"El enano de las barbas" |
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Biografía de Saturnino Calleja Fernández en Wikipedia | |
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El enano de las barbas |
Hace muchos siglos, vivía en un país desconocido un rey que tenía una hija de incomparable belleza, a quien el pueblo, en prueba de la admiración que le producían sus encantos y la dulzura de su carácter, la llamaba Brillante Estrella, nombre tan apropiado a ella, que nadie empleaba otro para llamarla. Gomo es natural, había muchos apuestos príncipes que aspiraban a casarse con ella; trató a todos con mucha deferencia, y prefirió al príncipe Constante. Y previo el consentimiento del rey, una mañana de Mayo, se dirigieron con numeroso y magnífico séquito al templo donde había de solemnizarse la unión. Varios de los príncipes, cuyas pretensiones no habían sido oídas por la princesa, se habían marchado ya muy tristes a sus lejanos reinos; pero se había quedado uno muy poderoso, llamado Bulfstroll, de cuerpo enano, con una gran joroba en la espalda y unas barbas de más de dos metros de largo, hombre perverso hasta lo indecible. Y se había quedado con ánimo de vengarse del desaire que la princesa le había hecho. Como era mago, para llevar a cabo su perverso propósito, en el momento de llegar la comitiva a la puerta de la iglesia, se convirtió en un remolino de viento, que llenó el aire de polvo cegador, y aprovechó la ocasión para coger a Brillante Estrella y llevarla hasta las nubes, desde donde descendió al poco rato hasta su palacio subterráneo. Allí dejó en un sofá a la princesa, que había perdido el conocimiento. Cuando la princesa volvió en sí, se encontró en una sala espléndidamente amueblada, que era parte de los aposentos de un gran palacio, según vió cuando pudo levantarse y examinar todo lo que la rodeaba. De pronto advirtió que, por manera invisible, había sido puesta ante ella una mesa llena de platos de oro y plata con manjares tan apetitosos, que a pesar de su disgusto, no pudo menos de probarlos, y como le supieran bien, siguió comiendo hasta aplacar por completo el apetito. Después se echó y procuró dormir; pero en vano quiso cerrar los ojos, porque, sin querer, siguió contemplando las brillantes luces que ardían sobre la mesa, el magnífico mobiliario y todo cuanto había en el aposento. Al cabo de un rato se abrió la puerta y entraron cuatro negros que llevaban a hombros un trono de oro y piedras preciosas, en el que se sentaba el enano jorobado de la barba de más de dos metros. Bulfstroll descendió del trono, y acercándose al sofá, trató de besar a la princesa; pero ella le rechazó con una sonora bofetada, que le hizo tambalearse, al tiempo que veía las estrellas y le sonaban los oídos como si escuchase el tintineo de innumerables campanillas. El enano no pudo contener un grito, tan estrepitoso, que hizo retemblar todo el palacio; pero no queriendo demostrar su enfado a la princesa, dió media vuelta para marcharse, con tan mala fortuna, que se enredó en sus largas barbas; y al movimiento que hizo para no perder el equilibrio, se le cayó al suelo una gorrita que llevaba en la mano, y que tenía la virtud de hacer invisible al que se la ponía. Los negros acudieron prestamente a sostener a su amo, y después de haberle sentado en el trono se retiraron todos precipitadamente. En cuanto se quedó sola la princesa se levantó del sofá, echó el pestillo de la puerta y, por capricho, se puso la gorrita y se acercó a un espejo para ver qué tal le sentaba. ¡Y cuál no sería su asombro al ver que el cristal no reflejaba su imagen! Se quitó la gorrita y volvió a mirarse al espejo, descubriendo así la causa de aquello. Entonces volvió a ponerse la maravillosa gorrita y empezó a pasearse muy contenta. Poco después se abrió violentamente la puerta y entró muy furioso el enano con la incómoda barba al hombro para que no le molestase al andar, y como no viese a la princesa ni a la perdida gorra, comprendió lo que sucedía y se puso a registrar todos los rincones y a palpar los muebles, y hasta levantó la alfombra. Mientras se dedicaba a la inútil busca, la princesa, invisible gracias a -a virtud de la gorra, salió del palacio y huyó al jardín, que por cierto era bellísimo e interminable. Allí vivió tranquila, comiendo frutas deliciosas, bebiendo agua purísima de una fuente, y riéndose de la impotente furia del enano, que la buscaba sin cesar. Algunas veces se divertía tirándole huesos de ciruela o quitándose la gorra un momento para dejarse ver y reírse del enano en sus propias barbas. Un día que estaba divirtiéndose de esta manera, se le enganchó la gorrita en las espinosas ramas de un macizo de grosellas, y el enano aprovechó la ocasión para coger a la joven; se disponía a coger también la gorra, cuando resonó en los aires el guerrero toque de una trompeta. Lanzando mil maldiciones y temblando de ira, sopló a la princesa, dejándola dormida instantáneamente, gracias a sus artes mágicas, y desenvainando su alfanje de dos filos, se remontó hasta las nubes para caer sobre quien viniese a provocarle y matarlo de un solo tajo de su arma. Antes de seguir adelante, vamos a volver al punto en que la princesa fue arrebatada por el enano ante la iglesia. El torbellino de aire y polvo sembró la confusión entre la gente, dispersó la procesión y produjo gran tumulto en la comitiva de los novios: El padre de la princesa desaparecida y el príncipe Constante la buscaron por todas partes, llamándola a gritos, hasta que por último, desesperado el rey por la inutilidad de sus pesquisas, lanzó una proclama, prometiendo tomar por yerno y dar la mitad de su reino al hombre que encontrase a su hija y la trajese sana y salva. Sin perder momento, todos los jóvenes que aspiraban al codiciado premio montaron a caballo y partieron a galope en distintas direcciones. El príncipe Constante, que también salió en busca de su prometida, cabalgó durante tres días y tres noches, sin comer, beber ni dormir, hasta que ya bien avanzada la tarde del tercer día, rendido por la fatiga, detuvo el caballo en una pradera y echó pie a tierra con ánimo de descansar unos momentos. Pero apenas hubo desmontado, oyó gritos lastimeros y vió una pobre liebre, sobre cuyo lomo clavaba sus garras un búho de gran tamaño. El príncipe cogió inmediatamente una cosa que él creyó piedra, pero que en realidad era una calavera, y la arrojó con tanta destreza, que mató al búho. Libre ya de su enemigo, la liebre -corrió al lado del príncipe, y después de hacerle unas cuantas fiestas para demostrarle su agradecimiento, se alejó. Entonces la calavera arrojada al búho por el príncipe, le habló de esta manera: —Te doy las gracias, príncipe Constante, por el servicio que me has prestado. Pertenezco a un desgraciado que se quitó la vida, y por el crimen de suicidio fue condenado a rodar por el polvo hasta que encontrase modo de salvar la vida a una criatura de Dios. Por espacio de setecientos setenta años he rodado por el suelo sin merecer el más pequeño gesto de compasión de ningún ser humano. Tú me has librado de la pena impuesta a mi crimen, salvando conmigo a esa pobre liebre, y en gratitud por ese favor, voy a enseñarte a llamar a un caballo maravilloso que me perteneció en vida, y que te prestará mil servicios. Cuando lo necesites no tienes que hacer sino ponerte en un llano, y sin mirar atrás, llamarle con estas palabras: Corcel maravilloso, de las crines de oro , llévame por el llano, volando como un pájaro, surcando los espacios con silencioso paso. Y ahora completa tu obra de caridad enterrándome aquí, para que pueda reposar en paz, y sigue tu camino esperando ver realizada tu empresa. El príncipe abrió una fosa al pie de un árbol y enterró piadosamente la calavera, rezando una plegaria. Cuando estaba echando el último puñado de tierra, vió salir del suelo una tenue llama azul. Era el alma del muerto que subía al cielo, feliz y contenta de verse libre de su larga pena. El príncipe se dirigió al llano, cuidando de no volver la cabeza, y para probar la eficacia de la invocación que le había enseñado la calavera, dijo en voz alta: Corcel maravilloso, de las crines de oro , llévame por el llano , volando como un pájaro , surcando los espacios con silencioso paso. Entre relámpagos, silbidos y truenos se presentó un caballo, ligero como el viento, de piel listada y crin de oro. De sus ojos y de sus narices salían llamas, y la boca y las orejas humeaban. Deteniéndose ante el príncipe, dijo con voz humana: —¿Cuáles son tus órdenes, príncipe Constante? —Soy muy desgraciado y necesito tu auxilio—respondió el príncipe. Y le contó el infortunio que pesaba sobre él. —Entra por mi oreja izquierda y sal por la derecha El príncipe hizo lo que el caballo le decía y salió por la oreja derecha del caballo magníficamente armado. El peto de la armadura estaba lleno de adornos de oro y piedras preciosas, el casco era de reluciente acero y sus armas, una espada y una maza. No sólo estaba perfectamente equipado como guerrero, sino que, además, se sentía animado por una fuerza y un valor sobrehumanos. Dió una patada en el suelo y la tierra tembló bajo sus pies, rasgó el aire el retemblar de un trueco y cayeron las hojas de los árboles como si pasase una tormenta. Entonces dijo a su corcel: —¿Adonde debo ir? ¿Qué debo hacer? Y el mágico caballo contestó: —Tu prometida, la princesa Brillante Estrella, ha sido raptada por un enano que tiene una joroba monstruosa y unas barbas de más de dos metros de largo. Es un poderoso mago que vive no lejos de aquí y tienes que conocerle; pero la única arma que puede herirle es la espada de cortante filo que posee su hermano el monstruo de la gran cabeza y ojos de basilisco. Por ahí tienes que empezar. El príncipe Constante saltó intrépidamente sobre el lomo del caballo listado de la crin de oro, el cual emprendió una carrera fogosa, saltando por encima de las montañas, transponiendo de un brinco los ríos y atravesando las más intrincadas selvas, sin partir una sola hierba ni levantar la más pequeña porción de polvo del camino. Al fin llegaron a una espaciosa llanura sembrada de huesos humanos, al pie de una montaña que temblaba. Allí se detuvo el caballo y dijo: —La montaña esa que estás viendo, príncipe, es la cabeza del monstruo de ojos de basilisco. Ten mucho cuidado de no mirarlos frente a frente, porque su mirada es mortífera y acabamos como todos aquellos cuyos huesos yacen a nuestros pies. Afortunadamente el calor del sol del mediodía ha dormido al monstruo, el cual tiene al lado la espada de cortante filo, a la cual no hay nada que se resista. Ocúltate, echándote sobre mi cuello hasta que estemos junto a la espalda, y entonces te inclinas y la coges rápidamente. Hecho esto, no hay nada que temer, porque no sólo no podrá hacerte daño el monstruo, sino que su vida estará a tu merced. El caballo se acercó silenciosamente al dormido monstruo, el príncipe se inclinó, sin apearse de su cabalgadura, y después de coger la espada dió gritos para despertar al monstruo. Alzando éste la cabeza bruscamente, infestó el aire con un largo y rabioso resoplido y volvió sus encendidos ojos hacia el príncipe, pero al ver en sus manos la espada de cortante filo, reprimió su rabia y dijo: —¿Has decidido perder la vida al venir aquí? —Habla con menos altanería—replicó el príncipe—, porque estás bajo mi poder. Tus ojos de basilisco han perdido su fuerza y vas a perecer herido por esta espada. Pero antes quiero saber quién eres. —Cierto es que estoy a merced tuya, príncipe, pero sé generoso, porque soy digno de tu piedad. Soy caballero de la raza de los gigantes, y si no fuera por la malevolencia de mi hermano, viviría feliz. Mi hermano es Bulfstroll, un enano con una gran joroba y unas barbas de más de dos metros de largo. Envidioso de la esbeltez de mis formas, busca todos los medios posibles para perjudicarme. Su fuerza prodigiosa es debida a su barba, y esa barba no puede cortársele más que con la espada de cortante filo que tienes en la mano. Un día vino a verme y me dijo: «—Hermano, te suplico que me ayudes a buscar la espada de cortante filo que enterró un mago, enemigo nuestro, y el único entre todos que puede destruirnos». Yo, tonto de mí, confiado en su palabra, hice una pala de un roble y cavé en la montaña hasta encontrar la espada. Entonces surgió una disputa entre mi hermano y yo, sobre cuál de los dos debía quedarse con el arma, y al fin propuso mi hermano: «—Vamos a aplicar un oído al suelo y la espada será para el primero que oiga las campanas de la iglesia más próxima». Yo me puse a escuchar, pero mi hermano se abalanzó inmediatamente sobre mí, y de un tajo traicionero con la espada me separó la cabeza del cuerpo y me dejó desenterrado para que me convirtiese en una enorme montaña cubierta de bosques. En cuanto a mi cabeza, como está dotada de una fuerza que nada puede destruir, ha permanecido aquí para matar de terror a todos los que han tratado antes que tú de coger la espada de cortante filo. Ahora te ruego, ¡oh, príncipe!, que emplees esa mágica arma en cortar las barbas a mi pérfido hermano, con lo cual destruirás en el acto su malévolo poder y vengarás el terrible daño que me ha hecho. —Tu deseo será complacido muy pronto; yo te lo prometo— repuso el príncipe—, y a continuación ordenó al listado corcel de crines de oro que le llevase al palacio de Bulfstroll. Apenas había acabado de formular el mandato, cuando llegaron ante la puerta del jardín en el momento que el enano estaba persiguiendo a la princesa Brillante Estrella. El sonido de la trompeta guerrera le obligó a desistir; pero antes de separarse de ella tuvo la precaución de ponerle la gorra para hacerla invisible. El príncipe estaba aguardando respuesta a su reto, cuando oyó un tableteo en las nubes, producido por el enano, quien con el propósito de caer con fuerza aplastante sobre su enemigo, se había elevado a gran altura. Pero calculó tan poco cuidadosamente las distancias, que dió con el cuerpo en el suelo, quedando hundido en él hasta la cintura y, por lo tanto, a merced del príncipe, el cual le asió instantáneamente de las barbas y se las cortó con la espada de cortante filo. Después de haber colgado la barba del mago en su casco a modo de florón de pelo, y luego de haber atado al enano para llevarle a la grupa de su caballo, entró en el palacio, donde los criados le abrieron todas las puertas en cuanto vieron que tenía en su poder la barba que durante largo tiempo los había tenido esclavizados. El príncipe se puso a buscar a la princesa; pero en vano examinó todos los rincones del palacio y los jardines, porque el maligno mago se negaba a ayudarle. Al fin, cuando estaba ya desesperado, tuvo la suerte de tocar la mágica gorra y pudo ver a la princesa, dormida, como la había dejado el enano. No pudiendo despertarla, se guardó la gorrita mágica en el bolsillo, y con la joven en los brazos, montó en el caballo listado y llevó al enano a la cabeza de su hermano el monstruo, el cual se lo tragó instantáneamente, no sin lanzar un grito de satisfacción. Volvió a montar en el corcel el príncipe Constante y llegó a una ancha llanura, donde el caballo se detuvo y le dijo: —Príncipe, aquí tenemos que separarnos. De aquí no dista el fin de tu viaje más de una jornada. Tu caballo te espera ahí al lado. ¡Adiós! Pero antes de marcharme entra por mi oreja derecha y sal por la izquierda. El príncipe hizo lo que se le indicaba y se encontró vestido con el traje de novio, tal como estaba al ser raptada la princesa por el enano. Entonces desapareció el caballo listado de crin de oro, y atendiendo a su llamada, llegó galopando su caballo desde el lado opuesto de la llanura. La noche se había echado encima, por lo cual dejo a la dormida princesa en el suelo, y después de tapada bien con su capa, para que no la enfriase el relente, se echó a dormir también. Pasó por allí, por desgracia, uno de los pretendientes desdeñados de la princesa, y al ver durmiendo al príncipe Constante, lo atravesó con la espada y huyó con la princesa, a la cual llevó al palacio de su padre, diciendo al rey: —Aquí está vuestra hija, quien reclamo por esposa, de conformidad con vuestra promesa. Fue raptada por un terrible encantador, con el cual he tenido que luchar tres días y tres noches antes de lograr vencerle. El rescate de su hija llenó de alegría al rey; pero al ver que no la despertaban sus caricias, preguntó con ansiedad el significado de tan extraño estado de la joven. —No tengo la menor idea de lo que puede significar esto—repuso el impostor—. La estáis viendo en el mismo estado en que yo la encontré presa en el castillo de bronce del encantador. Mientras esto ocurría en el palacio, el príncipe Constante, atravesado por la espada de su traidor rival, despertó con fuerzas apenas suficientes para murmurar: Corcel maravilloso, de las crines de oro, llévame por el llano, volando como un pájaro, surcando los espacios con silencioso paso. Un momento después volvía a su lado entre una nube luminosa el mágico caballo, que al saber lo que le había ocurrido al príncipe, fue en dos saltos a la fuente de la Vida, de donde trajo tres clases de agua: el agua que revive, el agua que cura y el agua que da fuerza, con las cuales roció, sucesivamente, la pálida frente del príncipe. Al caerle la primera agua volvió la vida a su frío cuerpo y la sangre volvió a correr por las venas; al contacto de la segunda se le curó la herida, y la tercera agua le hizo recobrar las perdidas fuerzas. Entonces abrió los ojos y exclamó: —¡Oh, qué sueño tan tranquilo y tan reparador he tenido! — El sueño que has disfrutado era el sueño eterno— respondió el corcel de crin de oro—. Un rival tuyo, que te encontró dormido, te asesinó y llevó a la princesa Brillante Estrella a su padre, diciéndole que la había salvado; pero no te aflijas. La princesa sigue durmiendo y sólo tú puedes romper el hechizo de su sueño, tocándola con la barba del enano. Monta en tu caballo y ve en seguida a palacio. Dicho esto, el mágico corcel desapareció nuevamente en un torbellino de luz. El príncipe Constante montó en su caballo y corrió como el viento hacia el palacio de su prometida. Al llegar a las afueras de la ciudad la encontró sitiada por un ejército enemigo, que ya se había apoderado de parte de las murallas, y a quien estaban a punto de pedir merced los aterrados habitantes. Al ver esto el príncipe se puso la gorra invisible, y esgrimiendo la espada de cortante filo, cayó sobre los sitiadores con tan irresistible energía, que los que no cayeron muertos, huyeron, dándose por contentos con escapar con vida. Acabada esta gran hazaña se dirigió rápidamente, todavía invisible, al palacio, donde oyó al rey expresar su asombro ante la brusca e inesperada huida del enemigo. —¿Quién será el valeroso guerrero que nos ha salvado?— preguntaba el rey lleno de extrañeza. Nadie contestó. Entonces se quitó la mágica gorra el príncipe Constante, y arrodillándose ante el rey, dijo: —Yo he sido, rey y padre, quien ha tenido la suerte de vencer a vuestros enemigos y quien ha librado a la princesa, mi prometida, del gran peligro en que se hallaba. Y yo la traía a vuestros brazos cuando ese rival mío, que está presente, me hirió traidoramente mientras dormía, y después os engañó fingiéndose su salvador. Llevadme al lado de Brillante Estrella y yo la despertaré. Al escuchar estas palabras, el impostor huyó como alma que lleva el diablo, mientras que el príncipe Constante se acercaba con gran presteza a la durmiente para tocarla en la frente con la barba del enano. La princesa abrió los ojos en el acto, sonriendo, como si despertara de un plácido sueño. Transportado de alegría, el rey la colmó de caricias, y aquella misma tarde la casó con el príncipe Constante, al que regaló la mitad del reino, según lo prometido. ¿Qué puede decirse de los festejos que siguieron a la boda? Nada, sino que jamás vieron ojos ni escucharon oídos mayor magnificencia que la de aquellas fiestas maravillosas. |
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