Según Tito Livio, hubo una vez un caballero de gran honor y distinción, rico en amigos y muy acaudalado. El caballero tuvo de su esposa una única hija. Esta hermosa muchacha sobrepasaba a todas las demás en la perfección de su belleza, pues la Naturaleza la había moldeado con un cuidado especial como para pavonearse diciendo: «Mirad. Así es cómo yo, la Naturaleza, puede dar forma y color a una criatura viviente cuando me lo propongo. ¿Quién puede imitarme? Ni Pigmalión, aunque esculpiese, pintase, forjase y martillease eternamente, y me atrevo a decir que si Apeles y Zeuxis se atreviesen a intentar falsificarme, trabajarían en vano martilleando, forjando, pintando y esculpiendo. Pues nada menos que el Creador fue el que me nombró su Vicario General para dar forma y color a las criaturas terrenas exactamente como me plazca. Todas las cosas, tanto en luna menguante como en luna creciente, están a mi cuidado. No pido nada por mi trabajo, pues mi Maestro y yo estamos totalmente de acuerdo. Yo la hice para el culto de mi Maestro, del mismo modo que hago a mis otras criaturas en la forma y el color que sean.»
Esto es lo que me pareció que la Naturaleza me decía.
La muchacha en quien la Naturaleza tanto se complació tenía catorce años de edad, y así como ella pinta al lirio de color blanco y a la rosa la hace roja, del mismo modo pintó las hermosas extremidades de esta bella criatura con estos colores en los lugares adecuados, antes de que ella naciese; y Febo tiñó sus gruesas trenzas del color de sus rayos. Pero si su belleza era perfecta, era ella mil veces más virtuosa y no carecía de ninguna cualidad de las que elogia el discemimiento. Era casta de cuerpo y alma, por lo que su virginidad florecía plenamente en humildad, abstinencia, paciencia, templanza y modestia en el vestir y en el comportamiento. Podía decirse que era tan sabia como Palas; sin embargo, sus respuestas eran siempre circunspectas y su conversación sencilla y femenina, pues no utilizaba circunloquios para parecer culta. Cuando hablaba, jamás se daba importancia; todo lo que decía proclamaba su virtud y buena crianza. Era tímida, con timidez de doncella; su corazón era firme y siempre estaba ocupada para mantenerse apartada del ocio y de la holganza. Baco, el dios de los borrachos, no ejercía ningún dominio sobre su boca, pues el vino y la juventud aumentan la lujuria, como el aceite y la grasa arrojados sobre el fuego.
Movida únicamente por su natural bondad, frecuentemente simulaba estar enferma para evitar hallarse en lugares donde se cometían tonterías, como en fiestas, verbenas y bailes, en donde la ocasión de flirtear es grande. Tales cosas, como sabéis, abren demasiado los ojos de los niños y les torna precoces. Este ha sido siempre el mayor peligro, pues una muchacha pronto se halla versada en osadías cuando pasa a convertirse en mujer.
No os ofendáis por mis palabras vosotras, damas de mediana edad que tenéis a vuestro cargo a las hijas de personas de calidad; recordad que os las han puesto a vuestro cuidado por una de dos razones: o porque vosotras mismas habéis sabido guardar vuestra propia castidad, o bien porque fuisteis frágiles y caísteis y, por consiguiente, conocéis muy bien el juego y, por ende, habéis abandonado para siempre el mal camino. Por tanto, por Dios, procurad instruirlas, sin cesar, en la virtud. Un ladrón de venados que ha jurado abandonar su vieja profesión resulta mejor guarda jurado que nadie. Guardad, pues, muy bien a vuestras pupilas, pues si queréis, podéis, y procurad no entregaros a ninguna clase de vicio para no resultar condenadas por vuestra malvada connivencia. Prestad mucha atención a lo que voy a decir: de todas las traiciones, la más pestilente y más condenable es la traición a la inocencia.
Vosotros, padres y madres, si tenéis uno o más hijos, recordad que la responsabilidad de su vigilancia es vuestra, mientras están bajo vuestro cuidado. Atended pues, si por culpa de vuestros ejemplos o por vuestra negligencia en corregirles sucumben, me atrevo a asegurar que lo pagaréis muy caro. Muchos carneros y ovejas han sido destrozados por el lobo, por ser su pastor descuidado y perezoso. Pero un ejemplo es más que suficiente por ahora, debo volver a mi relato.
La muchacha cuya historia voy a contar era su propia salvaguarda y no necesitaba institutriz, pues en la vida que llevaba, otras podían leer como en un libro las palabras y acciones que más convienen a una doncella virtuosa. Tan buena y prudente era, que la fama de su belleza y su extraordinaria bondad se extendieron por todas partes, hasta que por todo el país todos los amantes de la virtud cantaban sus elogios (con la única excepción de la Envidia, que se apena con la felicidad de los demás y celebra alegremente sus penas y desgracias). Este ejemplo es de San Agustín.
Un día la muchacha fue a la ciudad con su amada madre, como suelen hacer las muchachas jóvenes, para efectuar una visita al templo. Sucedió que en aquella ciudad vivía por aquel entonces un juez, gobernador del distrito. Casualmente su mirada se detuvo en la muchacha, que pasaba por delante de donde él estaba, y se fijó en ella. Inmediatamente quedó tan impresionado por su belleza, que su corazón le dio un vuelco y sus pensamientos tomaron una nueva dirección. Dijo para sí:
-Esta chica debe ser mía, no importa cómo.
Entonces el diablo penetró en su corazón en un santiamén y le mostró cómo podría conquistar a la muchacha para sí mediante una estratagema.
Supo desde el principio que ni la fuerza ni el soborno podrían serle de ayuda, pues ella tenía amigos poderosos; además, si ella había vivido una vida sin tacha durante tanto tiempo, sabía perfectamente bien que nunca podría conseguirla induciéndole al pecado con su cuerpo. Por lo que después de deliberar consigo mismo durante bastante tiempo, envió a buscar a uno de sus parásitos que vivía en la ciudad y sabía que era un tipo muy osado y astuto. Luego, en estricta confidencia, este juez contó al hombre su propósito, haciéndole jurar que nunca lo repetiría a nadie bajo pena de ser decapitado. Cuando el tipo dio su asentimiento al perverso plan, el juez, encantado, le prodigó gracias, halagos y le entregó ricos y costosos presentes.
Una vez que su ingenioso ardid -que pronto os explicaré- para satisfacer su lascivia había sido acordado hasta el menor pequeño detalle, este tipo, que se llamaba Claudio, volvió a casa. Y el nada honrado juez, Apio (tal era su nombre, pues esto no se trata de una leyenda, sino de una anécdota histórica conocidísima: no hay duda de que esto es cierto en lo esencial), rápidamente se puso a trabajar para efectuar todo lo necesario a fin de acelerar la consumación de su deseo.
Por ello, según el relato, pocos días después, mientras el disoluto juez se hallaba juzgando diversos casos, aquel pérfido tipo corrió hacia él y le dijo:
-Os suplico, señoría, hagáis justicia en esta pequeña localidad por la que elevo una queja contra Virginio; si él dice que no es verdad, lo demostraré y presentaré fidedignos testigos que confirmen la veracidad de mi petición.
-No puedo dar un juicio definitivo sobre esto en su ausencia -le replicó el juez-. Que lo manden comparecer ante mí y escucharé vuestro caso con mucho gusto. Tú tendrás plena justicia y no se cometerá injusticia.
Virginio se presentó para averiguar la decisión del juez, y la villana petición le fue leída inmediatamente. En esencia venía a decir esto:
«A Su Excelencia, Apio. Señoría: Vuestro humilde criado Claudio se presenta para afirmar que el caballero llamado Virginio retiene contra la ley, la equidad y mi expreso deseo, a mi criada y legítima esclava, que me fue robada de mi casa una noche, cuando todavía era de tierna edad. Puedo presentar pruebas, Señoría, para demostrar esto a vuestra satisfacción. Ella no es su hija, diga él lo que diga. Por consiguiente, os ruego, mi señor juez, que me entreguéis a mi esclava, por favor.» Esta era, en esencia, su solicitud.
Virginio se quedó atónito mirando al individuo, pero antes de que pudiese dar su propia versión o demostrar, por su palabra de caballero o por el testimonio de muchos testigos, que todo lo que su adversario decía era falso, el infame juez rechazó de plano esperar más o incluso escuchar una sola palabra de Virginio y emitió el siguiente veredicto:
-Ordeno que a este hombre se le devuelva la esclava inmediatamente. No debéis tenerla en casa ni un momento más. Id a buscarla y colocadla bajo mi custodia. Este hombre debe tener a su esclava. Este es mi veredicto.
El buen Virginio, forzado por el veredicto del juez a entregar a su amada hija a Apio para que satisficiese su lascivia, emprendió el camino hacia su casa. Al llegar se sentó en el salón y mandó que le trajesen a su hija. Con la cara lívida contempló su dulce semblante. Su corazón de padre sintió una lástima infinita, pero no se desvió de su resolución.
-¡Hija mía! -dijo él-, mi Virginia. Hay dos alternativas que tú debes sufrir: o la muerte o la vergüenza y el deshonor. ¡Ojalá no hubiese nacido! Pues tú no has hecho nada para merecer la muerte por cuchillo o espada. ¡Oh, hija mía querida, fin de mi vida a quien tanto me ha gustado criar y educar; nunca te has alejado de mi pensamiento! ¡Oh, hija mía, la última pena y la última alegría de mi vida! ¡Oh, gema de castidad, acepta tu muerte con resignación, puesto que así lo he resuelto decidido! Tu muerte está decidida por amor, no por odio: será mi propia mano amante la que cortará tu cabeza. ¡Ay! ¿Por qué puso jamás Apio sus ojos en ti? Este es el infame veredicto que ha dado sobre ti en el día de hoy.
Y aquí le explicó toda la situación. Como vosotros ya habéis oído, no es preciso que recapitule.
-¡Oh, padre mío, tened piedad de mí! -exclamó la muchacha; y con estas palabras le echó los brazos al cuello, como era su costumbre. Lágrimas amargas brotaron de sus ojos
-Querido padre, ¿es preciso que muera? -dijo ella-. ¿No hay perdón, no hay remedio?
-Ninguno en absoluto, queridísima hija -repuso él.
-Entonces dame tiempo, padre mío -replicó ella-, para lamentarme de mi propia muerte durante unos momentos, pues incluso Jefté dio a su hija tiempo para lamentarse antes de matarla, y Dios sabe que ella no tenía más culpa que la de haberse adelantado a ser la primera en dar a su padre la adecuada bienvenida.
Al decir esto, cayó desmayada al suelo.
Cuando le pasó el desmayo se levantó y dijo a su padre: -Loado sea Dios de que muera virgen. Dame la muerte antes de que el deshonor me manche. Cumple tu voluntad sobre tu hija en nombre de Dios.
Acabado que hubo de decir esto, le rogó una y otra vez que la golpease dulcemente con la espada y, al decirlo, cayó desmayada de nuevo.
Con el corazón lleno de pena su padre le cortó la cabeza y cogiéndola por los cabellos se la llevó al juez, que todavía se hallaba juzgando.
Según dice el relato, cuando el juez la vio ordenó que Virginio fuese arrestado y colgado allí mismo. Pero, en aquel momento, miles de personas, llenas de piedad y compasión, penetraron en la sala para salvar al caballero, pues se había difundido el horrible crimen.
La gente pronto penetró en sospechas sobre aquel asunto; por la forma en que aquel tipo había presentado y forjado su acusación adivinaron que lo había hecho con el consentimiento y anuencia de Apio, pues su lascivia era muy conocida, por lo que se dirigieron hacia Apio y le arrojaron a la cárcel, donde él se suicidó. En cuanto al criado de Apio, el tal Claudio, fue sentenciado a morir colgado de un árbol, y si no hubiese sido por Virginio, que pidió que le desterrasen en vez de ejecutarle, ciertamente hubiera muerto. El resto de los que intervinieron en este infame asunto sufrieron la muerte por la horca.
Aquí podéis ver qué clase de recompensa recibe el pecado. Pero, ¡cuidado!, nadie sabe a quién piensa Dios castigar, ni cómo el gusano de la conciencia puede conmoverse por un comportamiento perverso, aunque sea tan secreto que solamente Dios y el pecador lo sepan. Sea lerdo o sabio, nadie puede adivinar cuándo sobrevendrá el castigo, por lo que os doy este consejo: evitad el pecado antes que el pecado os abandone a vosotros.
AQUÍ TERMINA EL CUENTO DEL MÉDICO |