Marcela le miraba con los ojos entornados, con una coquetería casi agresiva. Sus ojos azules se habían enturbiado, como siempre que el deseo la poseía. Estaba envuelta en una roja bata de crespón, suelta y graciosa como un kimono. Salió, sintió sus dos brazos fríos, blancos, turgentes, como dos ofidios, en torno a su garganta. Le echaba la cabeza hacia atrás y le besaba con besos macerantes y largos. Llegaba hasta a hacerle daño con sus agudos dientes cabrilleantes, en su ímpetu brutal de pecadora.
Él, vencido sobre el diván, la besaba, en éxtasis. Sus manos temblorosas acariciaban sus pechos grandes, cuyos pezones punzaban al clavársele en el tórax.
Los hombros de Marcela emergían entre encajes, pálidos y duros, como los de una estatua, de la bata roja, casi desceñida en aquella gozosa batalla de caricias. La mano de Julio se saciaba de belleza, a lo largo de los flancos y de las piernas magníficas, acariciando la carne entre la seda de las medias y los encajes de las ropas íntimas.
—¡Quiero que seas mía! ¡Quiero que seas mía!—rugía, retorciéndose, como un poseído.
Ella parecía retrasar el momento inevitable de la posesión, gozando de esa fiebre deliciosa del deseo, a punto de saciarse. Se diría que prefería la turbación de las exquisitas caricias, de ímpetu violador. Sin embargo, a cada turbión de besos, a cada agudo mordisco, que hacía saltar gotas de sangre, experimentaba una larga sacudida eléctrica. Tenía unas enormes ojeras moradas, blasón de los continuos y largos placeres de aquel momento inefable.
Se irguió, recogiéndose el cabello casi azul, que se destrenzaba sobre su espalda. Sus sortijas brillaban entre las crenchas negras como diminutas constelaciones. Julio pensó que le huía y se lanzó de un salto sobre ella. Estaba ebrio da su perfume; tenía en su boca el gusto de su carne aromada. Saboreaba la exudación de aquella carne frenética de raso.
—Aquí no—y dejándose abrazar le guió hasta la próxima alcoba.
Era una amplia cámara en cuyo centro se alzaba el lecho nupcial.
Marcela, con un refinamiento de perversidad, quería entregarse en el lugar de las escenas de amor con su marido. Era el placer de la profanación de todos los conceptos burgueses y sacramentales. Julio recordó sus celos horribles al suponerla en brazos de su marido en aquel mismo lecho. Fué el triunfo, la apoteosis, el vértigo del placer en una comunión macerante, exquisita y brutal. Marcela era la magnífica hembra de amor, sabia en las caricias, rara en los deleites, audaz rebuscado de todas las sendas del pecado.
Era la plenitud del placer exquisito y torturante; ese inefable momento en que se detiene la marcha del Universo para contemplar el misterio de la cópula creadora. Al fin de una carrera frenética de sensaciones, Marcela torció sus bellos ojos azul Prusia en un estrabismo epiléptico, cruzó las blancas piernas en un nudo de hierro y cayó en un desmayo de catalepsia.
Su alma de torbellino transmitía a su carne aquella enorme fiebre ultrafísica por la que el placer llegaba a veces al límite de la sensación y le daba al espasmo cruentas agonías de muerte. Era como si la Lujuria le echase al cuello un nudo corredizo y apretase hasta ese orgasmo con que entran los ahorcados en el gran sueño de ultratumba.
Tardó en recobrarse. Después rompió en una tumultuosa crisis de lágrimas.
—¡Era inevitable! ¡Tenía que ser tuya!—Y añadió con una extraña sonrisa.— ¡Has caído en las garras de la sirena!
Sonó el timbre. Era su marido. Marcela se dio polvos y arregló rápidamente su peinado. Después corrió a su encuentro, ofreciéndole los labios que acababan de besar tan locamente.
Julio bajó los ojos, con miedo, ¡La boca de aquella mujer debía de tener el sabor de ceniza del pecado! Sin embargo, era roja y fresca, como de una colegiala.
Publicado en: Flirt (Madrid). 30-11-1922, no. 43 |