Le sorprendemos en uno de los momentos felices de su vida. Está comiendo en la fonda, en un hotel, como dice él siempre, de primera clase, en la mesa redonda, en la que hay señoras que a él se le antojan duquesas y muchos comisionistas. Está comiendo de gorra. ¿Quién paga? El Municipio. El Regenerador es concejal y está en Madrid, en comisión, con otros ediles de su pueblo, gestionando el pronto despacho de ciertas gollerías que quiere el Ayuntamiento de la ciudad que le vio nacer. Así dice él... «La ciudad que me vio nacer...» Si habla con los comerciantes: «El gremio que me vio nacer...» Cuando se separó de cierto partido político, porque tardaba mucho en coger la sartén por el mango, el Regenerador publicó un manifiesto apartándose «con luto en el corazón, del partido que me vio nacer».
Comer en fonda, sin pagar, ¡qué dicha! Y, miel sobre hojuelas, la conversación general de comisionistas y otra gente no más extraordinaria, acerca de las vergüenzas de la patria, y los bandidos de la política, y los soñadores y los Quijotes idealistas...
Reparen ustedes el movimiento de esa mandíbula al deshacer los bocados... La idea de lobo surge enseguida. Cada plato es una presa. Cuando tritura carne, da miedo. ¡Qué ojos! Y, sobre lodo, ¡qué mandíbula!
—Siempre lo he dicho. Menos teoría, menos doctores y más industria, más comercio, que es la sangre... eso, la sangre... de los pueblos...
Y ¡zas! ¡zas! ¡ris, ras! Los dientes feroces desgarran la pobre vaca, el pobre carnero, la víctima, en fin, sea la que sea, mucho más digna de vivir que el lobo con cuello de pajarita que los devora.
Es bajo, recio, con músculos de atleta, buen color; viste con lujo, a la moda; luce sortijas que valen muchos miles: no es feo, no deja de tener expresión en el rostro... y, con todo, es una fiera del egoísmo, asusta; es un ejemplar terrible de esa naturaleza que llega a la animalidad inteligente, pero no llega a la conciencia moral. El hombre así, espanta; es el monstruo cuya existencia más hace dudar de un plan divino al que no tenga fe muy arraigada, a no ser que se piense, como el ruso Spir, que Dios no hace esas cosas, que no se sabe cómo, por qué son, ni siquiera lo que son.
No busquéis en él las señas fisiológicas del degenerado; no, ¡ca! ¡Bueno es él! Todo equilibrio, salud, fuerza. ¿Degenerado? Al contrario; ¿no lo he dicho? Es el Regenerador.
Va a salvar a España, con otros como él.
¿Cómo? Pues haciendo
Caminos y canales
que crucen por doquier.
Lo mismo que El diablo en el Poder. Y eso es él, un diablo, que aspira al poder.
***
Soy amigo suyo... ¡Amigo! Ya comprenderán ustedes cómo. Amigo como se puede serlo de uno de los monos del Retiro, a quien se regalan terrones de azúcar para verle hacer groserías. Él es astuto, pero de mí no sospecha nada. No le estorbo, y no me estudia. Yo a él sí. No para luchar con él por la existencia, sino para aprender psicología diabólica.
En el Casino le convido a veces a cenar. Con la idea de que él no paga, ya empieza a emborracharse. El más pequeño obsequio, una cena, le llama él, para sus adentros, primada, y se guiña el ojo por dentro, gozando más con la tontería del inocente que le hace un favor... gratis, que con el obsequio mismo. Para él, cuantos le han servido en este mundo, y no a título lucrativo, son otros tantos memos.
En cierta ocasión, un obrero de una fábrica suya, del Regenerador, le salvó la vida en un incendio, con gran exposición del pobre muchacho, y el Regenerador, después del susto, le dio una peseta, y muchas palmadas en el hombro… sin poder contener la risa.
—¡Habrá imbécil!—pensaba el Regenerador para sí.
¿Que cómo sé yo esto? Porque en las cenas de que venía hablando, mi hombre me descubre el pecho, gracias a la alegría de engañarme dejándome pagar; gracias al vino, a la carne, que le embriaga también, y a las argucias de mi conversación.
De confidencia en confidencia, a los postres nos declaramos mutuamente... que ¡qué diablo! este mundo es un fandango, que todo es farsa, chico…
Al principio, aún en medio de la borrachera incipiente, me mira con cierto recelo, como dudando de que yo sea un verdadero iniciado; pero mi elocuencia es tal, que le convenzo de mi sinceridad cínica... y quedamos en eso: en que no hay moral ni Cristo que la fundó.
Al llegar en nuestras intimidades a tales honduras, el Regenerador se me enternece muy sinceramente; en su rostro brilla una especie de misticismo con el signo negativo; y, en una ocasión, tanto me agradeció mis pruebas de que la moral es un mito, que abrió los labios para balbucir una confesión... No se atrevió a expresar con toda claridad su pensamiento; pero pude comprender que lo que quería decirme era esto: «Que, porque me estimaba, me advertía que era una primada aquello de pagarle las cenas al prójimo.»
***
«Mito». Desde que aprendió este vocablo, jamás lo dejó de aplicar cien veces al día. ¡Qué delicia para él que fuese mito, es decir, mentira, todo lo sublime, todo lo trascendental, todo lo que podía suponer una sanción superior, una idealidad de sacrificio, un castigo de lo alto!
La moral, mito; el infierno, mito; la honradez, mito; la religión, mito; la santidad, mito; el sacrificio, mito.
Pero, entendámonos; no hay que tomarle por un suscriptor de El Motín. ¡Quiá! Respetaba lodos los convencionalismos: sabía que era del peor tono, y muy expuesto a disgustos, el ponerse mal con el culto y el clero. No era hipócrita, no explotaba su fingida sumisión a la fe de sus mayores; no era eso; era que cumplía con la Iglesia como cumplía con todo el mundo. ¿Qué trabajo costaba la cortesía? Ninguno. Pagar cuatro cuartos por la bula de Cruzada, otros cuatro para el monumento de la parroquia en Semana Santa; pagar por bautizos, bodas, etc., etc., ¿y qué? «París bien vale una misa», repetía él, que había aprendido esto y lo aplicaba aunque no se tratase de París. Quería decir que por una friolera se podía pasar por buen creyente, lo cual era indispensable para entrar en muchas partes y para conservar la porción más saneada de la clientela de su fábrica y comercio.
Le encantaba el trato de los curas, no cuando eran ascetas, escrupulosos, fanáticos, como decía él, sino pillines, gente de mundo, vividores, tolerantes y alegres. Aquello de que un respetable sacerdote le ayudase en la farsa de fingir gran respeto por el mito de los mitos, por el mito hache, le parecía divino.
Lo que no era mito. sino cosa muy seria, y que él sentía no poder dominar, por falta de tiempo, era la ciencia. ¿Qué era la ciencia para el Regenerador? Una cosa práctica, con la cual se sabía por a más b, y no con vanas disposiciones, la manera de ganar dinero, de dominar la naturaleza para... ganar dinero, y de ver y tocar que todo lo que no sea industria, comercio, utilidad, tanto por ciento, es mito, convencionalismo, sensiblería.
Cuando yo le expuse, de modo que él pudiera entenderla, la teoría famosa de la lucha por la existencia, quedó maravillado y profundamente agradecido al transformismo. Una cosa así ya la había adivinado él. ¡Claro! Quítate tú para ponerme yo: eso era el mundo. El más fuerte, el más listo... vencedor, ¡naturalmente! Y caiga el que caiga. ¡Qué gusto! Explotar a la humanidad doliente (vulgo pagano), de acuerdo con los adelantos científicos. «¿Con que fueron los ingleses los que inventaron eso de la lucha por la existencia? Siempre admiré yo a ese gran pueblo. ¡Quién fuera inglés!» Y suspiraba el Regenerador, enternecido ante la idea de aquella raza que, según él, convertía la ciencia en egoísmo.
***
Nació en la trastienda de una droguería, y allí se crió y se educó (!) Desde sus más tiernos años aprendió la diferencia que va de la tienda a la trastienda. La tienda es el teatro: allí se engaña a nuestros favorecedores, se les da la droga maravillosa, que todo lo cura, y que no tiene más inconveniente que el haber de luchar con los viles falsificadores. Por fortuna, la firma auténtica del inventor, las contraseñas y otros expedientes, sirven para acreditar la pureza del producto... En la trastienda se falsifica el producto auténtico, con firma y todo: allí se mata el gato y se le disfraza de liebre; allí se convierte en droga que cuesta veinte la porquería que vale uno; allí se prescinde, ante las necesidades de la química, de los escrúpulos de conciencia, y se olvida que puede envenenar lo que se va a vender como panacea de salud.
De la trastienda de la droguería salió el Regenerador a la tienda, al teatro del mundo. Se hizo comerciante. Y después que abusó hasta lo infinito de la ventaja de poner el producto al alcance del consumidor, quiso fabricar el producto también, para engañar ya al consumidor en este momento anterior de la explotación del prójimo. No hizo drogas, sino sustancias alimenticias: inventó una especie de cartón piedra para el estomago. Los alimentos que fabricaba el Regenerador eran vistosos, bien olientes, apetecibles; rodeados iban de lujoso aspecto... No se podían digerir, pero por lo demás, excelentes.
Al llegar a cierta edad el Regenerador se fijó en la política, y le fue muy simpática, por lo mucho que se parecía a una tienda..., con su trastienda. Pero él llegaba a la cosa pública en tiempos en que este tráfico estaba muy desacreditado, y en que era lo corriente renegar de la política, para meterse en política.
Si al principio figuró, en segunda línea, en un partido liberal, abandonó sus filas, cuando comprendió que por allí no se iba al poder; y aprovechó la ocasión para entrar en un Ayuntamiento que se declaró «enemigo de toda política y puramente adminisirativo»... Efectivamente, tanto administró el Regenerador, que no hubo suministro, contrata ni en fin, de cosa lucro en que él no mojase, por medios tortuosos y sin escándalo del procomún. Sus relaciones con fabricantes y casas de comercio del extranjero le facilitaron grandes primas, haciendo que el municipio consumiera a aquellos señores muchas cosas que el procomún no necesitaba, o que hubiera podido comprarlas más baratas.
Cada día más rico y con más influencia en la plaza y en el concejo, el Regenerador vio el cielo abierto cuando la opinión pública empezó a gritar, hace poco, que bastaba de ensueños, de teorías, de idealidades, de quijotismos…
Era lo que él había dicho siempre: «Menos doctores y más industriales. Menos política y más administración. Comercio, mucho comercio... que es la sangre de los pueblos.»... Y la mandíbula de lobo ¡tris. tras! devora la carne en la mesa redonda del hotel, mientras la fiera con cuello de pajarita refiere a los comisionistas que le rodean, llenos de respeto, los planes que el Regenerador abriga, así dice, para cuando se reúna la gran Convención de los industriales y comerciantes.
Porque eso se siente él convencional, pero no convencional para declarar o defender derechos individuales, libertades y otras antiguallas idealistas; sino convencional de los intereses materiales, azote de los políticos de oficio, paladín de la industria, en suma, lo que hace falta aquí es el Terror... del comercio... que es la sangre de los pueblos…
¡Y en efecto, el hombre de la mandíbula de fiera está terrible, al exigir el poder para los fabricantes de sustancias alimenticias... de cartón piedra.
CLARÍN.
La Vida literaria (Madrid). 7/1/1899, n.º 1, página 16. |