Miguel de Cervantes en AlbaLearning

MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

"La española inglesa"

NOVELAS EJEMPLARES

Biografía de Miguel de Cervantes Saavedra en Albalearning

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La española inglesa (5)
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Acabada de leer la carta, sin derramar lágrimas, ni dar señales de doloroso sentimiento, con sesgo rostro y, al parecer, con sosegado pecho, se levantó de un estrado donde estaba sentada y se entró en un oratorio; y hincándose de rodillas ante la imagen de un devoto crucifijo hizo voto de ser monja, pues lo podía ser teniéndose por viuda. Sus padres disimularon, y encubrieron con discreción, la pena que les había dado la triste nueva, por poder consolar a Isabela en la amarga pena que sentía; la cual casi como satisfecha de su dolor, templándole con la santa y christiana resolución que había tomado, ella consolaba a sus padres. A los cuales, descubrió su intento y ellos le aconsejaron que no le pusiese en ejecución hasta que pasasen los dos años que Ricaredo había puesto por término de su venida, que con esto se confirmaría la verdad de la muerte de Ricaredo, y ella con más seguridad podía mudar de estado. Ansí lo hizo Isabela, y los seis meses y medio que quedaban, para cumplirse los dos años, los pasó en ejercicios de religiosa y en concertar la entrada del monasterio, habiendo elegido el de santa Paula donde estaba su prima.

Pasóse el término de los dos años, y llegóse el día de tomar el hábito, cuya nueva se extendió por la ciudad, y de los que conocían de vista a Isabela, y de aquellos que por sola su fama, se llevó el monasterio. Y la poca distancia que dél a la casa de Isabela había, y convidando su padre a sus amigos, y aquéllos a otros, hicieron a Isabela uno de los más honrados acompañamientos, que en semejantes actos se había visto en Sevilla. Hallóse en él el asistente, y el provisor de la Iglesia, y vicario del arzobispo, con todas las señoras y señores de título, que había en la ciudad. Tal era el deseo que en todos había de ver el sol de la hermosura de Isabela, que tantos meses se les había eclipsado. Y como es costumbre de las doncellas que van a tomar el hábito ir lo posible galanas y bien compuestas, como quien en aquel punto echa el resto de la bizarría, y se descarta della.

Quiso Isabela ponerse lo más bizarra que le fue posible. Y así, se vistió con aquel vestido mismo que llevó cuando fue a ver la reina de Inglaterra, que ya se ha dicho cuán rico y cuán vistoso era. Salieron a luz las perlas, y el famoso diamante, con el collar y cintura que asimismo era de mucho valor. Con este adorno, y con su gallardía, dando ocasión para que todos alabasen a Dios en ella, salió Isabela de su casa a pie, que el estar tan cerca el monasterio excusó los coches y carrozas. El concurso de la gente fue tanto, que les pesó de no haber entrado en los coches, que no les daban lugar de llegar al monasterio. Unos bendecían a sus padres; otros al cielo que de tanta hermosura la había dotado; unos se empinaban por verla; otros, habiendola visto una vez, corrían adelante por verla otra. Y el que más solícito se mostró en esto, y tanto que muchos echaron de ver en ello fue un hombre vestido en hábito de los que vienen rescatados de cautivos, con una insignia de la Trinidad en el pecho, en señal que han sido rescatados por la limosna de sus redemptores. Este cautivo, pues, al tiempo que ya Isabela tenía un pie dentro de la portería del convento, donde habían salido a recebirla como es uso, la priora y las monjas con la cruz, a grandes voces dijo:

—¡Detente, Isabela, detente! que mientras yo fuere vivo, no puedes tú ser religiosa.

A estas voces, Isabela y sus padres volvieron los ojos y vieron que, hendiendo por toda la gente, hacia ellos venía aquel cautivo; que habiéndosele caído un bonete azul redondo, que en la cabeza traía, descubrió una confusa madeja de cabellos de oro ensortijados, y un rostro como el carmín y como la nieve, colorado y blanco; señales que luego le hicieron conocer y juzgar por extranjero de todos. En efecto, cayendo y levantando, llegó donde Isabela estaba, y asiéndola de la mano le dijo:

—¿Conócesme, Isabela? Mira que yo soy Ricaredo, tu esposo.

—Sí, conozco —dijo Isabela—, si ya no eres fantasma, que viene a turbar mi reposo.

Sus padres le asieron, y atentamente le miraron; y, en resolución, conocieron ser Ricaredo el cautivo. El cual, con lágrimas en los ojos, hincando las rodillas delante de Isabela, le suplicó que no impidiese la extrañeza del traje en que estaba su buen conocimiento, ni estorbase su baja fortuna, que ella no correspondiese a la palabra que entre los dos se habían dado.

Isabela, a pesar de la impresión que en su memoria había hecho la carta de su madre de Ricaredo, dándole nuevas de su muerte, quiso dar más crédito a sus ojos, y a la verdad que presente tenía. Y así abrazándose con el cautivo, le dijo:

—Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que sólo podrá impedir mi christiana determinación; vos, señor, sois sin duda la mitad de mi alma, pues sois mi verdadero esposo; estampado os tengo en mi memoria, y guardado en mi alma. Las nuevas que de vuestra muerte me escribió mi señora, y vuestra madre, ya que no me quitaron la vida, me hicieron escoger la de la religión, que en este punto quería entrar a vivir en ella. Mas, pues Dios con tan justo impedimento muestra querer otra cosa, ni podemos, ni conviene, que por mi parte, se impida. Venid, señor, a la casa de mis padres, que es vuestra, y allí os entregaré mi posesión por los términos que pide nuestra santa fe cathólica.

Todas estas razones oyeron los circunstantes, y el asistente, y vicario, y provisor del arzobispo, y de oírlas se admiraron y suspendieron. Y quisieron que luego se les dijese que qué historia era aquella, qué extranjero aquél y de qué casamiento trataban. A todo lo cual respondió el padre de Isabela diciendo que aquella historia pedía otro lugar, y algún término para decirse. Y así, suplicaba a todos aquellos que quisiesen saberla, diesen la vuelta a su casa, pues estaba tan cerca; que allí se la contarían de modo que con la verdad quedasen satisfechos y, con la grandeza y extrañeza de aquel suceso, admirados. En esto, uno de los presentes alzó la voz, diciendo:

—Señores, este mancebo es un gran corsario inglés, que yo le conozco; y es aquel que, habrá poco más de dos años, tomó a los corsarios de Argel la nave de Portugal que venía de las Indias. No hay duda, sino que es él; que yo le conozco porque él me dio libertad y dineros, para venirme a España; y no sólo a mí, sino a otros trescientos cautivos.

Con estas razones se alborotó la gente y se avivó el deseo que todos tenían de saber y ver la claridad de tan intrincadas cosas. Finalmente, la gente más principal, con el asistente y aquellos dos señores eclesiásticos, volvieron a acompañar a Isabela a su casa, dejando a las monjas tristes, confusas y llorando por lo que perdían en tener en su compañía a la hermosa Isabela. La cual, estando en su casa, en una gran sala della, hizo que aquellos señores se sentasen; y, aunque Ricaredo quiso tomar la mano en contar su historia, todavía le pareció que era mejor fiarlo de la lengua y discreción de Isabela, y no de la suya, que no muy expertamente hablaba la lengua castellana.

Callaron todos los presentes, y teniendo las almas pendientes de las razones de Isabela, ella así comenzó su cuento. El cual le reduzco yo a que dijo todo aquello que desde el día que Clotaldo la robó en Cádiz, hasta que entró y volvió a él le había sucedido; contando, asimismo, la batalla que Ricaredo había tenido con los turcos, la liberalidad que había usado con los christianos, la palabra que entrambos a dos se habían dado de ser marido y mujer, la promesa de los dos años, las nuevas que había tenido de su muerte, tan ciertas a su parecer que la pusieron en el término que habían visto de ser religiosa; engrandeció la liberalidad de la reina, la christiandad de Ricaredo y de sus padres, y acabó con decir que dijese Ricaredo lo que le había sucedido después que salió de Londres, hasta el punto presente, donde le veían con hábito de cautivo y con una señal de haber sido rescatado por limosna.

—Así es —dijo Ricaredo—, y en breves razones sumaré los inmensos trabajos míos. Después que me partí de Londres, por excusar el casamiento que no podía hacer con Clisterna, aquella doncella escocesa cathólica con quien ha dicho Isabela que mis padres me querían casar, llevando en mi compañía a Guillarte, aquel paje que mi madre escribe que llevó a Londres las nuevas de mi muerte, atravesando por Francia, llegué a Roma donde se alegró mi alma y se fortaleció mi fe. Besé los pies al sumo pontífice; confesé mis pecados con el mayor penitenciero; absolvióme dellos, y diome los recaudos necesarios que diesen fe de mi confesión y penitencia, y de la reducción que había hecho a nuestra universal madre la Iglesia. Hecho esto, visité los lugares tan santos como innumerables que hay en aquella ciudad santa. Y de dos mil escudos que tenía en oro, di los mil y seiscientos a un cambio que me los libró en esta ciudad, sobre un tal Roqui florentín. Con los cuatrocientos que me quedaron, con intención de venir a España, me partí para Génova donde había tenido nuevas que estaban dos galeras de aquella señoría de partida para España.

»Llegué con Guillarte mi criado a un lugar que se llama Aquapendente que, viniendo de Roma a Florencia es el último que tiene el papa, y en una hostería, o posada, donde me apeé, hallé al conde Arnesto, mi mortal enemigo, que con cuatro criados, disfrazado y encubierto, más por ser curioso que por ser cathólico, entiendo, que iba a Roma. Creí sin duda que no me había conocido. Encerréme en un aposento con mi criado, y estuve con cuidado y con determinación de mudarme a otra posada en cerrando la noche. No lo hice ansí porque el descuido grande que no sé que tenían el conde y sus criados me aseguró que no me habían conocido. Cené en mi aposento, cerré la puerta, apercibí mi espada, encomendéme a Dios, y no quise acostarme.

»Durmióse mi criado y yo, sobre una silla, me quedé medio dormido; mas poco después de la media noche, me despertaron para hacerme dormir el eterno sueño. Cuatro pistoletes, como después supe, dispararon contra mí el conde y sus criados, y dejándome por muerto. Teniendo ya a punto los caballos, se fueron, diciendo al huésped de la posada que me enterrase, porque era hombre principal, y con esto se fueron.

»Mi criado, según dijo después el huésped, despertó al ruido y con el miedo se arrojó por una ventana que caía a un patio y, diciendo: «¡Desventurado de mí, que han muerto a mi señor!», se salió del mesón. Y debió de ser con tal miedo que no debió de parar hasta Londres, pues él fue el que llevó las nuevas de mi muerte.

»Subieron los de la hostería y halláronme atravesado con cuatro balas y con muchos perdigones, pero todas por partes que de ninguna fue mortal la herida. Pedí confesión y todos los sacramentos, como cathólico christiano; diéronmelos; curáronme; y no estuve para ponerme en camino en dos meses. Al cabo de los cuales, vine a Génova, donde no hallé otro pasaje, sino en dos falugas que fletamos yo y otros dos principales españoles; la una para que fuese delante descubriendo y la otra donde nosotros fuésemos.

»Con esta seguridad nos embarcamos, navegando tierra a tierra con intención de no engolfarnos. Pero llegando a un paraje que llaman las Tres Marías, que es en la costa de Francia, yendo nuestra primera faluga descubriendo, a deshora salieron de una cala dos galeotas turquescas. Y, tomándonos la una la mar y la otra la tierra, cuando íbamos a embestir en ella, nos cortaron el camino y nos cautivaron. En entrando en la galeota nos desnudaron, hasta dejarnos en carnes; despojaron las falugas de cuanto llevaban, y dejáronlas embestir en tierra, sin echallas a fondo, diciendo que aquéllas les servirían otra vez de traer otra galima, que con este nombre llaman ellos a los despojos que de los christianos toman.

»Bien se me podrá creer si digo, que sentí en el alma mi cautiverio, y sobre todo la pérdida de los recaudos de Roma, donde en una caja de lata los traía, con la cédula de los mil y seiscientos ducados. Mas, la buena suerte quiso que viniese a manos de un christiano cautivo español, que las guardó; que si vinieran a poder de los turcos, por lo menos había de dar por mi rescate lo que rezaba la cédula, que ellos averiguaran cúya era.

»Trujéronnos a Argel, donde hallé que estaban rescatando los padres de la santísima Trinidad. Hablélos; díjeles quién era; y movidos de caridad, aunque yo era extranjero, me rescataron en esta forma: que dieron por mí trescientos ducados, los ciento luego, y los doscientos cuando volviese el bajel de la limosna a rescatar al padre de la Redempción, que se quedaba en Argel, empeñado en cuatro mil ducados; que había gastado más de los que traía. Porque a toda esta misericordia y liberalidad se extiende la caridad destos padres, que dan su libertad por la ajena y se quedan cautivos por rescatar los cautivos.

»Por añadidura del bien de mi libertad, hallé la caja perdida con los recaudos y la cédula. Mostrésela al bendito padre que me había rescatado, y ofrecíle quinientos ducados más de los de mi rescate, para ayuda de su empeño. Casi un año se tardó en volver la nave de la limosna, y lo que en este año me pasó, a poderlo contar ahora, fuera otra nueva historia. Sólo diré que fui conocido de uno de los veinte turcos que di libertad, con los demás christianos ya referidos; y fue tan agradecido y tan hombre de bien que no quiso descubrirme; porque a conocerme los turcos, por aquel que había echado a fondo sus dos bajeles y quitádoles de las manos la gran nave de la India, o me presentaran al gran turco, o me quitaran la vida; y de presentarme al gran señor redundara no tener libertad en mi vida. Finalmente, el padre redemptor vino a España conmigo, y con otros cincuenta christianos rescatados. En Valencia hicimos la procesión general, y desde allí cada uno se partió donde más le plugo con las insignias de su libertad, que son estos habiticos.

»Hoy llegué a esta ciudad con tanto deseo de ver a Isabela mi esposa que sin detenerme a otra cosa, pregunté por este monasterio donde me habían de dar nuevas de mi esposa; lo que en él me ha sucedido ya se ha visto. Lo que queda por ver son estos recaudos para que se pueda tener por verdadera mi historia, que tiene tanto de milagrosa como de verdadera.

Y luego, en diciendo esto, sacó de una caja de lata los recaudos que decía, y se los puso en manos del provisor, que los vio junto con el señor asistente, y no halló en ellos cosa que le hiciese dudar de la verdad que Ricaredo había contado.

Y para más confirmación della, ordenó el cielo, que se hallase presente a todo esto el mercader florentín, sobre quien venía la cédula de los mil y seiscientos ducados, el cual pidió que le mostrasen la cédula. Y mostrándosela, la reconoció y la aceptó para luego, porque él muchos meses había, que tenía aviso desta partida.

Todo esto fue añadir admiración a admiración, y espanto a espanto. Ricaredo dijo que de nuevo ofrecía los quinientos ducados que había prometido. Abrazó el asistente a Ricaredo y a sus padres de Isabela, y a ella, ofreciéndoseles a todos con corteses razones. Lo mismo hicieron los dos señores eclesiásticos; y rogaron a Isabela que pusiese toda aquella historia por escrito, para que le leyese su señor el arzobispo; y ella lo prometió.

El grande silencio, que todos los circunstantes habían tenido, escuchando el extraño caso, se rompió en dar alabanzas a Dios por sus grandes maravillas y dando, desde el mayor hasta el más pequeño, el parabién a Isabel, a Ricaredo y a sus padres, los dejaron. Y ellos suplicaron al asistente que honrase sus bodas, que de allí a ocho días pensaban hacerlas. Holgó de hacerlo así el asistente; y de allí a ocho días, acompañado de los más principales de la ciudad, se halló en ellas.

Por estos rodeos, y por estas circunstancias, los padres de Isabela cobraron su hija y restauraron su hacienda; y ella, favorecida del cielo y ayudada de sus muchas virtudes, a despecho de tantos inconvenientes, halló marido tan principal como Ricaredo, en cuya compañía se piensa que aún hoy vive en las casas que alquilaron frontero de santa Paula. Que después, las compraron de los herederos de un hidalgo burgalés, que se llamaba Hernando de Cifuentes.

Esta novela nos podría enseñar cuánto puede la virtud, y cuánto la hermosura, pues son bastantes juntas, y cada una de por sí, a enamorar aun hasta los mismos enemigos, y de cómo sabe el cielo sacar, de las mayores adversidades nuestras, nuestros mayores provechos.

 

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