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Saturnino Calleja Fernández

"Las mejores hadas"

Leyendas de oriente

Biografía de Saturnino Calleja Fernández en Wikipedia

 
 
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Las mejores hadas

Inútilmente trato de buscar entre mis recuerdos de ayer, frescos aún en mi memoria, y entre los más lejanos, confusos ya a través de las nieblas del tiempo, quién me contó esta clara historia que voy a referir, buena para que la sepan los niños y los hombres. ¿La leí en algún viejo libraco lleno de polvo de los siglos? ¿Me la contó mi madre o mi nodriza, una noche en que no quería yo dormirme; o fue un hada quien me la dijo, cuan do yo dormía profundamente? No lo sé. No puedo recordarlo. He olvidado todos los detalles, y no conservo mas que su sutil aroma, demasiado tenue para cogerlo al pasar por mi mente. Pero recuerdo perfectamente la moral del cuento, hija de todas las cosas sanas y fuertes.

Lo que voy a contar ocurrió en un país encantador, en una de esas esplendorosas tierras que sólo vemos en sueños, y en las que todos los hombres son buenos y todas las mujeres agradables y bellas.

Vivió en esta dichosa tierra un caballero de alta nobleza, que se había quedado viudo muy joven con una hija única, a la que amaba entrañablemente. Rosabella, que así se llamaba la hija, contaba diecisiete años y era una pura maravilla de gracia y de belleza; alegre como un corazón regocijado, buena corno un corazón feliz. En diez leguas a la redonda se la tenía por la más bonita y la mejor. Era sencilla y amable, y por su ingenio exquisito todos la querían, lo mismo en la mansión señorial que en la choza campesina.

Temeroso de los daños que amenazan constantemente a nuestra pobre existencia desvalida, su padre da vigilaba con celoso cuidado para que nada malo le ocurriese, mientras que ella pasaba los días pensando con calma en el porvenir, segura de que sería delicioso como el presente.

Al cumplir Rosabella los dieciocho años le permitió su padre que diese su mano a Grancorazón, hijo de príncipes; apuesto joven, cuidadosamente educado, que detestaba las falsas excitaciones y los placeres ficticios de la ciudad y sentía entusiasmo por los frescos encantos de la Naturaleza, esa madre común que nos llama a todos. Rosabella amaba a su prometido, y se casaron. Fueron a vivir a la paz del campo, entre los grandes árboles que recogían las quejas de los vientos, a orillas de un río, cuya mansa corriente llevaba un cántico perpetuo, serpenteando bajo los sauces y los álamos que enverdecían sus márgenes.

Era el castillo en que vivían antiquísimo, y en él habían nacido y muerto señores y señores; se llegaba a sus puertas por caminos abiertos en la roca viva, y tenía salones inmensos y fríos, donde los ecos respondían a los ecos misteriosamente; donde el búho contestaba al canto que entonaba al sol naciente el mañanero tordo, despertando los pajarillos de las lindes de los bosques; donde el sol penetra con timidez, con la vacilación del cazador furtivo en un coto vedado.

En el momento de separarse, su padre le había dicho, triste, a Rosabella:

—Te vas, hija mía. Tu felicidad me pide que te deje marchar. Vete, pues, más por el cariño que me profesas, cuida de ti, porque no tengo a nadie más que a ti a quien querer en el mundo.

Y al príncipe.

—A ti la confío. Vela por ella. Rodéala de mil cuidados y ponía a cubierto del más pequeño riesgo de daño o de pena. Y ten presente que sólo por inclín irse a coger una flor puede caerse y herirse, y por coger una fruta puede arañarse las manos. Que le hagan todo lo que tenga que hacer. Consérvala siempre bella.

Absorta en el amor, Rosabella realizó los dulces ensueños de su adolescencia. Pero seguía soñando sabe Dios, qué... El futuro delicioso que le habían prometido las ilusiones seguía con ella, en su imaginación.

Bueno y cariñoso el príncipe no quería que ella hiciese sino vivir y amar. La tenía rodeada de numerosa servidumbre, dispuesta a obedecer hasta sus más pequeños deseos, a satisfacer sus más ligeros caprichos y a adivinar sus más triviales necesidades. Ella no tenía que hacer más que dejar que el tiempo se deslizase en calma. Pero al fin empezó a aburrirse y a languidecer misteriosamente.

Su padre, a quien comunicó sus pensamientos, se quedó asombrado, y le recordó que sólo motivos de felicidad tenía su existencia; le habló luego en alabanza de su esposo, que tanto la amaba, y le ofreció dinero y más dinero, creyendo darle con él todas las dichas del mundo.

—Quisiera—respondió Rosabella—, ser feliz por vos v por mi esposo, a quien amo tan tiernamente. Y luchaba con la extraña dolencia que pesaba sobre ella, aquel mortal aburrimiento que agotaba la savia de su juventud. Pero el misterioso mal crecía en su alma hasta hacérsele intolerable.

Gran corazón, que no tardó en darse cuenta de su estado, trataba en vano de descubrir la causa, y de la pena pasó a la desesperación. Cuando regresaba de los campos, la abrazaba contra su pecho rebosante de tristeza, que parecía encerrar un trozo de hielo en el lugar del corazón. Ella, al ver lo que sufría por su causa, le juraba amor sin fin. Y valerosa y enérgica, trataba de sacudir su languidez, procurando embriagarse el alma y ahogar su conciencia con el amor de su esposo, pero todos los esfuerzos eran vanos. Cada vez le. pesaba más el aburrimiento, y la servidumbre que le rodeaba, ansiosa siempre de satisfacer sus deseos, no podía mitigar su dolencia por más que se esforzaba. Por último, Rosabella se hundió en la más profunda melancolía. Volaron de sus mejillas los matices de la rosa, palideció toda ella como una azucena marchita, y la luz de sus ojos se empañó. Los más sabios doctores del arte de curar vinieron a verla desde los más lejanos países v sólo pudieron confesar su incapacidad, excusándose con la afirmación de que no había remedio para aquel mal indefinible.

Una vez, un anciano pastor, que había aprendido % comprender a los hombres por haber vivido mucho, se presentó a Grancorazón, de quien era vasallo, y le dijo de esta manera:

—Yo sé, príncipe, dónde vive una anciana de más de un siglo, que la gente tiene por bruja y hechicera. Sólo ella puede curar a nuestra ama, a quien tanto queréis.

Sin saber ya qué hacer, Grancorazón creyó lo que el viejo pastor le decía. Sacó a Rosabella del castillo, siguió con ella tras el pastor, la orilla del río, hasta un lugar donde el camino descendía entre las rocas, saliendo a una honda cueva, en la cual hallaron a la vieja al abrigo de una mísera lumbre roja por la incierta luz, y rodeada de lechuzas, cuervos, gatos y ratas de ojos fosforescentes, verdes y amarillos en la sombra.

—¡Hechicera!—dijo el príncipe—. Cura a mi esposa y te daré la mitad de mi reino.

La vieja clavó sus brillantes ojillos en los de la princesa y los miró largo tiempo, como hechizándola. Después se quedó silenciosa, pensando, y al fin, bruscamente se puso de pie, alzó sus largos brazos hacia las hierbas que tenía colgadas en el techo de su gruta, y exclamó:

—¡Sí, gran señor; curaré a -vuestra esposa, y sobre vuestro corazón dormirá su corazón latiendo de alegría! Sí, la curaré; mas para ayudarme a ello, necesito el auxilio de diez haditas, diez amigas a quienes quiero mucho, que siempre me han sido fieles y que por desgraciada casualidad no han venido hoy a visitarme. Estoy segura de que mañana estarán aquí. Así, pues, venid mañana, que yo las retendré hasta que lleguéis.

Al otro día, pues, apenas levantado el sol, llegaba Rosabella a la obscura morada de la hechicera. La vieja le dijo que extendiera sus pálidas manos sobre el crujiente fuego de pino, mientras ella, levantado los brazos, pronunciaba unas raras labras acompañado de gestos extraños,

Sacó luego de un pequeño nicho una cosa invisible, aplicó cuidadosamente a su desnudo pecho, y cuando hubo repetido esto diez veces, exclamó:

—¡Ya están aquí! ¡Ya están aquí todas al calor de mi pecho! ¡Son mis fieles haditas! Pero no tratéis de verlas, porque se irán.

Y riéndose, bailando y cantando, la viejísima mujer golpeó con el corvo dedo pulgar de su mano derecha los diez dedos de la princesa, mientras que la bóveda de la roca devolvía el eco del extraño cántico que la hechicera entonaba, y que era éste:

¡Venid, las diez badilas, venid!
¡En estos diez deditos, vivid!
¡Y dadle a la señora salud
y eterna juventud

Y sin dejar de reírse a carcajadas, oprimía los dedos de Rosabella, diciendo:

—¡Ya están aquí mis mediquitos! Ahora, guardadlos bien y no dejéis que se aburran, no les deis momento de descanso mientras el sol luzca en el cielo. Y ahora idos y, cuando estéis completamente curada, venid a devolverme mis haditas.

Mirándose las manos, Rosabella volvió a su casa y dijo a Grancorazón cómo estaba llena de esperanza.

A partir de aquel día, hubo veces que ni comer quería Rosabella para no robar tiempo al trabajo de sus dedos, en los cuales se albergaban las diez haditas. En cuanto el sol se hundía en el ocaso, Rosabella se acostaba, y en cuanto volvía la luz empezaba de nuevo a mover sus dedos, habitados por las hadas. Durante muchos días siguió moviendo los dedos de cuantas maneras se le ocurrían; pero al fin se cansó de este inútil juego y volvió a ver a su vieja amiga la hechicera.

—¿No sabéis mover los dedos con utilidad?—replicó la vieja— Seguid moviéndolos, pero haced con ellos algo.

Y no dejéis que se duerman mis hadas, que trabajar es lo único que las retiene en su cárcel.

Al volver a casa, Rosabella sacó del estuche el arpa, largo tiempo olvidada, y tocó. Después, para ocupar sus dedos en algo más útil, mandó traer agujas y se dedicó a hacer preciosos bordados. Luego, buscó más variado empleo para sus dedos, cogiendo flores en el jardín y frutos de los árboles del huerto, cuidando enfermos y consolando a los pobres, depositando constantemente en sus agradecidas manos monedas de oro y plata. Uno por uno, fue mandando retirarse a sus obsequiosos e innumerables sirvientes, quienes desde entonces no tenían nada más que hacer, sino dormitar en sus puestos. Y no permitía que nadie le hiciese nada que pudiera hacer ella misma, dándose en cuerpo y alma al trabajo. Todo el día, mientras el sol lucía en el cielo, encontraban activo empleo sus bellos dedos. Y volvieron las rosas a sus mejillas, la salud a su alma y los cantos y las risas a sus labios, y otra vez pudo dar a su amor su corazón rebosante de ternura inefable.

Perfectamente curada ya, volvió a ver a la hechicera y la devolvió sus diez haditas, que para ella habían sido tan maravillosas.

—¡Ay, hija mía!—díjole la anciana—. Se sentirán orgullosas por haberte salvado. Dámelas, sí, porque me son muy necesarias. ¡Si fuera a servir a todos los holgazanes del mundo, necesitaría tantas haditas como estrellas hay en el cielo! Pero guardaré; al menos, estas que tengo, para servir a los que se mueren de aburrimiento, que bien sabe Dios que no son pocos.

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