I
Leopoldo Benavides estaba contento con su suerte. Su mujer era guapa, tenía un buen destino en la Deuda y su sastre estaba al tanto del último figurín. Además, era socio de Bellas Artes, donde había una partida de poker brutal, como él decía. La dicha humana para un espíritu como el suyo.
Pololo, era conocidísimo, como chico bien que se divierte. Cultivó el vestir para cazar una buena dote. Su esposa, Julita Morente, era de buena familia. Esto quiere decir que sus parientes tenían dinero. En lo moral, eran tan vacuas como los maniquíes con quienes tenían singular parecido.
Julia no era rica, como suponía Pololo. Lo sería, seguramente. Un tío suyo millonario, la había instituído heredera universal. Con una condición un poco extravagante. No podía entrar en posesión de la herencia mientras no tuviera un hijo. Y lo desesperante para toda la respetable familia, era que llevaban dos años casados y no había novedad.
Este tema era la actualidad permanente.
El padre y la madre espiaban los cambios de semblante de la casadita.
—Parece que tiene muchas ojeras. Pregúntale tú, que entre vosotras hay más confianza...
La respetable señora ejercía una función policíaca, cotidianamente, encaminada a averiguar cualquier venturosa alteración.
Pero el nuevo ciudadanito no se dignaba manifestarse de ningún modo. Prefería quedarse en el limbo jugando a la pelota, a padecer las estrecheces claustrales indispensables.
A pesar de que Julia defendía a su esposo, la honorable familia llegó a suponer que consistía en una insuficiente laboriosidad por parte de Pololo. El suegro tomó el acuerdo de prohibirle que saliera de noche.
—Mejor es que te quedes en casa. Andas por ahí de bureo y luego vienes muy cansado...
En honor a la verdad, Pololo hacía cuanto le era posible. Julia estaba contentísima de la competencia amatoria de su cónyuge.
Pololo estaba documentándose constantemente en El arte del perfecto amante, un folleto que vendía a cinco pesetas un médico especialista en enfermedades secretas que también ponía a disposición de su distinguida clientela un talismán erótico a base de cantaridina. El chico no podía hacer más.
Su familia política le trataba a cuerpo de rey. Pololo gozaba de la existencia privilegiada de ciertos caballos que cumplen la alta misión de que no se pierda la especie.
Pero, entonces ¿por qué misteriosa fatalidad no llegaba el ansiado heredero? Y sobre todo, aquel milagroso
aluvión de billetes de Banco.
¡Tantos desventurados, hijos de obreros o de menesterosos que cometen, todos los días, la imprudencia de caer de patitas en este mundo! ¡Y el vastago de tan ilustre familia, millonario aun en gárgara, distrayéndose estúpidamente por el misterioso mundo de lo increado! La Providencia, a veces, tiene descuidos incalificables.
Sí, señores míos, culpamos a la Providencia porque la respetable señora de Morente, igual que su distinguida hija, habían celebrado novenas en pro de tan laudable propósito y habían agotado la fantasía del cerero, en velitas rizadas y toda clase de exvotos. A la propaganda religiosa se unía la profana del papá suegro, liberal y ateo, gracias a Dios, que estimulaba la imaginación de Pololo con anécdotas de burdel y lecturas indecentes, ilustradas con desnudos y escenas alegóricas El buen señor, se proponía mantener encendido el alegre entusiasmo de la juventud.
Pololo lamentaba la injustificada tardanza.
Realmente, ya iba estando un poco en ridículo. Todas sus amistades conocían el caso. Algunos, con una procacidad solo tolerable entre la gente bien, le habían ofrecido a Pololo una colaborarión desinteresada.
Conforme pasaba el tiempo la situación se iba complicando. Pololo, del poker había pasado al bacarrat. Debía en la caja del Círculo algunos miles de pesetas. En la casa, también había ya deudas considerables. Sostenían un tren de vida superior a sus ingresos, con la lógica esperanza de la herencia.
Pronto hubo algunas disensiones de carácter grave.
Un día era la señora quien daba, en pleno almuerzo familiar, la noticia inoportuna.
— Ya sabréis que la portera ha dado a luz dos mellizos. Yo le he gratificado al portero con quince pesetas. ¡Ese sí que es un hombre!
El desventurado Pololo pensaba en preguntar al portero si tenía un truco para fabricar los chicos a pares. Y bajaba los ojos y saboreaba su amargura, mezclado con un trozo de merluza a la vinagreta.
La presencia de una nodriza desasosegaba a la familia. Todos los meses favorecían con un donativo a esa simpática institución que se llama La gota de leche.
II
905Pepe Lasarte era un muchacho que también se divertía. Era visita habitual en casa de la viuda del general Perete, una gran dama, en cuyos salones se jugaba, se bailaba y se gozaba de una confianza absoluta. Lasarte conocía muy bien los saloncillos reservados, el cuarto azul, el cuarto violeta, donde las parejitas, cansadas de danzar, podían reponerse a gusto, sin que nadie les importunase. La viuda del general vivía muy bien con tan distinguidas amistades.
Casaditas con sueños de lujo y maridos pobretones y condescendientes; solteritas que no tenían más patrimonio que sus ojos lindos y su cuerpo ondulante... Tenía aquella casa un sello de buen tono, de discreción. Todos los varones que la frecuentaban eran caballeros de posición, que huían de otros lugares de escándalo.
A Lasarte le sorprendió mucho ver una noche, allí, a la mujer de Pololo, su camarada del Casino.
Estaba sola. Pero indagó y supo que su madre la acompañaba y luego volvía a recogerla, al final de la fiesta.
La generala la distinguía mucho.
Como Julia era guapa, tuvo un gran éxito en aquel salón. Esquivaba la sociedad de los señores maduros. Ofrecían pocas esperanzas... El elemento joven la colmaba de halagos.
Julia desaparecía con frecuencia hacia el salón rosa, hacia el salón malva. Conocía ya todos los colores del iris...
Pololo tenía entonces mucha mejor suerte en el poker.
¿Cómo conoció la familia de Morente a la equívoca generala? El padre, acaso, fue amigo del general, en época remota. ¡Quién conoce por qué misteriosos caminos se va a la realización de las grandes obras!
El hecho es que la belleza de Julia era, a la sazón, el suceso más atrayente para los visitantes de la generala.
Apuestos capitanes, abogados insignes en el arte del artilugio, jóvenes y orondos canónigos, la ponían cerco. Pero el más intrépido era Nogueira, un boxeador galaico oe ciento cuurenta kilos, quien, misterios de la delicada psiquis femenina, parecía ser el que más emocionaba a la bella esposa de Pololo.
III
Aquel día luminoso de Mayo, fue de fiesta grande en la morada de los distinguidos señores de Morente. Julia, con las mejillas teñidas de carmín, dijo con voz de suspiro que sentía un dulce peso en las entrañas.
No era una falsa alarma como otras veces; ahora tenía el carácter de una encantadora y absoluta realidad.
Los suegros volvieron a tratar a Pololo con el antiguo afecto. Y no intervenían ya en que saliese por la noche.
Pololo volvió a ser feliz. Se ocupaba de sus trajes, de sus partidas. Iba a los estrenos a dar golpes con los pies, frecuentaba los danzings, y enriqueció su colección con los últimos colmos y semejanzas.
Era el delicioso chico bien, tan útil para la Patria, así, con mayúscula, para que rabien los anarquizantes.
El embarazo, estado interesante, según se llama a ese monstruoso paréntesis que trueca a las señoras en fardos nauseabundos, seguía su curso. Y una noche, al volver del circulo, Pololo se vio reproducido, con estupefacción, en un crío amoratado, como un cochifrito, que daba unos aullidos horribles.
—¡He aquí el fruto de vuestro amor!—exclamó la mamá suegra con lágrimas en los ojos.
Después de esta conmovedora frase se dedicó a fregotear al feliz heredero.
Y la herencia fue una realidad. Un señor notario, con grandes anteojos sobre la punta de la nariz, fue el mágico personaje que realizó tal maravilla. Vino con un fardo de gerundios y una deslumbrante cartera de valores.
Las cenizas del testador ya podían reposar tranquilas.
Pololo estaba encantado. Pero una noche tuvo una disputa de juego con Lasarte. Pololo tenía una suerte irritante para ligar escaleras de color.
—Es natural—dijo Lasarte en el colmo de la indignación—. Los que estáis casados con mujeres guapas sois muy afortunados en el juego. Es una compensación.
Ciertas reticencias exigen, entre caballeros, que se concierte un duelo en terribles condiciones. Pololo nombró dos amigos especialistas en el arte de que los demás señores se desuellen vivos, con sujeción a ciertas reglas.
Pero en su conciencia so clavó una duda espantosa, el torcedor de que tanto nos han hablado los folletinistas truculentos.
¿Sería verdad?
Indagó con cierta inteligente habilidad, que no se podría sospechar en él. Y adquirió la plena certeza de su deshonor. Los encantos de su esposa habían sido casi del dominio público.
Esto le contrarió mucho. Podía divulgarse. Y aquel demonio de Lasarte ¿cómo diablos se habría enterado?
Lo correcto era matar a Lasarte, matar a su mujer. matar a sus suegros...
— Pero la vida no es un drama de Calderón—pensó mientras se tomaba un whisky.
Después celebró una larga conferencia familiar. Lo sabía todo. Pero el señor Morente, con su proverbial elocuencia, le hizo comprender que por torpeza suya no iba a dejarse extinguir tan ilustre genealogía.
Pololo pensó en su sueldecillo de la Deuda... recordó la enorme cartera que había traído el señor notario, y se convenció. En familia acordaron una solución satisfactoria.
La víspera del duelo. Pololo fue a casa de su adversario.
—Oye, Lasarte, te doy diez mil pesetas si reconoces que cuando dijiste aquello estabas borracho...
Lasarte aceptó. Se dieron la mano. Entre personas bien educadas todo puede tener un arreglo decoroso.
Publicado en “Flirt" (Madrid). 23/3/1922, no. 7 |