Entraban en una alameda de naranjos florecidos. Detrás de los dos enamorados forjaba un halo bizantino el alto semicírculo del portalón, donde el sol cantaba una nota aguda.
Se habían casado en Abril. Ambas familias acordaron que no podía ser sino en primavera, cuando los brotes rojizos apuntasen en las acacias. Y era que en aquellas dos vidas de veinte años, en el ámbar hecho olas de la femenina cabecita, y en la glotonería audaz de los ojos de él, llenos de reflejos áureos, hasta en sus dos nombres de novela, Lilia y Jack, sonreía el buen tiempo primaveral, dando savia de poetas a los viejos roñosos que hasta entonces sólo vivieron para su libro de caja. Ahora promediaba Mayo.
Se había hecho un largo viaje de bodas. En el espejo límpido de los lagos suizos se retrató un momento su dicha, y después pasaron como una ráfaga de brisa al través de ciudades populosas que tenían en sus retinas divinizadas colores de urbes de leyenda. Su amor, que había rimado muchos besos en el arroyo, bajo las frondas públicas, sobre la toldilla de los barcos empavesados, buscó un refugio de sedante calma, un remanso oculto donde ningún ruido apagase el de su respiración jadeante. La rubia muñeca tuvo un primer antojo, muy simple: el de conocer el antiguo solar de sus suegros, la arcaica posesión abandonada, donde corriera selvática la primera juventud de Jack. Y su curiosidad, nunca satisfecha, sonreía ahora ante la hoquedad de las salas vetustas, ennegrecidas; pedía confidencias a los tazones donde el agua soñaba bajo su mortaja de polvo y profanaba, inquieta, con la sombrilla la capa venerable de hojas muertas.
En la alameda de naranjos volaba sobre sus cabezas un céfiro juguetón, borracho de castos olores, trayéndoles muy apagado el rum-rum quejumbroso de las palomas. Las ramas perezosas se acariciaban columpiando las capas espesas en que la primavera nevó, como vacilante coro de blancas tocas. Más allá, los prados rubios enviaban al cielo su alma en el grito de algún pájaro que se revolvía palpitando en el polvo. Y era un cielo Cándido, de aguado cobalto, en cuyo confín nadaba una luna transparente. Los dos enamorados se detuvieron para dejar el paso a un gusano de roja cabeza, de verdes anillos fantásticos, que atravesaba lentamente, filosóficamente, la arenisca gruesa de la calzada.
—¡Qué bien se debe estar allí!—pensó Lilia, mientras se entornaban sus ojos haciendo un nublado en la tarde.
Era un naranjo espeso y grave, que balanceaba una mole llena de rumores de nidos, sobre un recio tronco surcado de heridas, surcado de cenicientos manchones, asido con nervudas garras a la tierra. De espaldas al tronco, las piernas colgando sobre el pretil granuloso de la cuneta, las miradas en la distancia dorada, ¡qué sabroso debía ser un alto en la sombra, a mitad del paseo! Justamente había derramado allí la ventisca toda una lluvia menuda de azahares quf blanqueaban el suelo como un reguero de estrellas.
A la consulta muda del "canotier", ornado de espigas, el "panamá", amplio y enérgico, dijo que sí. Fue él quien primero se tendió bajo la bóveda verde y rumorosa, sobre la orilla acolchada de hierba. Ella se mantuvo en pie un momento, gozando con la adoración postrada, ávida de él.
¡Ah! Los ojos de Lilia, del color del mar de orilla, sonrieron un momento ante la marea hundida y negra que enseñaba el tronco del naranjo, tatuado de símbolos y fechas hasta la alta armazón del ramaje. J. S. Las iniciales de su buen Jack, escritas tal vez cuando no se conocían.
Pero he aquí, que los ojos intensos dejan de brillar, que el mar en calma forma olas y se toma de acero, que un extraño fulgor luce bajo el mohín de las cejas caprichosas e intrigadas. Allí, bajo la J. y la S., otras letras intrusas, de ignota signiñcación, de desesperante misterio, del mismo carácter que las otras, y grabadas acaso por la misma mano, bailan en su retina como rojos diablillos. H. M... Y delante, una menuda copulativa ligándolas a las otras iniciales... ¡Ah, sí, no caben dudas consoladoras!... H. M... H. M... Por lo pronto no podía ser ella misma, porque no se escribiría fácilmente con H el nombre Lilia. ¡H.... H . . . ! Si fuera Herminia, la prima de Jack, aquella madona de aire tímido, a quien sus amigos llamaban "la sacerdotisa". Tal vez Henriette, la francesita del viaje a Europa... ¡No, no!...
Era demasiada prueba; en los claros ojos de esmalte un brillo de agua había sustituido el frío fulgor metálico; los hombros mórbidos tuvieron un estremecimiento convulsivo. Jack, puesto en pie de un salto, los apretó en un abrazo cerrado y protector... ¿Qué podía ser aquello?.... ¡A ver, una explicación clara y sin lágrimas!... Y con sus besos ardorosos la sofocaba, llenándole la cara de fuego, gozoso en lo íntimo de verse levemente disputado entre una mujer y el recuerdo de otra.
La pena de Lilia no tenía consuelo. Inútil que él le probase, buscando fechas en la costra desgarrada, que toda aqueUa página que vivía en la huella de un cuchillo torpe, existió antes de haberla conocido, cuando él la ignoraba, pasando la vida como por un mundo sin sol... Toda la arrebatada oratoria de Jack quedó muda, agotada, ante la terquedad de aquella cabecita pensativa que, enjugadas las lágrimas, parecía absorta en una idea fija. Para su sensibilidad, que no entendía de fechas, aquello era una simple, una anonadante decepción; el pasado revivía con su enorme fuerza romántica; la abrumaba con la opresión de lo que no puede remediarse; surgían posibilidades amargas para el porvenir; toda su dulce ilusión de haber despertado al amor un espíritu virgen y generoso se rasgaba al solo aletazo fugaz de la casualidad.
Jack imaginó remedios heroicos; todo le parecía poco para sacar una sonrisa a aquella boca pálida, contraída entre dos
pliegueciHos amargos.
—¡Abandonamos la quinta!... ¡La vendemos!... ¡La pegamos fuego!... ¡Nos vamos del país!...
Al fin, un claror de nácares humedecidos jugueteó entre
los labios carnozuelos, que se coloreaban como una lenta aurora. En la frente de Lilia se fijaba tenaz un pensamiento. Jack, la demandó anheloso con los ojos, temeroso de que las palabras llegasen tarde.
—¡No; es demasiado capricho!—dijo ella con un semblante contristado, deshaciéndose de los brazos que la palpaban golosamente
—¡Lo que quieras!... ¡Dilo pronto!...
Y Jack, seguía su paso distraído, rubricado por la huella de la sombrilla en la arena; la seguía devotamente, encantado por el relieve angusto y triste que ponía la indignación en el rostro redondo y fresco de su mujercita.
De repente se volvió ella, sonriéndole, mirándole al fondo de los ojos. Pero fue sólo un instante; casi en seguida vaciló la cabecita leonada de un lado a otro; las manos prestas arreglaron el peinado en tren de terminar la escena.
—No; sería un disparate... No te lo quiero decir. Vamos al coche...
La sirena tocaba el último de sus resortes... Jack le cogió, enloquecido, las manos envolviéndolas en un enjambre de besos.
—¡Habla, habla, por Dios, chiquilla!
Entonces ella sonrió ya francamente. Sus ojos verdes tuvieron un brillo de hojas al sol; y levantándolos a él, mientras doblegaba al pecho la barbilla rosada.
—Dime—murmuró insinuante, confidencial—¡le tienes mucho cariño a esta alameda, a estos naranjos?... Anda, dímelo.
Él la miró asombrado. ¡Qué sesgo iría a tomar este nuevo capricho? ¡ Ah, cabecita loca, cabecita despótica!
—Bien— repuso al fin, retorciéndose nerviosamente el bigote—; pero ¿qué significa eso?
Lilia se le colgó del hombro, mareándole con su perfume de carne nueva.
—Ese naranjo, ¿sabes? Ese árbol... Le tengo odio... Es un capricho, sí... Yo soy una tonta, pero mira... Me haría muy desgraciada parándose ahí siempre en mitad del camino... ¡Ay, no, chico; no podría vivir sintiendo que me contaba todos loa días los mismos horrores!...
Y viendo que él callaba, enojado por lo absurdo de la idea, lastimado como ante una crueldad, cortó en seco el diálogo.
—¿Es decir, que no? ¿Prefieres que me muera a matar ese árbol miserable?...
Había vencido.
—¡No, no!—gritó Jack, sofocado—. Lo que tú quieras... ¡Un hacha! ¡A ver, Francisco!
Y poniéndose dos dedos entre los labios, silbó ruidosamente a lo lejos.
Lilia había vuelto la espalda, toda roja; e inclinándose para recoger azahares del suelo, iba apartándose discretamente hacia la otra orilla. Unas pisadas de hombres hicieron rechinar vagamente la grava: después taconearon fuerte. Hubo voces recias que se entrecortaban ahogadas.
—Vamos, déjame a mí.
Era la voz de su marido, obscura, avergonzada y como ahorrativa de palabras.
De pronto sintió el ruido del hacha que desgarraba la corteza. Su corazón dió un vuelco y sintió por un instante un leve horror de sí misma; una visión terrible, inexplicable; algo como una escena de ejecución, de una guillotina fría que sus manos implacables hubiese levantado, pasó por su cerebro en ola sangrienta. Y quiso ver, quiso fascinarse con la tragedia.
Jack, hundido en la cuneta, la hierba hasta la cintura, ajustaba en el mango fibroso la reluciente hoja del hacha. En camisa, alborotado el cabello al viento, desnudo de brazos y cuello, era una figura clara y saludable que la transportaba a la realidad sonriente, amorosa. Suspiró aliviada y se preparó a seguir la escena con el pañuelo a la boca. Junto a él, clavados los pies al suelo como bajo súbita impresión de espanto, mascullaba un murmullo el viejo criado, en un nervioso molinete del sombrero:
—¡Qué desgracia! ¡Qué gran desgracia!...
De nuevo levantó el arma Jack para un segundo golpe. Los brazos, brillantes de sudor, enseñaron el relieve de los músculos surcados de venas, un relámpago sutil vibró en el aire luminoso, y otra vez se hundió el filo en la cascara dura con sordo ruido que repercutió fofo allá arriba, en el follaje. Lluvia menuda de azahares cayó sobre la hierba como lágrimas dolientes del viejo herido. Vago perfume flotó un momento bajo la sombra azul.
Y otra vez sintió Lilia que todo su cuerpo temblaba. En la pobre cabeza fantasista aleteaba de nuevo la visión siniestra. Era ahora algo más preciso y personal: era el propio Jack, su Jack buenísimo, quiea se sacudía herido regando por el suelo los azahares epitalámicos. iOh, sí! Aquellos eran los azahares de sus bodas; los que marcaron el día blanco de su vida; los que ahora marchitos en la tierra, por la rudeza de un capricho cruel, rompían bruscamente la página nítida, pura, en que resbalaba su himeneo sin máculas.
Se ahogaba. Sin fuerzas para detener a Jack, se pasó el pañuelo por la frente sudorosa para borrar el fantasma trágico.
—Basta ya—suspiró con lágrimas en la voz.
Pero Jack, enardecido, alzaba todavía la hoja radiante. Fue ahora uji golpe seco, ya en la entraña amarilla y resinosa. Las ramas gruesas crujieron en un quejido agrio, lastimero; y todo el seno esponjoso se estremeció como en los grandes vendavales; delgados gajos, manojos de azahares, hojas tiernas bailaron en la brisa cayendo mansamente.
Lilia miraba con horror.
De pronto, leve ruidillo, como el aletear de im insecto, se deslizó desde lo alto y resbaló a lo largo de los anchos troncos; un objeto parduzco, tenue, ligero, descendió rodando a la hierba: era un nido. Un nido que levantó del suelo angustiosos "píos" en tropel.
Entonces la visión infernal se agrandó hasta arrancar a su espanto un grito febril. Era el símbolo del matrimonio malogrado, sin objeto; eran los hijos, condenados de antemano por hondas heridas de los padres; los "babys" rubios que ya no nacerían, que ya no traerían la risa al hogar...
¡Ay!...
Cuando Jack fue a socorrerla la vió levantarse con trabajo, probando a sonreir.
—He tenido un mal sueño—le contestó mientras se airreglaba el sombrero eon rápida roquetería.—Anda, llévame; ya te contaré... Pero— y aquí su voz fue un arrullo de súplica—deja ese trabajo, que se lleven el hacha... ¡Pronto!...
Y bajo la presión vigorosa que le cercaba dulcemente la cintura, inquiriendo muda la causa de este nuevo cambio de ideas, acabó por desahogar su corazón.
—Mira—afirmó cerrando los ojos:—las cosas me han enseñado. Hoy te quiero así, como a ese viejo naranjo... Marcado por algún viejo amorcillo, pero cargadas de flores las entrañas... Sí, ya puedes sonreír llamándome cursi... pero me ha parecido que por mis caprichos locos caían y se malograban nuestros azahares de hoy, nuestros nidos de mañana.
Y con sus labios unidos formó una copa de corales para recibir el beso que temblaba en los labios de él. Y el beso corrió en una ola cálida a lo lejos, juntando los picos de las palomas, los penachos de las palmas, la hostia del sol con el cáliz de la tierra...
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