser un momento de grave peligro. Cuando el alma siente de repente ese horrible frío que el dolor produce, vuelve a todas partes los desatentados ojos y sólo encuentra dos caminos que se le presentan : la soberbia le empuja por el uno, y muestra un puñal suicida; la humildad le llama por el otro, y le carga una cruz en los hombros. Por el uno, en brazos de la desesperación, se rueda al suicidio; por el otro, apoyada en la resignación cristiana, se llega a la esperanza. La soberbia recrimina a Dios y blasfema: la humildad baja la cabeza, y entre sollozo y sollozo dice: ¡Cúmplase tu voluntad!

¡Pobre alma si la arrastrara la soberbia!

Porque en medio de los gritos, los sollozos y las blasfemias, se vuelve furiosa a morder la mano que la oprime: maldice la memoria, porque recuerda; el pensamiento, porque adelanta; se arranca el corazón, porque siente, y en su arrogante rabia, desafía al destino que sin esfuerzo le avasalla.

¡Pobre alma, que indomable en su fiereza, quiere huir cobarde del tiempo que la oprime, y de una puñalada se precipita valiente en la eternidad, arrojando al cielo, por última blasfemia, un puñado de su propia sangre, que le cae en el rostro, haciéndole gritar como a Juliano: ¡Me venciste, Galileo!...

En cambio la resignación cristiana deja que el dolor exhale sus primeros transportes, comprendiendo que, porque es hombre, el hombre es débil: mas luego lo enfrena piadosa, y poco a poco le adormece en brazos de la tristeza, que también llora, pero llora mirando al cielo.

Más tarde, cuando los años sin borrar las penas las alejan, sucede a la tristeza otro sentimiento callado y serio, grave y dulce, que ya no llora, sino suspira, ora y espera.

La melancolía.

Entonces el joven, más o menos pronto hecho anciano, arrugado el entrecejo porque ya desconfía, fruncida la boca porque ya no sonríe, guarda su pobre corazón sangriento dentro del pecho, y mirando tristemente el último cántaro roto, para no caer, ya no se levanta.

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