Una vez era un Papa que a los ochenta años tenía la tez como una virgen rubia de veinte, los ojos azules y dulces con toda la juventud del amor eterno, y las manos pequeñas, de afiladísimos dedos, de uñas sonrosadas, como las de un niño en estatua de Paros, esculpida por un escultor griego. Estas manos, que jamás habían intervenido en un pecado, las juntaba por hábito en cuanto se distraía, uniéndolas por las palmas, y acercándolas al pecho como santo bizantino. Como un santo bizantino en pintura, llevaba la vida este Papa esmaltada moro, pues el mundo que le rodeaba era materia preciosa para él, por ser obra de Dios. El tiempo y el espacio parecíanle sagrados, y como eran hieráticas sus humildes actitudes y posturas, lo eran los actos suyos de cada día, movidos siempre por regla invariable de piadosa humildad, de pureza trasparente. Aborrecía el pecado por lo que tenía de mancha, de profanación de la santidad de lo creado. Sus virtudes eran pulcritud.
Cuando supo que le habían elegido para sucesor de San Pedro, se desmayó. Se desmayó en el jardín de su palacio de obispo, en una diócesis italiana, entre ciudad y aldea, en cuyas campiñas todo hablaba de Cristo y de Virgilio.
Como si fuera pecado suyo, de orgullo, tenía una especie de remordimiento el ver su humildad sincera elevada al honor más alto. «¿Qué habrán visto en mí, se decía? ¿Con qué engaño les habrá atraído mi vanidad para hacerles poner en mí los ojos?». Y sólo pensando que el verdadero pecado estaría en suponer engañados a los que le habían escogido, se decidía, por obediencia y fe, a no considerarse indigno de la supremacía.
Para este Papa no había parientes, ni amigos, ni grandes de la tierra, ni intrigas palatinas, ni seducción del poder; gobernaba con la justicia como con una luz, como con una fuente: hacía justicia iluminándolo todo, lavándolo todo. No había de haber manchas, no había de haber obscuridades.
Comía legumbres y fruta: bebía agua con azúcar y un poco de canela. Pero amaba el oro. Amaba el oro por lo que se parecía al sol; por sus reflejos, por su pureza. El oro le parecía la imagen de la virtud. Perseguía terriblemente la simonía, la avaricia del clero, más que por el pecado, que por sí mismas eran, porque el oro guardado en monedas, escondido, se les robaba a los santos del altar, al Sacramento, a los vasos sagrados, a los ornamentos y a las vestiduras de los ministros del Señor. El oro era el color de la Iglesia. En cálices, patenas, custodias, incensarios, casullas, capas pluviales, mitras, paños del altar, y mantos de la Virgen, y molduras del tabernáculo, y aureolas de los santos, debían emplearse los resplandores del metal precioso; y el usarlo para vender y comprar cosas profanas, miserias y vicios de los hombres, le parecía terrible profanación, un robo al culto.
El Papa era, sin saberlo, porque entonces no se llamaban así, un socialista más, un soñador utopista que no quería que hubiese dinero: sus bienes, sus servicios, los hombres debían cambiarlos por caridad y sin moneda.
La moneda debía fundirse, llevarse en arroyo ardiente de oro líquido a los pies del Padre Santo, para que este lo distribuyera entre todos los obispos del mundo, que lo emplearían en dorar el culto, en iluminar con sus rayos amarillos el templo y sus imágenes y sus ministros. «Dad el oro a la Iglesia y quedaos con la caridad», predicaba. Y el santo bizantino que comía legumbres y bebía agua con canela, atraía a sus manos puras, sin pecado, toda la riqueza que podía, no por medios prohibidos, sino por la persuasión, por la solicitud en procurar las donaciones piadosas, cobrando los derechos de la Iglesia sin usura ni simonía, pero sin mengua, sin perdonar nada; porque la ambición oculta del Pontífice era acabar con el dinero y convertirlo en cosa sagrada.
Y porque no se dijera que quería el oro para sí, sólo para su Iglesia, repartía los objetos preciosos que hacía fabricar, a los cuatro vientos de la cristiandad, regalando a los príncipes, a las iglesias y monasterios, y a las damas ilustres por su piedad y alcurnia, riquísimas preseas, que él bendecía, y cuya confección había presidido como artista enamorado del vil metal, en cuanto material de las artes.
Al comenzar el año, enviaba a los altos dignatarios, a los príncipes ilustres, sombreros y capas de honor; cuando nombraba un cardenal, le regalaba el correspondiente anillo de oro puro y bien macizo; mas su mayor delicia, en punto a esta liberalidad, consistía en bendecir, antes de las Pascuas, el domingo de Laetare, el domingo de las Rosas, las de oro, cuajadas de piedras ricas, que, montadas en tallos de oro, también, dirigía, con sendas embajadas, a las reinas y otras damas ilustres; a las iglesias predilectas y a las ciudades amigas. Tampoco de los guerreros cristianos se olvidaba, y el buen pastor enviaba a los ilustres caudillos de la fe, estandartes bordados, que ostentaban, con riquísimos destellos de oro, las armas de la Iglesia y las del Papa, la efigie de algún santo.
La única pena que tenía el Papa, a veces, al desprenderse de estas riquezas, de tantas joyas, era el considerar que acaso, acaso, iban a parar a manos indignas, a hombres y mujeres cuyo contacto mancharía la pureza del oro.
¡Las rosas de oro, sobre todo! Cada vez que se separaba de una de estas maravillas del arte florentino, suspiraba pensando que las grandezas de la cuna, el oro de la cuna, no siempre servían para inspirar a los corazones femeniles la pureza del oro.
«¡En fin, la diplomacia...!» exclamaba el Papa, volviendo a suspirar, y despidiéndose con una mirada larga y triste del amarillo foco de luz, sol con manchas de topacios y esmeraldas que imitaban un rocío.
Y a sus solas, con cierta comezón en la conciencia, se decía, dando vueltas en su lecho de anacoreta:
«¡En rigor, el oro tal vez debiera ser nada más para el Santísimo Sacramento!»
*
Una tarde de Abril se paseaba el Papa, como solía siempre que hacía bueno, por su jardín del Vaticano, un rincón de verdura que él había escogido, apoyado en el brazo de su familiar predilecto, un joven a quien prefería, sólo porque en muchos años de trato no le había encontrado idea ni acción pecaminosa, al menos en materia grave. Iba ya a retirarse, porque sentía frío, cuando se le acercó el jardinero, anciano que se le parecía, con un ramo de florecillas en la mano. Era la ofrenda de cada día.
El jardinero, de las flores que daba la estación, que daba el día, presentaba al Padre Santo las más frescas y alegres cada tarde que bajaba a su jardín el amo querido y venerado. Después el Papa depositaba las flores en su capilla, ante una imagen de la Virgen.
-Tarde te presentas hoy, Bernardino -dijo el Pontífice al tomar las flores.
-¡Señor, temía la presencia de Vuestra Santidad... porque... tal vez he pecado!
-¿Qué es ello?
-Que por débil, ante lágrimas y súplicas, contra las órdenes que tengo... he permitido que entrase en los jardines una extranjera, una joven que escondida, de rodillas, detrás de aquellos árboles, espía al Padre Santo, le contempla, y yo creo que le adora, llorando en silencio.
-¡Una mujer aquí!
-Pidiome el secreto, pero no quiero dos pecados; confieso el primero; descargo mi conciencia... Allí está, detrás de aquella espesura... es hermosa, de unos veinte años; viste el traje de las Oblatas, que creo que la han acogido, y viene de muy lejos... de Alemania creo...
-Pero, ¿qué quiere esa niña? ¿No sabe que hay modo de verme y hablarme... de otra manera?
-Sí; pero es el caso... que no se atreve. Dice que a Vuestra Santidad la recomienda en un pergamino, que guarda en el pecho, nada menos que la santa matrona romana que toda la ciudad venera; más la niña no se atreve con vuestra presencia, y segura de su irremediable cobardía, dice que enviará a Vuestra Santidad, por tercera persona, un sagrado objeto que se os ha de entregar, Beatísimo Padre, sin falta. «Yo me vuelvo a mi tierra -me dijo- sin osar mirarle cara a cara, sin osar hablarle, ni oírle... sin implorar mi perdón... Pero lo que es de lejos... a hurtadillas... no quisiera morir sin verle. Su presencia lejana sería una bendición para mi espíritu». -Y desde allí mira la Santidad de vuestra persona.
Y el jardinero se puso de rodillas, implorando el perdón de su imprudencia.
No le vio siquiera el Papa, que, volviéndose a Esteban, su familiar, le dijo: «Ve, acércate con suavidad y buen talante a esa pobre criatura; haz que salga de su escondite y que venga a verme y a hablarme. Por ella y por quien la recomienda, me interesa la aventura.
A poco, una doncella rubia y pálida, disfrazando mal su hermosura con el traje triste y obscuro que le vistieran las Oblatas, estaba a los pies del Pontífice, empeñada en besarle los pies y limpiarle el polvo de las sandalias, con el oro de sus cabellos, que parecían como ola dorada por el sol que se ponía.
Sin aludir a la imprudencia inocente de la emboscada, por no turbarla más que estaba, el Papa dijo con suavísima voz, entrando desde luego en materia:
-Levántate, pobre niña, y dime qué es lo que me traes de tu Alemania, que estando en tus manos, puede ser tan sagrado como cuentas.
-Señor, traigo una rosa de oro.
*
María Blumengold, en la capilla del Papa, ante la Virgen, de rodillas, sin levantar la mirada del pavimento, confesaba aquella misma tarde, ya casi de noche, la historia de su pecado al Sumo Pontífice, que la oía arrimado al altar, sonriendo, y con las manos, unidas por las palmas, apretadas al pecho.
En la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena, en Hall, guardábase, como un tesoro que era, una rosa de oro (gemacht vonn golde, dice un antiguo código) regalo de León X (Herr Leo... der zehnde Babst dess nahamens...). Jamás había visto María aquella joya, pues en su idea éralo, y digna de la Santísima Virgen.
Vivía ella, humilde aldeana, en los alrededores de Hall, y tenía un novio sin más defecto que quererla demasiado y de manera que el cura del lugar aseguraba ser idolatría; y aun los padres de María se quejaban de lo mismo. María, al verle embebecido contemplándola, besándola el delantal en cuanto ella se distraía, de rodillas a veces y con las manos en cruz, o como las tenía casi siempre el mismo Papa, sentía grandes remordimientos y grandes delicias. ¡Qué no hubiera dado ella porque su novio no la adorase así! Pero imposible corregirle. ¿Qué castigo se le podía aplicar, como no fuera abandonarle? y esto no podía ser. Se hubiera muerto. Pero el cura y los padres llegaron a ver tan loco de amor al muchacho, que barruntaron un peligro en el exceso de su cariño, y el cura acabó por notar una herejía. Todos ellos se opusieron a la boda; negósele a María permiso para hablar con su adorador; y por ser ella obediente, él, despechado, huyó del pueblo, aborreciendo a los que le impedían arrodillarse delante de su ídolo, y jurando profanarlo todos puesto que no se le permitía a su corazón el culto de sus amores. Pasó a Bohemia, donde la casualidad le hizo tropezar con otros aldeanos, como él, furiosos contra la Iglesia, los cuales por causas mezcladas de religión y política se sublevaban contra las autoridades y eran perseguidos y se vengaban cómo y cuándo podían. Pasaron años. A María le faltó su madre, y su padre enfermo, desvalido, vivía de lo que su hija ganaba vendiendo leche y legumbres, lavando ropa, hilando de noche. Y una tarde, cuando el hambre y la pena le arrancaban lágrimas, en el huerto contiguo a su choza, junto al pozo, donde en otro tiempo mejor tenían sus citas, se le apareció su Guillermo, que así se llamaba el amante. Venía fugitivo; le perseguían; para una guerra sin cuartel le esperaban allá lejos, muy lejos; pero había hecho un voto, un voto a la imagen que él adoraba, que era ella, su María; herido en campaña, próximo a morir, había jurado presentarse a su novia, desafiando todos los peligros, si la vida no se le escapaba en aquel trance. Y había de venir con una rica ofrenda. Y allí estaba por un momento, para huir otra vez, para salvar la vida y volver un día vencedor a buscar a su amada y hacerla suya, pesare a quien pesare. La ofrenda es esta, dijo, mostrando una caja de metal, larga y estrecha.
-No abras la caja hasta que yo me ausente, y tenla siempre oculta. No me preguntes cómo gané ese tesoro; es mío, es tuyo. Tú lo mereces todo, yo... bien merecí ganarlo por el esfuerzo de mi valor y por la fuerza con que te quiero. Huyó Guillermo; María abrió la caja al otro día, a solas en su alcoba, y vio dentro... una rosa de oro con piedras preciosas en los pétalos, como gotas de rocío, y con tallo de oro macizo también. Una piedra de aquellas estaba casi desprendida de la hoja sobre que brillaba; un golpe muy pequeño la haría caer. El padre de la infeliz lavandera nada supo. María no acertaba a explicarse, ni la procedencia, ni el valor de aquel tesoro, ni lo que debía hacer con él para obrar en conciencia. ¿Sería un robo? Le pareció pecado pensar de su amante tal cosa. Pasó tiempo, y un día recibió la joven una carta que le entregó un viajero. Guillermo le decía en ella que tardaría en volver, que iba cada vez más lejos, huyendo de enemigos vencedores y de la miseria, a buscar fortuna. Que si en tanto, añadía, ella carecía de algo, si la necesidad la apuraba, vendiera las piedras de la rosa, que le darían bastante para vivir... «Pero si la necesidad no te rinde, no la toques; guárdala como te la di, por ser ofrenda de mi amor». Y el hambre, sí, apuraba; el padre se moría, la miseria precipitaba la desgracia; iba a quedarse sola en el mundo. Trabajaba más y más la pobre María, hasta consumirse, hasta matar el sueño; pero no tocaba a la flor. La piedra preciosa que se meneaba sobre el pétalo de oro al menor choque, parecía invitarla a desgajarla por completo, y a utilizarla para dar caldo al padre, y un lecho y un abrigo... Pero María no tocaba a la rosa más que para besarla. El oro, las piedras ricas, allí no eran riqueza, no eran más que una señal del amor. Y en los días de más angustia, de más hambre, pasó por la aldea un peregrino, el cual entregó a la niña otro pliego. Venía de Jerusalén, donde había muerto penitente el infeliz Guillermo, que acosado por mil desgracias, horrorizado por su crimen, confesaba a su amada que aquella rosa de oro era el fruto de un horrible sacrilegio. Un ladrón la había robado a la iglesia de San Mauricio, de Hall; y él, Guillermo, que encontró a ese ladrón, cuando iba por el mundo buscando una ofrenda para su ídolo humano, para ella, había adquirido la rosa de manos del infame a cambio de salvarle la vida. Y terminaba Guillermo pidiendo a su amada que para librarle del infierno, que por tanto amarla a ella había merecido, cumpliera la promesa que él desde Jerusalén hacía al Señor agraviado: había de ir María hasta Roma y a pie, en peregrinación austera, a dejar la rosa de oro en poder del Padre Santo para que otra vez la bendijera, si estaba profanada, y la restituyera, si lo creía justo, a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena.
-Mientras viviera mi padre enfermo, la peregrinación era imposible. Yo no podía abandonarle. Para la rosa de oro hice, en tanto, en mi propia alcoba, una especie de altarito oculto tras una cortina. Por no profanar con mi presencia aquel santuario, procuré que mi alma y mi cuerpo fuesen cada día menos indignos de vivir allí; cada día más puros, más semejantes a lo santo. Un día en que la miseria era horrible, los dolores de mi enfermo intolerables, un físico, un sabio, brujo, o no sé qué, llegó a mi puerta, reconoció la enfermedad y me ofreció un remedio para mi triste padre, para aliviarle los dolores y dejarle casi sano. ¡Con qué no compraría yo la salud, o por lo menos el reposo de aquel anciano querido, que fijos los ojos en mí, sin habla, me pedía con tanto derecho consuelos, ayuda, como los que tantas veces le había debido yo en mi niñez! La medicina era cara, muy cara; como que, según decía el médico extranjero, se hacía con oro y con mezclas de materias sutiles y delicadas, que escaseaban tanto en el mundo, que valían como piedras preciosas.
«-Yo no doy de balde mis drogas, decía, a solas él y yo. O lo pagas a su precio, y no tendrás con qué... o lo pagas con tus labios, que te haré la caridad de estimar como el oro y las piedras finas». Dejar a mi padre morir padeciendo infinito, imposible... Me acordé de la piedra que por sí sola se desprendía, de la rosa de oro... Me acordé de mi virtud... de mi pureza, que también se me antojaba cosa de Dios, y bien agarrada a mi alma, piedra preciosa que no se desprendía... Me acordé de mi madre, de Guillermo que había muerto, tal vez condenado, sin gozar del beso que el diabólico médico me pedía...
-Y... ¿qué hiciste? -preguntó el Papa inclinando la cabeza sobre María Blumengold-. Ya no sonreía Su Santidad; le temblaban los labios. La ansiedad se le asomaba a los dulces ojos azules. ¿Qué hiciste?... ¿Un sacrilegio?
-Le di un beso al demonio.
-Sí... sería el demonio.
Hubo un silencio. El Papa volvió la mirada a la Virgen del altar suspirando y murmuró algo en latín. María lloraba; pero como si con su confesión se hubiese librado de un peso la purísima frente, ahora miraba al Papa cara a cara, humilde, pero sin miedo.
-Un beso -dijo el sucesor de Pedro-. Pero... ¿qué es... un beso? ¡Habla claro!
-Nada más que un beso.
-Entonces... no era el diablo.
El Papa dio a besar su mano a María, la bendijo, y al despedirla, habló así:
-Mañana irá a las Oblatas mi querido Sebastián a recoger la rosa de oro... y a llevarte el viático necesario para que vuelvas a tu tierra. Y... ¿vive tu padre? ¿Le curó aquel físico?
-Vive mi padre, pero impedido. Durante mi ausencia le cuida una vecina, pues hoy ya no exige su enfermedad que yo le asista sin cesar como antes.
-Bueno. Pensaremos también en tu padre. Al día siguiente el Papa tenía en su poder la rosa de oro de la iglesia de San Mauricio y Santa María Magdalena, de Hall, y María Blumengold volvía a su tierra con una abundante limosna del Pontífice
*
Cuando llegó la Pascua de aquel año la diplomacia se puso en movimiento, a fin de que la rosa de oro fuera esta vez para una famosa reina de Occidente, de quien se sabía que era una Mesalina devota, fanática, capaz de quemar a todos sus vasallos por herejes, si se oponían a sus caprichos amorosos o a los mandatos del Obispo que la confesaba.
Por penuria del tesoro pontificio o por piadosa malicia del Papa, aquel año no se había fabricado rosa alguna del metal precioso. El apuro era grande; el rey de Occidente, poderoso, se daba por desairado, por injuriado, si su esposa no obtenía el regalo del Pontífice. ¿Qué hacer?
El Papa, muy asustado, confesó que tenía una rosa de oro, antigua, de origen misterioso. La reina devota, y lúbrica contó con ella.
Pero llegó el domingo de Laetare y no se bendijo rosa alguna. Porque aquella noche el Papa lo había pensado mejor, y sucediera lo que Dios fuera servido, se negaba a regalar la rosa de oro que María Blumengold había guardado, como santo depósito, a una Mesalina hipócrita, devota y fanática, que no se libraría del infierno por tostar a los herejes de su reino.
Lo que hizo el Papa fue despertar muy temprano, y al ser de día, despachar en secreto al familiar predilecto, camino de Hall, con el encargo, no de restituir a la iglesia de San Mauricio la rica presea mística, sino con el de buscar por los alrededores de la ciudad la choza humilde de María y entregarle, de parte del Sumo Pontífice, la rosa de oro.
Y el Papa, a solas, si el remordimiento quería asaltarle, se decía, sacudiendo la cabeza:
-«Dama por dama, para Dios y para mí es mujer más ilustre María, la acogida de las Oblatas, que esa reina de Occidente. Por esta vez perdone la diplomacia».
Ya saben los habitantes de Hall por qué les falta la rosa de oro, regalo de León X a la iglesia de San Mauricio y de Santa María Magdalena. |