Óscar Castro en AlbaLearning

Óscar Castro

"La fiebre"

Comarca del jazmín

Biografía de Óscar Castro en Wikipedia

 
 
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Música: Bach. Minuet and Badinerie (from Orchestral Suite No. 2 in B Minor)
 
La fiebre
 

A Juanito le ha parecido siempre que en el mundo hay cosas tristes que los demás no comprenden. Cosas que llaman el llanto, que traen el sollozo desde muy adentro, como si el pecho fuera una caja de opresiones que es necesario descargar. Como ese día su madre no lo ha dejado levantarse, Juanito piensa en todas las cosas tristes. Por ejemplo, en aquel zapatíto suyo que se fue por el agua como una roja embarcación. Todo por un descuido. Su hermano le había dicho: "Ponte los zapatos, Juanito". Pero él los llevaba en la mano mientras iban por cerca del canal. El zapatito se escabulló como un pez, patinó un momento por la hierba delgada de la orilla y cayó luego en la corriente, hendiendo graciosamente las aguas. ¡Qué bonito era! Nunca fue más bonito su zapato que en el momento de perderlo.

Pero hay otras cosas que acuden en tropel a su mente. Está, sin ir más lejos, su insignificancia de niño solitario. Sus hermanos van al colegio, tienen libros, cuadernos, lápices de colores. Hacen tareas por la noche y hablan de lejanos países. Holanda, capital La Haya. Australia. Terranova. A él sólo le permiten leer libros de cuentos. Es triste ser pequeño, pequeño como una hoja. Juanito piensa que le falta mucho para ser mayor y llora. Su madre lo sorprende con los ojos mojados. Le toca la frente y dice: "Te ha subido la fiebre. Tienes que tomar un purgante". Su madre no comprende. No es la fiebre. Es... Eso, eso que él lleva dentro. Eso que no puede contar a nadie. ¿Por qué las personas mayores no entenderán? Pero se somete a cuanto diga su madre. En esos momentos prefiere estar solo. Y cuanto antes concluya ,de tragar el purgante, mejor. Ya está. "Y ahora, a dormir, Juanito". Sí, mamá. A dormir. Cierra los ojos. Ella se marcha en pun tillas. Cuando el picaporte — "cor-chue-lo"— introduce su lengua en la ranura del marco, Juanito levanta la cabeza. Está solo. Es decir, solo no. Lo acompañan sus divagaciones. Cosas, objetos, seres invaden la pieza, traídos por la evocación. Ahí está el romero del huerto con sus mariposas. Después, Otelo, el perro. Luego, un caballito blanco que vio corriendo por un potrero. Y el agua y las nubes encendidas de la tarde. Y las ciruelas maduras, tan moradas y cenicientas. Y su hermano Javier díciéndole adiós desde un barco rojo. Desde un barco rojo que es su zapatito navegador. Pero, ¿qué lleva Javier entre las manos? Es su pianito de juguete. ¿Cómo pudo Javier descubrir su pianito de juguete? Él hizo un hoyo profundo en el huerto para ocultarlo. Allí estará, humedecido por el agua de riego, sonando para los gnomos. Sí, allí está: lo acaba de ver. Pero no suena. Está brotando. Sí, está brotando. Las pequeñas láminas de metal son ramajes finísimos que buscan altura. Crecen también las espinas metálicas del rodillo. Le pinchan los dedos a Juanito.

El rodillo crece, crece. Ahora se pone pesadamente en marcha, aplastando las casas. El niño trata de pararlo con una aguja que le robó a su madre. Pero el rodillo sigue avanzando. Huyen las gentes. Se derrumban los techos. Y el pianito suena, dentro del rodillo, como si fuera un campanario. En realidad es un campanario. Arriba vuelan palomas. Hay ventanales de colores. Tras uno de esos ventanales, la madre de Toño abraza a su hermano Javier. ¿No tendrá vergüenza del Niño Jesús que la mira? Juanito quisiera cubrir los ojos del Niño Jesús. Pero se lo impiden los barrotes de la ventana de su casa. Los barrotes no están fríos. Queman las sienes de Juanito. Sin embargo, por dentro de los barrotes corre agua fresca. ¡Si él pudiera dar vuelta el grifo de una golondrina! Hacer girar el grifo de una golondrina no es cosa fácil. Hay que tener dedos de viento. Y los dedos de Juanito han engrosado hasta con vertirse en las patas de una silla. Debe ser la silla que hay en el cuarto de su abuelo. Esa silla desvencijada, rota, con las pajas crecidas como barbas. En ella se sienta un gigante. ¿O es el despachero de la esquina? Se le parece en los ojos. Tal vez el gigante le robó los ojos al despachero de la esquina. Claro: los ojos aquellos estaban en el saco de las bolitas de cristal, y el hombre los vendió sin darse cuenta. Pero el despachero está muerto. Cuelga su cabeza al borde de una cama sucia y hay sangre en los ladrillos. Tiene los ojos abiertos. Los ojos de su abuelo. Son los mismos. Juanito los conoce bien. Al hombre le han crecido las barbas. Le han crecido mucho. A la silla del cuarto también. Entonces ¿el despachero y la silla son una misma cosa? No puede ser. Él tiene que acabar con aquello. Cogerá esa espada fulgente, toda de oro, que cuelga del techo ante sus ojos. Es tira la mano — ¡qué pesada está su mano!— y rasguña el aire. La espada se aleja. Pero permanece ahí colgada. El niño abre los ojos. La espada es un rayo de sol que entra por una hendedura de la ventana.

El niño lucha un momento para no caer de nuevo en el carrusel violento de la fiebre. Abre mucho los ojos, aprieta los puños para sentirse el cuerpo. Enfrente de él hay un cuadro de marco dorado. Desde el fondo del marco sonríe, blanco, refulgente, el Ángel de la Guarda. Está inclinado, con sus dos alas muy abiertas — alas de viento— , sobre un pequeño que pugna por coger una flor a la orilla de un estanque. Juanito pide al ángel que aparte al despachero y a la silla rota. Y el ángel obedece. Poco a poco pliega sus alas, y en el cuadro se abre un gran ventanal pintado de sol. Toda la pieza desaparece y Juanito se va por aquella puerta pura de la pared. ¡Qué liviano se siente! Puede caminar por escalas de cielo, pisando nubes de esponja. Arriba hay un lucero grande, temblando en su propia virginidad. Aquel lucero refulge en el pecho de tía Julia. Ella lo lleva pren dido con una cadenita de plata. Si Juanito lo tocara, se quemaría las manos. Por eso lo deja y prefiere sentir el perfume de tía Julia. Es como un huerto de viento y sonido. Pero no. Aquel lucero es, de pronto, el cigarrillo de Javier. Ese cigarrillo que vuela por los aires hasta caer en la tierra del patio. Allí se queda humeando. Es una bomba que va a reventar. Muchos ojos asombrados se asoman a las ventanas. Y la bomba humea, humea. Desde el humo nace de pronto un gato azul que sube sin rumor al tejado y empieza a devorar la luna. La luna que surgió del cañón de la cocina como una pompa ardida de jabón. Se hace una densa obscuridad. El gato lo ha llenado todo con su cuerpo blando, plegable, gaseoso. El gato oprime las paredes, respira blandamente, como las hojas en la noche, se siente su presencia jadeante y cálida. ¡Miau! ¡A... u...! ¡U... ai! ¡Ju. . . a - i. . . ! ¡Jua-ni-to! Es una flor que clama en el huerto. Una flor vestida de soledad. Pero ¿cómo es que la flor lo conoce? ¡Ah! Es la dalia que cortó y pisoteó porque su madre lo dejó sin postre el domingo, Ahí está su pequeña cabeza en tierra, pidiendo justicia. "¡Juanito!" Está acusándolo. Sí, fue él quien la cortó y la ultrajó. Dalia. No, no. Era un tulipán. ¡Qué bien suenan las sílabas! Tu - li - pan. . . Tu - li - pan. . . Está amaneciendo. Llaman las campanas a misa. Hace frío. Es el frío sonámbulo del alba. Tu - li - pa - lán . . . Juanito va, conducido por tía Julia, a la iglesia cercana. El alba tiene olor de angustia. Suena a gris en el canto de los pájaros. El alba. Pero ¿cuánto tiempo ha pasado? Años tal vez. Sí, muchos años. No obstante, cuando Juanito retorna de su peregrinación a través del marco — ''a través del ángel"— , ahí están las tres de la tarde, las mismas grises tres de la tarde clavadas como mariposas con el alfiler de un rayo de sol.

Cuatro días más tarde, cuando Juanito puede levantarse, algo ha quedado atrás. Tal vez el dominio milagroso de la infancia. Tal vez el zapatito conquistador del agua. Tal vez el pianito que sonaba en la fiesta del sueño.

A Juanito le queda apenas entre los dedos una sedosa sensación. Una mariposa voló de sus manos. Allí está el polvo de sus alas. La vida tendrá ya otras puertas, el sueño otros caminos, el corazón otras campanas.

Juanito convalece mirando la tierra del huerto. Allí tiembla, desnuda en el sol, una flor que olvidó para siempre la cárcel breve del cáliz caduco. Ayer era una cosa como un huevo verde-gris. Hoy es una flor. Y las abejas vuelan, melodiosas en torno al aura de su aroma.

de "Comarca del jazmín" Ediciones Cultura 1.945

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