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Óscar Castro

"El jilguero"

Comarca del jazmín

Biografía de Óscar Castro en Wikipedia

 
 
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Música: Bach. Minuet and Badinerie (from Orchestral Suite No. 2 in B Minor)
 
El jilguero
 

Alberto, el pajarero, vive en la media cuadra. Es un hombre de unos treinta y cinco años, moreno, silencioso, de ojos inteligentes. Ocupa dos piezas, una de las cuales ha sido arreglada para los menesteres de la industria. En el barrio dicen que su mujer murió a los dos años de haberse casado y que desde entonces vive solo. Pero a Juanito no le in teresan en absoluto estos detalles de la vida de Alberto. Para él, Alberto es un hombre melodioso que sabe hablar de bellas cosas, a menudo incomprensibles. Por eso el niño aprovecha cualquiera ocasión para llegarse hasta la casa del pajarero. El hombre está siempre ante un pequeño banco lleno de listoncitos, alambres, menudos clavos, martillos, sierras y virutas. Adentro, en el corredor que da al patio, se siente una algarabía de trinos, piídos y aleteos contra los barrotes de las jaulas.

— ¿De dónde saca tantos pájaros, maestro Alberto?

(Todos, en el barrio, le dicen maestro Alberto, y Juanito lo trata de igual modo aunque le choque un tanto).

—Del campo. Salgo muy de alba con mis jaulas de torno y mis varillas de liga. ¿Ves? El jilguero o el zorzal pisan aquí, y entonces esto se da vuelta y el pájaro cae adentro.

Mientras habla, el hombre prosigue la construcción de una gran jaula que Juanito compara, por su forma, con un castillo. Amontonadas en un rincón, hay otras jaulas más, de diversos tamaños, cada una pintada de distinto color. Adentro tienen bebederos, comederos y palitos muy pulidos para comodidad de los alados huéspedes que vendrán a vivir allí.

—¿Para quién son estos pájaros y estas jaulas?

—Para los ricos, Juanito. Ellos los compran y los ponen en sus casas, porque les gusta sentir por la mañana el canto de los pájaros.

Juanito no se atreve a preguntar el precio. Él naturalmente, desearía tener un jilguero pintado dentro de su casita de alambres. Se levantaría cada mañana, antes que nadie, para oírlo cantar. Le pondría agua y alpiste, como ha visto hacer al maestro Alberto. Y de vez en cuando sacaría al bullicioso prisionero para sentir en sus manos la seda de sus plumas amarillas y ne gras. Sin embargo, para Juanito, está vedado todo aquello que más ama. Esto sucede, claro está porque él es pequeño. Cuando sea como maestro Alberto, se hará pajarero. Tendrá una piececíta blanca para él solo y allí construirá jaulas de la mañana a la noche. Todas las paredes estarán llenas de jaulas con jilgueros, canarios, diucas y zorzales. Porque — y éste es un secreto— él no venderá sus pájaros. Los irá dejando junto a él hasta que llenen la casa y no haya un solo rinconcito donde ponerlos. ¡Cómo será de hermosa su vida entre tantos trinos! Juanito trabajará cantando, como quien navega en un río musical y puro. Y cada prisionero tendrá su nombre inconfundible. "Celestial" "'Rocío", "Clarísimo", "Gandul". (Todos estos nombres son palabras escuchadas por ahí al azar y su significado es puramente melódico para el niño).

— Juanito, ¿tú quisieras tener un jilguero?

El pequeño levanta sus ojos maravillados hacia el maestro Alberto y tiembla como al borde de algo largamente esperado. No obstante, sólo sabe balbucear:

— Sí. . . sí. . .

Hay un momento de silencio. Juanito quisiera explicar todo lo que significa para él la posesión de un jilguero. Pero toda su actividad expresiva reside únicamente en sus pupilas y en sus manos. Las palabras giran dentro de su pecho, en su garganta, en su sangre. Y vuelve a repetir ansiosamente:

— Sí. . . sí. . .

Alberto, entonces, se incorpora. Camina hacia el corredor y retorna después con una pequeña jaula azul en cuyo interior revuela un jilguero negro y amarillo, deslumbrante.

— Este es para ti.

— ¿Para ...mí?

— Sí, Juanito.

El niño no sabe nada, nada más. Como poseído de una fiebre deslumbradora, camina, corre, huye por la acera mal empedrada y penetra sin aliento en su casa, apretando contra el pecho el inesperado presente. "Un jilguero, un jilguero mío", va repitiendo a cada paso. Y se encuentra de pronto frente a su madre que lo mira con gesto de acusación.

— ¿Qué es eso, Juanito?

—Un jilguero, mamá. . . Es mío. . .

— ¿Tuyo?

—Sí. Me lo dio. . . me lo acaba de dar el maestro Alberto.

Y ya está, presuroso, llenando de agua el bebedero y buscando un lugar conveniente para ubicar su tesoro. "Aquí no, porque quedará muy lejos de mi cuarto". "Aquí lo podrían botar los que pasaran".

—Mamá, ¿dónde hay alpiste?

— Aquí no, Juanito. Lo venden en los almacenes.

El niño, detenido en su actividad febril, se queda con la jaula en alto, a punto de ponerla en una rama del parrón, y torna la cabeza. Un enorme temor, una creciente angustia lo han paralizado.

— ¿Y. . . hay que comprarlo?

—Claro. ¿O crees que te lo van a regalar?

—Mamá, tienes que prestarme dinero. Cuando yo sea grande te lo devolveré. La señora sonríe. Se allega al hijo y sin dejar de mondar una papa observa al pajaríllo.

— Es macho — dictamina.

Juanito frunce las cejas, extrañado ante la ignorancia de su madre.

— No, mamita: es jilguero.

Ella se ríe entonces francamente.

— Sí. Pero entre los jilgueros hay machos y hembras, como entre nosotros hay hombres y mujeres. Los machos son más cantores.

— ¡Ah! Pero a Juanito no le gusta que su jilguero sea "macho". Es feo llamarlo así. Él nunca le dará ese nombre y procurará que otros tampoco lo hagan.

— Cuando lleguen los niños del colegio mandaré a comprar semilla de cáñamo. Es más barata que el alpiste.

— Pero, ¿no le hará mal?

—No. Yo he criado muchos jilgueros.

— ¿Y cuánto falta para que vuelvan las chiquillas?

—Una hora y media.

Una hora y medía. ¡Cuánto tiempo! No. Él tiene que hacer algo antes.

—Mamita, ¿y no se morirá de hambre? ¡Yo no quiero que se muera!

— No, tonto. Sí todavía le queda un poco de alpiste. Claro que tú se lo has botado al traerlo corriendo.

Durante todo el día, Juanito va de aquí para allá con su pajarito. Le gusta verlo tan movedizo y tan brillante. Tiene los ojos como granitos de maqui. El negro de las alas es como de terciopelo y el amarillo como de naranja lavada. Y canta como si fuera a deshacerse en trinos. Otras veces se zambulle y aletea en el bebedero. Entonces Juanito, temiendo que se ahogue, golpea los barrotes de la jaula para hacerlo salir del baño. La madre, disgustada de tanto ajetreo, ha concluido por colocar la jaula fuera del alcance del rapaz. La ha puesto en un ciruelo del huerto, y el niño, tendido entre el pasto, sigue cuidando el pajarillo.

Y así transcurre el día.

Al anochecer, la madre ha puesto la jaula en el corredor, junto a la pieza de Juanito. Mientras el pequeño se acuesta, su oído está pendiente de lo que ocurre afuera.

— ¿Por qué no canta el jilguero, mamita? ¿Se habrá muerto?

— No, hijo, no. Está durmiendo. También él tiene que dormir como tú.

—Claro.

Y, de pronto, golpeándose la frente:

—Mamita . . .

— ¿Qué, niño?

— ¡No le hicimos cama!

— ¿A quién?

—Al jilguero.

—No necesita. Duerme parado en un palito de la jaula.

— ¿Y no se caerá al bebedero cuando esté dormido?

— ¡Qué tonto eres! ¿Has visto tú que algún pájaro se haya caído de los árboles cuando está durmiendo?

—No.

—Entonces no hay por qué tener miedo. Hasta mañana, Juanito.

—Hasta mañana, mamá.

Cierra los ojos y los abre apenas ha salido su madre. El cuarto se llena de pájaros que se posan en los cuadros, en las perillas del catre, en el clavo que sostiene el calendario. Los pájaros salen de los libros, cantan al borde de su velador. El niño se cansa de perseguirlos con los ojos y con la mente. Entonces los pájaros escapan por el techo. Son estrellas, estrellas parpadeantes en el gran árbol del cielo. Juanito se va también detrás de los pájaros. Le han crecido dos alas amarillas y negras. Cruza por encima del mundo, sostenido por ellas, y canta sobre las ramas floridas. Luego, las alas se deshacen en polvo. El mismo se disgrega. Y es sólo un niño que atraviesa por el país sin sonido ni color en que habitan los ángeles.

*

Y tras un tiempo que, para Juanito, está fuera del tiempo, viene el alba. Primero es un gris apenas perceptible que delinea con trazo inseguro los perfiles de la cordillera. En seguida se presiente el primer reflejo del sol, todavía sumergido. Después, un viento de filo agudo se lleva las últimas sombras y sopla el lucero para avivar su fuego puro. Y ya los montes son de violeta mojada y las cosas de substancia casi divina. En el huerto de Juanito despliega su rosado velamen el almendro. Despiertan, soñolientos, los primeros lirios azules. La luz anda pisando el color de las rosas. Es primavera, una temprana primavera de cristales y aguas. El jilguero despierta y mira el huerto. Entonces le amanece el corazón y surgen de su garganta limonera los más puros arpegios. El jilguero cuenta el mundo en su lenguaje de maravilla. Trina el jilguero en su idioma que sólo las flores y los niños comprenden. Para traducirlo, sería preciso retornar a la infancia del sueño.

Juanito ha venido a encontrar al jilguero desde su mundo sumergido y azul. Alza las manos y pulsa el arpa invisible del trino. La melodía del jilguero se le enrolla en el alma que gira como un trompo lanzado por las manos de Dios.

 

de "Comarca del jazmín" Ediciones Cultura 1.945

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Cuentos infantiles y juveniles