Calleja penumbrosa, escalera silente, dueña discreta con un manojo de llaves a la cintura; silencio amable en un hostal del placer oculto. Alfredo estaba inquieto, temeroso.
—¿Nos habrá seguido? He notado algo raro, hoy, en tu marido.
Luisita sonreía.
—¿Tienes miedo?
Y le mordió en los labios hasta hacerle sangre. Después comenzó a desnudarse con la desenvoltura de una cocota.
—¿Tú quieres algo a tu marido? Es bueno.
Ella sonrió desdeñosa.
—Ven, acuéstate; no seas estúpido. Desde que te conocí tengo el capricho de estar muy arropadita en la cama, siíjtiendo tu calor.
¡El capricho! Él había sentido algo más por aquella mujer cuya alma se iba abriendo poco a poco, ante él, como una flor podrida de lujuria.
Se oyeron voces destempladas, clamor de disputa en la escalera. Alfredo, muy inquieto, deshizo la amante lacería. Una profesional del amor que acaso regañaba con la celestina.
Silencio.
Una puerta que cruje, voces discretas, ruido de besos. Silencio.
Luisita, inalterable, le clavaba sus pupilas claras y magnéticas.
—Y si viniera él, ¿qué? ¿Le tienes miedo?
Alfredo quiso sonreír, fanfarrón. En el fondo le daba un poco de miedo aquel hombre leal, enamorado y hercúleo. Ella sonreía, sonreía, como si la halagase la idea de una probable sorpresa.
Sonó el timbre de la puerta de entrada. Tornaron las voces, el tráfago de la disputa. Sonaban pasos en la escalera; firmes, tranquilos, adelantaron por el corredor. Se detuvieron en la puerta de la alcoba. Giró el picaporte. Los amantes se alzaron, lleno él de estupor, fría, impasible, acaso un poco pálida, ella. En la puerta, en unión de la celestina, apareció el marido, correcto, sereno.
Miró a Alfredo fijamente, clavándole los ojos llameantes con el brillo metálico del acero.
—¡Vayase usted!
¿Qué hacer? Él no debía dejar indefensa a su amante, que tendida en la cama, pálida, marmórea, contemplaba la escena con sus ojos malignos y dorados. Su deber era morir por ella si fuese preciso.
—¡Vayase usted!—repitió.
Y a pesar suyo Alfredo obedeció y salió al pasillo. Aguardó con ansiedad. Un gran silencio.
Al cabo de un rato, extrañado de no oir el estallido de la tragedia, se acercó de puntillas y atisbó por la puerta entornada. Luisa, en el lecho, en la misma postura, indiferente, hermosa, divinamente desnuda, con una impasibilidad trágica. El marido, de bruces sobre la almohada, lloraba silenciosamente, desgarradamente, con un dolor bárbaro, sin palabras, sobrehumano.
La tragedia de aquella alma no estallaba ruidosamente: iba por dentro, abrazada a su grande y triste amor, como a una víbora ponzoñosa. Alfredo vio aquel llanto de angustiosa grandeza, llanto de tragicomedia, dolor de los cornudos que tanto hace reir a la gente. Y pensó que el cornudo era la única figura noble de aquella farsa miserable.
Publicado en “Flirt" (Madrid). 21/9/1922, no. 33 |