Miguel de Cervantes en AlbaLearning

MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA

"La española inglesa"

NOVELAS EJEMPLARES

Biografía de Miguel de Cervantes Saavedra en Albalearning

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Entre los despojos que los ingleses llevaron de la ciudad de Cádiz, Clotaldo, un caballero inglés capitán de una escuadra de navíos, llevó a Londres a una niña de edad de siete años, poco más o menos, y esto contra la voluntad y sabiduría del conde de Leste, que con gran diligencia hizo buscar a la niña para volvérsela a sus padres, que ante él se quejaron de la falta de su hija, pidiéndole que pues se contentaba con las haciendas, y dejaba libres a las personas, no fuesen ellos tan desdichados; que ya que quedaban pobres, no quedasen sin su hija, que era la lumbre de sus ojos y la más hermosa criatura que había en toda la ciudad. Mandó el conde echar bando por toda su armada que so pena de la vida, devolviese la niña cualquiera que la tuviese, mas ningunas penas ni temores fueron bastantes a que Clotaldo le obedeciese, que la tenía escondida en su nave, aficionado, aunque christianamente, a la incomparable hermosura de Isabel, que así se llamaba la niña. Finalmente, sus padres se quedaron sin ella, tristes y desconsolados, y Clotaldo, alegre sobre modo, llegó a Londres y entregó por riquísimo despojo a su mujer a la hermosa niña.

Quiso la buena suerte que todos los de la casa de Clotaldo eran cathólicos secretos, aunque en lo público mostraban seguir la opinión de su reina. Tenía Clotaldo un hijo llamado Ricaredo, de edad de doce años, enseñado de sus padres a amar y temer a Dios, y a estar muy entero en las verdades de la fe cathólica. Catalina, la mujer de Clotaldo, noble christiana, y prudente señora, tomó tanto amor a Isabel, que como si fuera su hija la criaba, regalaba, e industriaba. Y la niña era de tan buen natural, que con facilidad aprendía todo cuanto le enseñaban.

Con el tiempo, y con los regalos, fue olvidando los que sus padres verdaderos le habían hecho; pero no tanto que dejase de acordarse y suspirar por ellos muchas veces; y aunque iba aprendiendo la lengua inglesa, no perdía la española, porque Clotaldo tenía cuidado de traerle a casa secretamente españoles que hablasen con ella. Desta manera, sin olvidar la suya, como está dicho, hablaba la lengua inglesa como si hubiera nacido en Londres. Después de haberle enseñado todas las cosas de labor, que puede y debe saber una doncella bien nacida, la enseñaron a leer y escribir, más que medianamente. Pero en lo que tuvo extremo fue en tañer todos los instrumentos que a una mujer son lícitos; y esto con toda perfección de música, acompañándola con una voz que le dio el cielo, tan extremada que encantaba cuando cantaba.

Todas estas gracias, adqueridas y puestas sobre la natural suya, poco a poco fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a quien ella, como a hijo de su señor, quería y servía; al principio le salteó amor con un modo de agradarse y complacerse de ver la sin igual belleza de Isabel, y de considerar sus infinitas virtudes y gracias, amándola como si fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos honrados y virtuosos. Pero como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía tenía doce años, aquella benevolencia primera, y aquella complacencia y agrado de mirarla, se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla; no porque aspirase a esto por otros medios que por los de ser su esposo. Pues de la incomparable honestidad de Isabela, (que así la llamaban ellos) no se podía esperar otra cosa, ni aun él quisiera esperarla, aunque pudiera, porque la noble condición suya y la estimación en que a Isabela tenía, no consentían que ningún mal pensamiento echase raíces en su alma. Mil veces determinó manifestar su voluntad a sus padres, y otras tantas no aprobó su determinación, porque él sabía que le tenían dedicado para ser esposo de una muy rica y principal doncella escocesa, asimismo secreta christiana como ellos; y estaba claro, según él decía, que no habían de querer dar a una esclava (si este nombre se podía dar a Isabela) lo que ya tenían concertado de dar a una señora; y así perplejo y pensativo, sin saber qué camino tomar para venir al fin de su buen deseo, pasaba una vida tal que le puso a punto de perderla. Pero pareciéndole ser gran cobardía dejarse morir, sin intentar algún género de remedio a su dolencia, se animó y esforzó a declarar su intento a Isabela.

Andaban todos los de casa tristes y alborotados por la enfermedad de Ricaredo, que de todos era querido, y de sus padres con el extremo posible; así por no tener otro como porque lo merecía su mucha virtud, y su gran valor, y entendimiento. No le acertaban los médicos la enfermedad, ni él osaba, ni quería, descubrírsela. En fin, puesto en romper por las dificultades que él se imaginaba, un día que entró Isabela a servirle, viéndola sola, con desmayada voz y lengua turbada, le dijo:

—Hermosa Isabela, tu valor, tu mucha virtud y grande hermosura me tienen como me ves, si no quieres que deje la vida en manos de las mayores penas que pueden imaginarse, responda el tuyo a mi buen deseo, que no es otro que el de recebirte por mi esposa a hurto de mis padres, de los cuales temo que por no conocer lo que yo conozco que mereces, me han de negar el bien que tanto me importa. Si me das la palabra de ser mía, yo te la doy desde luego, como verdadero y cathólico christiano, de ser tuyo. Que, puesto que no llegue a gozarte, como no llegaré, hasta que con bendición de la Iglesia y de mis padres sea, aquel imaginar que con seguridad eres mía será bastante a darme salud, y a mantenerme alegre y contento hasta que llegue el felice punto que deseo.

En tanto que esto dijo Ricaredo, estuvo escuchándole Isabela con los ojos bajos, mostrando en aquel punto que su honestidad se igualaba a su hermosura, y a su mucha discreción su recato. Y así, viendo que Ricaredo callaba, honesta, hermosa y discreta, le respondió desta suerte:

—Después que quiso el rigor o la clemencia del cielo (que no sé a cuál destos extremos lo atribuya) quitarme a mis padres, señor Ricaredo, y darme a los vuestros, agradecida a las infinitas mercedes que me han hecho, determiné que jamás mi voluntad saliese de la suya; y así, sin ella, tendría no por buena, sino por mala, fortuna la inestimable merced que queréis hacerme. Si con su sabiduría fuere yo tan venturosa que os merezca, desde aquí os ofrezco la voluntad que ellos me dieren, y en tanto que esto se dilatare, o no fuere, entretengan vuestros deseos el saber que los míos serán eternos y limpios, en desearos el bien que el cielo puede daros.

Aquí puso silencio Isabela a sus honestas y discretas razones, y allí comenzó la salud de Ricaredo, y comenzaron a revivir las esperanzas de sus padres, que en su enfermedad muertas estaban. Despidiéronse los dos cortésmente; él con lágrimas en los ojos, ella con admiración en el alma de ver tan rendida a su amor la de Ricaredo. El cual, levantado del lecho, al parecer de sus padres por milagro, no quiso tenerles más tiempo ocultos sus pensamientos. Y así, un día se los manifestó a su madre, diciéndole en el fin de su plática, que fue larga, que si no le casaban con Isabela que el negársela y darle la muerte era todo una misma cosa.

Con tales razones, con tales encarecimientos subió al cielo las virtudes de Isabela, Ricaredo, que le pareció a su madre que Isabela era la engañada en llevar a su hijo por esposo. Dio buenas esperanzas a su hijo de disponer a su padre a que con gusto viniese en lo que ya ella también venía. Y así fue, que diciendo a su marido las mismas razones que a ella había dicho su hijo, con facilidad le movió a querer lo que tanto su hijo deseaba, fabricando excusas que impidiesen el casamiento que casi tenía concertado con la doncella de Escocia.

A esta razón tenía Isabela catorce y Ricaredo veinte años; y en esta tan verde y tan florida edad, su mucha discreción y conocida prudencia los hacía ancianos. Cuatro días faltaban, para llegarse aquel en el cual sus padres de Ricaredo querían que su hijo inclinase el cuello al yugo santo del matrimonio, teniéndose por prudentes y dichosísimos de haber escogido a su prisionera por su hija, teniendo en más la dote de sus virtudes que la mucha riqueza que con la escocesa se les ofrecía. Las galas estaban ya a punto, los parientes y los amigos convidados, y no faltaba otra cosa sino hacer a la reina sabidora de aquel concierto, porque sin su voluntad y consentimiento entre los de ilustre sangre no se efectúa casamiento alguno, pero no dudaron de la licencia; y así, se detuvieron en pedirla. Digo pues, que estando todo en este estado, cuando faltaban los cuatro días hasta el de la boda, una tarde turbó su regocijo un ministro de la reina que dio un recaudo a Clotaldo que su majestad mandaba que otro día por la mañana llevasen a su presencia a su prisionera, la española de Cádiz. Respondióle Clotaldo, que de muy buena gana haría lo que su majestad le mandaba. Fuese el ministro, y dejó llenos los pechos de todos de turbación, de sobresalto y miedo.

—¡Ay —decía la señora Catalina—, si sabe la reina que yo he criado a esta niña a la cathólica, y de aquí viene a inferir que todos los desta casa somos christianos! pues si la reina le pregunta, qué es lo que ha aprendido en ocho años que hace que es prisionera, ¿qué ha de responder la cuitada que no nos condene, por más discreción que tenga?

Oyendo lo cual Isabela, le dijo:

—No le dé pena alguna, señora mía, ese temor, que yo confío en el cielo que me ha de dar palabras en aquel instante, por su divina misericordia, que no sólo no os condenen, sino que redunden en provecho vuestro.

Temblaba Ricaredo, casi como adivino de algún mal suceso. Clotaldo buscaba modos que pudiesen dar ánimo a su mucho temor y no los hallaba, sino en la mucha confianza que en Dios tenía, y en la prudencia de Isabela, a quien encomendó mucho, que por todas las vías que pudiese, excusase de condenallos por cathólicos, que puesto que estaban promptos con el espíritu a recebir martirio, toda vía la carne enferma rehusaba su amarga carrera. Una y muchas veces le aseguró Isabela estuviesen seguros que por su causa no sucedería lo que temían y sospechaban porque, aunque ella entonces no sabía lo que había de responder a las preguntas que en tal caso le hiciesen, tenía tan viva y cierta esperanza que había de responder de modo que, como otra vez había dicho, sus respuestas les sirviesen de abono.

Discurrieron aquella noche en muchas cosas, especialmente en que si la reina supiera que eran cathólicos, no les enviara recaudo tan manso, por donde se podía inferir que sólo querría ver a Isabela, cuya sin igual hermosura y habilidades habría llegado a sus oídos, como a todos los de la ciudad. Pero ya en no habérsela presentado se hallaban culpados; de la cual culpa hallaron sería bien disculparse, con decir que desde el punto que entró en su poder, la escogieron y señalaron para esposa de su hijo Ricaredo. Pero también en esto se culpaban por haber hecho el casamiento sin licencia de la reina, aunque esta culpa no les pareció digna de gran castigo. Con esto, se consolaron, y acordaron que Isabela no fuese vestida humildemente como prisionera, sino como esposa, pues ya lo era de tan principal esposo como su hijo.

Resueltos en esto, otro día vistieron a Isabela a la española, con una saya entera de raso verde acuchillada y forrada en rica tela de oro, tomadas las cuchilladas con unas eses de perlas, y toda ella bordada de riquísimas perlas; collar y cintura de diamantes, y con abanico, a modo de las señoras damas españolas. Sus mismos cabellos, que eran muchos, rubios y largos, entretejidos y sembrados de diamantes y perlas, le servían de tocado. Con este adorno riquísimo, y con su gallarda disposición y milagrosa belleza, se mostró aquel día a Londres sobre una hermosa carroza, llevando colgados de su vista las almas y los ojos de cuantos la miraban. Iban con ella Clotaldo y su mujer, y Ricaredo, en la carroza, y a caballo muchos ilustres parientes suyos. Toda esta honra quiso hacer Clotaldo a su prisionera, por obligar a la reina la tratase como a esposa de su hijo.

Llegados pues a palacio, y a una gran sala donde la reina estaba, entró por ella Isabela, dando de sí la más hermosa muestra que pudo caber en una imaginación. Era la sala grande y espaciosa, y a dos pasos se quedó el acompañamiento y se adelantó Isabela; y como quedó sola, pareció lo mismo que parece la estrella, o exalación, que por la región del fuego en serena y sosegada noche, suele moverse, o bien ansí como rayo del sol, que al salir del día, por entre dos montañas se descubre. Todo esto pareció, y aun cometa, que pronosticó el incendio de más de un alma de los que allí estaban, a quien amor abrasó con los rayos de los hermosos soles de Isabela. La cual llena de humildad y cortesía, se fue a poner de hinojos ante la reina y, en lengua inglesa, le dijo:

—Dé, vuestra majestad, las manos a esta su sierva, que desde hoy más se tendrá por señora, pues ha sido tan venturosa que ha llegado a ver la grandeza vuestra.

Estúvola la reina mirando por un buen espacio sin hablarle palabra, pareciéndole, como después dijo a su camarera, que tenía delante un cielo estrellado, cuyas estrellas eran las muchas perlas y diamantes que Isabela traía; su bello rostro y sus ojos el sol y la luna, y toda ella una nueva maravilla de hermosura. Las damas que estaban con la reina, quisieran hacerse todas ojos, porque no les quedase cosa por mirar en Isabela. Cuál acababa la viveza de sus ojos, cuál la color del rostro, cuál la gallardía del cuerpo, y cuál la dulzura de la habla. Y tal hubo, que de pura envidia, dijo:

—Buena es la española, pero no me contenta el traje.

Después que pasó algún tanto la suspensión de la reina, haciendo levantar a Isabela le dijo:

—Habladme en español, doncella, que yo le entiendo bien, y gustaré dello. —Y volviéndose a Clotaldo dijo—: Clotaldo, agravio me habéis hecho en tenerme este tesoro tantos años hace encubierto, mas él es tal que os haya movido a codicia. Obligado estáis a restituírmele, porque de derecho es mío.

—Señora —respondió Clotaldo—, mucha verdad es lo que v. majestad dice; confieso mi culpa, si lo es haber guardado este tesoro a que estuviese en la perfección que convenía, para aparecer ante los ojos de V. M., y aora que lo está, pensaba traerle mejorado, pidiendo licencia a V. M. para que Isabela fuese esposa de mi hijo Ricaredo, y daros, alta majestad, en los dos todo cuanto puedo daros.

—Hasta el nombre me contenta —respondió la reina—; no le faltaba más, sino llamarse Isabela la española, para que no me quedase nada de perfección que desear en ella. Pero advertid, Clotaldo, que sé que sin mi licencia la teníades prometida a vuestro hijo.

—Así es verdad, señora —respondió Clotaldo—, pero fue en confianza, que los muchos y relevados servicios, que yo y mis pasados tenemos hechos a esta corona, alcanzarían de V. M. otras mercedes más dificultosas que las desta licencia, cuanto más, que aún no está desposado mi hijo.

—Ni lo estará —dijo la reina— con Isabela, hasta que por sí mismo lo merezca. Quiero decir, que no quiero que para esto le aprovechen vuestros servicios, ni los de sus pasados, él por sí mismo se ha de disponer a servirme y a merecer por sí esta prenda, que ya la estimo como si fuese mi hija.

Apenas oyó esta última palabra Isabela, cuando se volvió a hincar de rodillas ante la reina, diciéndole en lengua castellana:

—Las desgracias que tales descuentos traen, serenísima señora, antes se han de tener por dichas que por desventuras.Ya V. M. me ha dado nombre de hija; sobre tal prenda ¿qué males podré temer, o qué bienes no podré esperar?

Con tanta gracia y donaire decía cuanto decía Isabela, que la reina se le aficionó en extremo, y mandó que se quedase en su servicio. Y se la entregó a una gran señora, su camarera mayor, para que la enseñase el modo de vivir suyo. Ricaredo, que se vio quitar la vida, en quitarle a Isabela, estuvo a pique de perder el juicio; y así, temblando y con sobresalto, se fue a poner de rodillas ante la reina, a quien dijo:

—Para servir yo a v. majestad no es menester incitarme con otros premios que con aquellos que mis padres y mis pasados han alcanzado por haber servido a sus reyes. Pero, pues v. majestad gusta que yo la sirva con nuevos deseos y pretensiones, querría saber en qué modo y en qué ejercicio podré mostrar que cumplo con la obligación en que v. majestad me pone.

—Dos navíos —respondió la reina— están para partirse en corso, de los cuales he hecho general al barón de Lansac. Del uno dellos os hago a vos capitán, porque la sangre de donde venís me asegura que ha de suplir la falta de vuestros años. Y advertid a la merced que os hago, pues os doy ocasión en ella a que correspondiendo a quien sois, sirviendo a vuestra reina, mostréis el valor de vuestro ingenio y de vuestra persona, y alcancéis el mejor premio que a mi parecer vos mismo podéis acertar a desearos. Yo misma os seré guarda de Isabela, aunque ella da muestras que su honestidad será su más verdadera guarda. ¡Id con Dios! que, pues vais enamorado, como imagino, grandes cosas me prometo de vuestras hazañas. Felice fuera el rey batallador que tuviera en su ejército diez mil soldados amantes que esperaran que el premio de sus victorias había de ser gozar de sus amadas. Levantaos, Ricaredo, y mirad si tenéis o queréis decir algo a Isabela, porque mañana ha de ser vuestra partida.

Besó las manos a la reina, estimando en mucho la merced que le hacía, y luego se fue a hincar de rodillas ante Isabela, y queriéndola hablar, no pudo porque se le puso un nudo en la garganta que le ató la lengua y las lágrimas acudieron a los ojos, y él acudió a disimularlas lo más que le fue posible; pero con todo esto, no se pudieron encubrir a los ojos de la reina, pues dijo:

—No os afrentéis, Ricaredo, de llorar, ni os tengáis en menos por haber dado en este trance tan tiernas muestras de vuestro corazón, que una cosa es pelear con los enemigos y otra despedirse de quien bien se quiere. Abrazad, Isabela, a Ricaredo y dadle vuestra bendición, que bien lo merece su sentimiento.

Isabela, que estaba suspensa y atónita de ver la humildad y dolor de Ricaredo, que como a su esposo le amaba, no entendió lo que la reina le mandaba, antes comenzó a derramar lágrimas, tan sin pensar lo que hacía, y tan sesga y tan sin movimiento alguno que no parecía, sino que lloraba una estatua de alabastro. Estos afectos de los dos amantes, tan tiernos y tan enamorados, hicieron verter lágrimas a muchos de los circunstantes, y sin hablar más palabra Ricaredo, y sin le haber hablado alguna a Isabela, haciendo Clotaldo, y los que con él venían, reverencia a la reina, se salieron de la sala llenos de compasión, de despecho, y de lágrimas.

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