Mi querida doña Encarnación: Ya sé que las de Pinto dijeron por ahí a los amigos, que las de Covachuelón no iríamos a las fiestas por falta de posibles o por falta de amor a los regocijos, como dice mi Juan que se llama eso; no haga usted pizca de caso, porque ya nos hemos encargado los sombreros, de esos que parecen de hombre, que son la última moda, según dijo la modista, que es de París de Francia, como si dijéramos; porque si bien ella no nació allá ni lo vio nunca con sus propios ojos, su marido es de pura raza parisién: ¡con que figúrese usted! Iremos, y tres más, lo cual, para evitarle a usted molestias de andar buscando casa y demás, nos iremos derechitos a la suya, y así se ahorra usted la incomodidad de tener que entenderse con fondistas y amas de huéspedes, que en estos días sacarán la tripa de mal año y pedirán por una habitación un ojo de la cara. Adjunta les remito la lista de las monadas y cachivaches que mi hija la mayor quiere que usted le tenga comprados para el mismo día que lleguemos; porque todo su prurito es que de cien leguas se la tome por una madrileña, porque ser provinciana es muy cursi, ya ve usted; y aunque yo le digo que lo que se hereda no se hurta, y que de casta le viene al galgo... y que una Covachuelón, que desciende de cien Covachuelones, aunque sea con el aire de la montaña puede tenérselas tiesas, en punto a buen tono y chicq (sic), con la más encopetada cortesana, que puede ser hija de un cualquiera; digo que, a pesar de esto, la niña quiere que usted le tenga preparados esos trastos: y no es que aquí no haya guantes de esos que llegan hasta los hombros, porque también los vende la modista que tiene un marido de París; pero ¿qué quiere usted?, estas muchachas del día están perdidas por no ser de su tierra. Y mire usted, en confianza, doña Encarnación, y aquí inter nos, como dicen los franceses, la chica está en estado de merecer, y aquí todos son pelagatos, no hay proporciones, ¿quién sabe si alguno de esos caballeros en plaza, de que tanto hablan los periódicos, se enamorará de mi niña? En ese caso, nos quedaríamos a vivir en Madrid, que es lo que yo le digo a Juan; pero mi Juan es tan terco que no quiere abandonar este destino humilde, indigno de un Covachuelón, porque dice que es seguro y manos puercas. Como si no conociéramos el mundo, doña Encarnación, y no supiéramos que eso de gajes es cosa común a todos los destinos, con tal que haya buena voluntad. Yo, a decir la verdad, no sé de qué son esos caballeros en plaza; pero sin duda serán unos cumplidos caballeros, que apaleen el oro o por lo menos las fanegas de trigo, que todo es apalear. Demás de esto, mi Juan, que tiene mucho amor a las Instituciones, no perderá el tiempo durante nuestra estancia en esa, ni se dormirá en las pajas, porque el ministro le tiene ofrecido torres y montones; pero ojos que no ven... y así atenaceándole de cerca y no dejándole a sol ni a sombra, verá usted cómo se logra un ascenso, que buena falta nos hace, porque con este modestísimo sueldo y todas las manos que Juan quiera, no se puede vivir: y si no, ahora se ve, lo que es una deshonra, que para emprender un viaje a la Corte, con rebaja de precio y todo, la familia de un Covachuelón se halla obligada a vender los cubiertos de plata y algunas alhajas de los Covachuelones que fueron. Dígales, dígales usted a las de Pinto (sin contarles los de los cubiertos), cuánto hacen y pueden los de Covachuelón en alas o en aras (nunca digo bien esta palabra) de su amor a las Instituciones. Aquí se ha corrido el rumor de que por culpa de Moyano ya no había fiestas; que ese señor, que dicen que es muy feo, y lo prueban, había aguado la función; pero no lo hemos creído, porque es imposible; Dios no puede consentir que mi hija se quede sin su caballero en plaza, porque eso sería como quedarse en la calle; ni mi esposo ha de pudrirse y pudrirme en este rincón oscuro; los Covachuelones pican más alto, y amanecerá Dios y medraremos; porque la mala voluntad de las de Pinto poco podrá contra los altos escrutinios de la Providencia, que a todas voces llama a los de Covachuelón a la Corte. Diga usted de mi parte al Sr. D. Juan, su marido (¡qué diferencia entre los dos Juanes! el de usted tan dócil, tan rico y tan amigo de su negocio), pues dígale usted que me busque sin pérdida de tiempo papeleta para todas partes: queremos verlo todo, lo que se llama todo, porque ¿a qué estamos?, no es cosa de vender una los cubiertos, para volverse luego dejando por ver alguna cosa. He leído en La Época que los provincianos llegarían tarde para sacar papeleta: ¡qué sabrá ella! La Época; como si esos perdularios gacetilleros, que son la perdición del país, hubieran de ser antes que nosotros, que servimos a la patria y a las instituciones, desde un rincón de España, con celo, inteligencia y lealtad, como decían los mismísimos liberales cuando dejaron cesante a mi marido. Sería de contar que la señora de Covachuelón e hija se quedaran sin papeleta para ver todo lo reservado y todo lo no reservado.
Hemos de verlo todo: digáselo usted así a D. Juan: no rebajo nada.
¡Oh, quién fuera condesa, amiga mía! Pero de menos nos hizo Dios, y como Juan, el mío, ande derecho y en un pie, y haga lo que yo le diga, ¡quién sabe a dónde podremos llegar, y si vendrá día en que yo le vea a él mismo hecho un caballero en plaza, título que me suena de perlas, y que no puedo quitármelo de la imaginación! No canso más; consérvese usted buena y no se olvide de los encarguitos. Su amiga de toda la vida que desea abrazarla pronto,
Purificación de los Pinzones de Covachuelón.
P. D. Le advierto a usted que Juan se muere por los caracoles, y le dará usted una sorpresa agradable si se los presenta para almorzar el día que lleguemos. Supongo que irán Vds. a esperarnos con los criados, porque llevaremos mucho equipaje, y esos mozos de cordel la confunden a una con una palurda y piden un sentido. Suya,
Purificación.
Otra P. D. Le advierto a usted que en las camisolas y en los pañuelos que le encargué el otro día para Juan, han de ponerse estas letras, P. Juan, que no significan Padre Juan, sino que Juan es marido de Purificación, como usted sabe. Un Covachuelón no podría poner en sus camisas unas simples iniciales como cualquiera. Expresiones a su Juan de usted.
Pura.
De burguesa a Burguesa
Pajares 1.º de Febrero.
Mi querida Visitación: Cuando esta llegue a tus manos estará tu pobre Pura, tu buena amiga, enterrada en vida, con no sé cuantos kilómetros de nieve sobre la cabeza. Nos ha cogido la mayor nevada del siglo en medio del puerto, y no podemos volver atrás ni llegar a nuestro bendito pueblo, del que ojalá no hubiéramos salido nunca. El correo lo llevan los peatones; yo he ofrecido el oro y el moro porque me pasara un peatón, y porque me pesaran en el estanquillo, para llegar a mi destino en calidad de certificado, costara los sellos que costara: imposible, me fue forzoso renunciar a mi proyecto, y aquí me tienes extraviada en el camino como carta de Posada Herrera. Mi Juan, ese hombre de bien, no hace más que dar pataditas en el suelo, soplarse las manos y exclamar de vez en cuando: ¡maldita sea mi suerte! ¡Calzonazos! ¡Como si no fuera él la causa de todos nuestros males! Figúrate, tú, Visita, que lo primero que hace Juan en cuanto llegamos a Madrid es coger una pulmonía. Verdad es, que por más de veinticuatro horas la disimuló, para que yo no me incomodara y pudiese ver los festejos; pero ¡buenos festejos te dé Dios! Yo quería estar en todas partes a un tiempo, como es natural en tales casos; para esto es necesario correr mucho; pues nada, Juan no daba paso: que le dolía esto, que le dolía lo otro, y no se meneaba. Tomamos un coche para los tres, el cochero refunfuña y me dice no sé qué groserías respecto a si yo abultaba por cuatro, y Juan... ¡qué te parece! no le rompió nada.
Se pone en movimiento aquel armatoste, y a los cuatro pasos el caballo... cae muerto. Juan se enfureció porque yo le eché a él la culpa; pelea tú con un hombre así: en fin, nos volvemos a casa, y doña Encarnación con una oficiosidad que me da mala espina, declara que Juan está malo y que debe acostarse; y se acuesta, y viene el médico, y dice que mi esposo tiene pulmonía. Ya ves como todos se conjuraban contra mí. Adiós visitas al ministro, adiós ascenso, adiós quedarnos en Madrid. Añade a esto que doña Encarnación, que es una jamona muy presumida, no había comprado más que adefesios para mi hija, todo cursi y de moda del año ocho. Purita pataleó y echó la culpa a su papá, que efectivamente es quien nos trae en estos malos pasos de ser provincianas y tener que guiarnos por los envidiosos de Madrid. Pedíamos billetes a D. Juan, ¡que si quieres!, ni uno sólo había podido conseguir, y eso que amenazó con la dimisión de su destino; pero no dimitió: qué había de dimitir, si estos burócratas de Madrid no saben lo que es dignidad. Pero, dirás tú, y con razón, ¿por qué tú Juan había de necesitar que nadie mendigara billetes para su mujer? Es verdad, y en eso hablas como una Santa Teresa; pero Juan, nada, en su cama, queja que te quejarás, preparándose a bien morir y sin pensar en billetes, ni en caballeros en plaza, ni en ascensos, ni en todo eso que me trajo a la Corte en mal hora. En fin, Visita, no hemos visto nada, a no ser las iluminaciones, que valientes iluminaciones estaban; y se dio el caso de andar la familia de Covachuelón sin cabeza, porque la cabeza tenía malo el pulmón, de andar por aquellas plazuelas y calles de Dios, como unas cualesquiera, como unos papanatas, codeándose con la plebe y teniendo que dejar la acera a los que la llevasen, aunque fueran hijos del verdugo. Aquí no se respetan las clases, ni el abolengo, y no le conocen a una en la cara los pergaminos ni la categoría. No creas que el bullicio fue tan grande como dicen, y de mí te puedo asegurar que no grité viva nada, porque esto no es modo de tratar a la gente. ¿Te acuerdas de aquel D. Casimiro a quien sacamos diputado por los pelos, y gracias a estanquillos y chorizos de los decomisados? Pues, ¡asómbrate!, D. Casimiro, que tenía un paquete de entradas para todas partes, pasó junto a nosotros sin saludarnos, en un coche muy elegante, que no sé de donde lo habrá sacado ese pelagatos. Y dicen que la conciliación se arraiga y que esto va a durar: ¡mira tú que postura de conciliación es esta, ni si lleva trazas de arraigarse un ministerio tan destartalado y montado al aire! Después de ver tanta farsa y tanto descaro no me quedaba más que ver, y quise volverme a mi tierra: el mismo día en que la enfermedad de Juan hacía crisis, según dijo el médico, cogí a Juan por los pies, y lo vestí, y lo tapé, y escondí entre cinco mantas: hice la crisis yo, y nos metimos en el tren correo. Juan, dócil por la primera vez de su vida, se puso bueno en el camino, o por lo menos disimuló el mal; y aquí nos tienes con la nieve al cuello, en un lugarón que no tiene nombre en el mapa; yo furiosa, Purita desesperanzada de coger una proporción, y Juan dando pataditas en el suelo, soplándose los nudillos y murmurando a cada paso: ¡maldita sea mi suerte!
Si algún día llego a mi casita, y desempeño los cubiertos, y junto algunos cuartos procedentes de las manos de Juan, que él llama groseramente puercas, y pongo esos cuartos a réditos y saco una renta regular para ir tirando... te juro, Visita (tanto es lo que aborrezco la conciliación), te juro que presento la renuncia del destino de Juan y me declaro ilegala.
Purificación |