"La trama de la vida" |
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La trama de la vida |
El visir Alí-ben-Hassán, primer ministro de Amgiad, el gran califa, se paseaba un día por los alrededores de Bagdad. Desde la mañana no había tenido más que disgustos. Había dormido mal. Luego, su hijo primogénito, Nuredín, que salió de casa la noche anterior, había vuelto ya bien claro el sol, vergonzosamente borracho, revelando a las claras que se trataba con los jóvenes calaveras de Bagdad y que infringía la sabia ley del Profeta, que prohibe el uso del vino y de los licores. Por otra parte, la criada que tenía el cargo de acompañar a su hija al baño, le había comunicado al regresar que, por quinta vez, en el espacio de otros tantos días, un joven de aire satisfecho se había atravesado en su camino como por casualidad, y que Armina, al pasar, con el pretexto de arreglarse el velo, se lo había desarreglado, de manera que permitió al apuesto desconocido ver su radiante rostro, hecho que en toda doncella mahometana constituye un grave olvido de las reglas de la buena conducta. Muy malhumorado ya por estas desazones, Alí había ido al Consejo, y al presentarse ante el califa Amgiad éste le había recibido fríamente. Hacía poco tiempo que una sedición revolvía a una provincia próxima. Alí la había reprimido con gran energía, sin considerar el asunto digno de ser expuesto a su glorioso señor y amo pero los enemigos del ministro no habían sido igualmente reservados y el califa reprochó con gran vehemencia a su ministro, primero, el haber dado lugar a que surgiese una sedición en su reino; segundo, el haberle ocultado el hecho, y tercero, el haberla reprimido por la fuerza y no por la persuasión, que es ciertamente preferible, aunque desgraciadamente no siempre es eficaz. Por esta causa, Alí había salido del Consejo muy molesto por la impresión, siempre dolorosa para un estadista, de que su crédito había mermado considerablemente. Llegado apenas a su casa, su esposa había reñido con él, acusándole de tacañería en la cantidad que le destinaba para vestirse y declarándole que la esposa del gobernador de palacio se vestía mejor que ella, que en realidad no tenía nada que ponerse. Alí inclinó la cabeza ante la tormenta y mandó a sus criados que le sirviesen la comida, esperando hallar en los placeres de la mesa una compensación a sus disgustos públicos y privados; mas por desgraciada casualidad, el cocinero prescindió aquel día de todos los platos que le gustaban al visir. Completamente desesperado, Alí salió de su casa, dejó la ciudad y se fue a pasear al campo. Verdaderamente—murmuró Alí según iba andando— , hay días en que debiera uno poner fin a su existencia. ¿Para qué le sirve a uno la vida sino para rabiar? Un sol abrasador quemaba el camino que seguía el visir, que no tardó en sentir un irresistible deseo de encontrar algún lugar umbroso. Después de mucho buscar, llegó a un sendero que, por lo estrecho y torcido, prometía frescura y paz, y se internó en él. Anduvo hasta una tapia ruinosa, cerca de la cual se alzaba una palmera. Alí lanzó un suspiro de satisfacción y se echó junto a la tapia, a la sombra de las anchas hojas del árbol. Seguramente no hubiera tardado en quedarse dormido, si no hubiese comenzado a molestarle un monótono zumbido. Miró el visir a un lado, y otro, y vió girar alrededor de su cabeza una mosca preciosa verde y oro. Como Alí deseaba la paz del sueño, la espantó dos o tres veces con la mano, pero, la obstinada mosca volvió una y otra vez a él, acabando por posársele descaradamente en la nariz. Esto era ya demasiado. Alí se sentó bruscamente y dio un manotazo vigoroso a su enemiga sin alcanzarla. Pero la mosca, en su precipitada fuga, no vió que se iba derecha a la tela de una araña muy gorda tendida entre un ángulo de la tapia y el tronco de la palmera. El visir no pudo menos de sentirse satisfecho al pronto, diciendo para sus adentros: —¡Ahora me dejarás dormir un rato, mosca mareona! Y como siguiera observando lo que le ocurría a la mosca —Ahora espero que me dejes en paz—le dijo abriendo los dedos y dejándola libre. La mosca echó a volar y Alí la perdió en seguida de vista. Entonces volvió a tenderse a la sombra de la palmera, cerró los ojos y se quedó profundamente dormido. Una voz que pronunciaba su nombre le despertó, y al abrir los ojos vio ante él un personaje de deslumbradora belleza y proporciones gigantescas. De sus hombros salían dos alas tenues y transparentes. Alí comprendió que se hallaba en presencia de un genio. —Visir—dijo la aparición—, me has prestado un verdadero servicio. Yo era la mosca que zumbaba ha poco alrededor de tu cabeza. Había tomado aquella forma con el fin de dejar un rato mi ordinaria grandeza y volar libremente en los rayos del sol. Un perverso encantador, enemigo mío, trató de aprovechar la ocasión y se convirtió en la araña aquella en cuya tela quedé preso y de la cual no hubiese escapado a no ser por tu auxilio. Porque has de saber que, aun, cuando se nos permite tomar la forma que se nos antoja, corremos al mismo tiempo el riesgo de caer en iguales lazos que los seres cuyo aspecto adoptamos, y si caemos, sólo puede librarnos de ellos el auxilio de los hombres. Así, me he salvado gracias a tu generosa intervención, y en pago de ello pídeme un favor, pues cualquiera que éste sea prometo concedértelo. El visir permaneció silencioso un momento y al fin repuso: —Hace una hora estaba yo pensando que no nos trae ninguna ventaja el vivir muchos años, porque diversos disgustos nos estropean muchos días de nuestra existencia y, por lo tanto, sería mucho mejor vivir menos tiempo, siempre que nuestra existencia se compusiera exclusivamente de días claros y felices. Pues, si está en tu poder hacerlo, suprime de mi vida futura todos los días de aflicción y déjame vivir sólo aquellos que haya de verme tranquilo y alegre. Si me complaces, pagarás con largueza el favor que te he hecho. Al oír tales palabras el genio sonrió de un modo enigmático y dijo a Alí: —¿Has meditado bien tu deseo? —Sí—respondió Alí. —¡Pues sea como quieres! Instantáneamente el visir sintió que su fantástico interlocutor le cogía por mitad del cuerpo y le elevaba hasta una altura tal, que perdió el sentido; y cuando volvió en sí se encontró en la cama de su casa de Bagdad, con el cuerpo tan estirado y tan frío, que no podía hacer el más ligero movimiento. Tenía cerrados los ojos, mas a pesar de ello veía lo que pasaba en torno suyo y oía todo lo que hablaban en el aposento, que estaba lleno de gente. Hallábanse allí su esposa, sus hijos y sus criados, llorando todos y lamentando la pérdida de tan buen esposo, tan buen padre, tan buen amo y tan fiel y noble amigo. Y pensó Alí: —¿Es que estoy muerto? —Sí —contestóle una voz. El genio apareció a los pies de la cama, sin que fuera visible para nadie más que para Alí, cuyos pensamientos leía. —¡Pérfido espíritu!—pensó el visir—. ¿Es éste el modo de cumplir tu promesa? —No me acuses a mí—replicó el genio—; acusa solamente a tu propia torpeza. ¿Por qué me pediste lo que era imposible? Dos hadas tienen el cargo de hilar los destinos de los hombres. Al principio de todas las cosas, se puso ante una de dichas hadas un montón de lana blanca para que hilara con ella los días dichosos, y ante la otra un montón de lana negra para que con ella tejiera los días que habían de ser infaustos. Pero una noche, mientras las hadas dormían, llegó el diablo y se divirtió un rato revolviendo los dos montones de lana, Enredándola de tal modo, que cuando las hadas se despertaron les fue imposible separar la lana negra de la lana blanca. Desde entonces tienen que hilar los días con los colores mezclados, y por eso se componen de alegrías y tristezas. Recuerda los que has vivido, y di si hay alguno en que no hayas tenido alguna satisfacción, por pequeña que haya sido. Al pedirme que cortara de tu vida futura todos aquellos días en que hubieras de tener algún disgusto, me pediste, en realidad, que suprimiese todos, y ha llegado para ti el día de la liberación, que es el de la muerte. Siento mucho haber tenido que darte esta lección, pero tú lo has querido así. —Desgraciadamente no puede servirme ya de nada, puesto que me he muerto—dijo Alí. El genio se sonrió entonces y le dijo: —Soy benévolo. Si quieres, será como si no me hubieses dicho nada; volveré a llevarte al lugar de donde te traje y no se cambiará nada en tu existencia. ¿Aceptas? —No puedo desear cosa mejor—respondió el visir. El genio tendió los brazos a Alí, ante cuya vista desapareció todo, y por segunda vez se quedó privado de sentido. Guando lo recobró estaba al pie de la tapia, a la sombra de la palmera donde se había quedado dormido antes. Levantóse, preguntándose a sí mismo si le había ocurrido realmente aquello o si había sido sencillamente un sueño, y se encaminó a su casa, pensativo. Y llegando a ella, se enteró Alí de que su hijo Nuredín se había puesto malo, a consecuencia de los excesos de la noche anterior, que había jurado no volver a beber más que agua... Supo también que el joven con quien se encontraba su hija dan frecuentemente al ir y volver del baño, era hijo de uno de los personajes más ricos e importantes de Bagdad, y que había pedido formalmente la mano de Armina. Además, recibió el visir una carta del califa Amgiad, su soberano, declarándole que, después de reflexionar, consideraba prudente y enérgica su conducta, y asegurándole que gozaba más que nunca de la estimación regia. Por fin, la esposa del visir había hecho una visita a' la esposa del gobernador de palacio, y había visto con sus propios ojos que el nuevo vestido de aquella dama era un verdadero mamarracho, por lo cual estaba ya de muy buen humor. Y hasta el cocinero había resuelto reparar la negligencia de la mañana, y sirvió a Alí una comida exquisita. Así terminó, del modo más dichoso, un día que había comenzado tan adversamente, y el visir, al ir a acostarse, se confesó a sí mismo, sonriendo, que el genio, real o imaginario, le había dado una lección sabia, que nunca más olvidaría. |
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